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—Llámame hermano, Valentine. Soy la Corona, pero sigo siendo tu hermano.

—Te deseo larga vida, hermano. ¡Viva la Corona! Y otros estaban gritando lo mismo alrededor.

—¡Viva la Corona! ¡Viva la Corona!

Pero algo había cambiado, pese a que la sala era la misma, porque lord Voriax no estaba allí. Era Valentine el que llevaba puesta la extraña corona, y los demás le vitoreaban, se arrodillaban ante él y agitaban los dedos en el aire mientras gritaban su nombre. Valentine los observó, asombrado.

—¡Viva lord Valentine!

—Gracias, amigos míos. Me esforzaré en ser digno de la memoria de mi hermano.

—¡Viva lord Valentine!

—Viva lord Valentine —dijo la Dama en voz baja.

Valentine parpadeó y se quedó con la boca abierta. Durante unos segundos estuvo completamente desorientado, preguntándose por qué se hallaba arrodillado, en qué habitación estaba, y quién era la mujer que tenía la cara tan cerca de la suya. Después las sombras se aclararon en su mente.

Valentine se levantó.

Se sentía enteramente transformado. Por su mente corrían turbulentos recuerdos: los años en el Monte del Castillo, los estudios, aquella aburrida historia, la lista de Coronas, la relación de Pontífices, los libros de enseñanza constitucional, el estudio económico de las provincias de Majipur, las largas sesiones con sus tutores, con su padre, que no cesaba de sondearle, con su madre… Y también otros momentos de menos aplicación: los juegos, los viajes por el río, los torneos, sus amigos, Elidath, Stasilaine y Tunigorn, el abundante vino, las cacerías, los buenos tiempos en compañía de Voriax, cuando ambos eran el centro de todas las miradas, los príncipes entre los príncipes. Y el terrible momento de la muerte de lord Malibor en alta mar, la mirada de espanto y gozo de Voriax al ser nombrado Corona, y el día en que, ocho años más tarde, llegó la delegación de ilustres príncipes para ofrecer a Valentine la corona de su hermano…

Valentine rememoró.

Valentine rememoró todo, hasta llegar a una noche en Til-omon, momento en que cesaron los recuerdos. Y después de eso sólo vio el sol de Pidruid, unas piedras que rodaban a su lado, el zagal, Shanamir, en lo alto del crestón con sus monturas. Examinó en su mente y le pareció que proyectaba una sombra doble, una brillante y otra oscura. Repasó la insustancial neblina de falsos recuerdos que le habían dado en Til-omon, atravesó un infranqueable abismo de tinieblas para llegar al momento en que fue Corona. Ahora su mente estaba tan completa como podía estar.

—Viva lord Valentine —repitió la Dama.

—Sí —dijo él, maravillado—. Sí, fui lord Valentine, y volveré a serlo. Madre, necesito barcos. Barjazid ya ha estado demasiado tiempo en el trono.

—Los barcos te aguardan en Numinor, junto con personas que me son leales y que pasarán a tu servicio.

—Perfecto. Aquí hay gente que debemos reunir. No sé en qué terraza están, pero habrá que encontrarlos urgentemente. Un menudo vroon, algunos skandars, un yort, un ser de piel azul que es de otro planeta y varios humanos. Te diré sus nombres.

—Los encontraremos —dijo la Dama.

—Y te doy las gracias, madre —dijo Valentine—, por devolverme a mi ser.

—¿Gracias? ¿Por qué gracias? Yo te di ser originalmente. No hicieron falta gracias para eso. Ahora has vuelto a nacer, Valentine, y si es preciso te daré a luz por tercera vez. Pero esperemos que no sea preciso. Tu fortuna prosigue su camino ascendente. —Los ojos de la Dama brillaban de alborozo—. ¿Te veré hacer juegos malabares esta noche, Valentine? ¿Cuántas bolas puedes mantener en el aire al mismo tiempo?

—Doce —dijo Valentine.

—Y los blaves saben bailar. ¡Di la verdad!

—Menos de doce —admitió él—. Pero más de dos. Actuaré después de cenar. Y… ¿madre?

—¿Sí?

—Cuando recupere el Monte del Castillo, celebraré una gran fiesta. Tú asistirás y me verás actuar otra vez, en los escalones del trono de Confalume. Te lo prometo, madre. En los escalones del trono.

IV

EL LIBRO DEL LABERINTO

1

Los barcos partieron del puerto de Numinor. Eran siete navíos de anchas velas y altas y espléndidas proas, al mando del yort Asenhart, almirante supremo de la Dama, que llevaban como pasajeros a lord Valentine, la Corona, el primer ministro Autifon Deliamber el vroon, los edecanes Carabella de Til-omon y Sleet de Narabal, la asistenta militar Lisamon Hultin, los ministros especiales Zalzan Kavol el skandar y Shanamir de Falkynkip, y otros. El destino de la flota era Stoien, en el extremo de la península Stoienzar, al otro lado del Mar Interior. Los barcos llevaban ya varias semanas de navegación, corriendo viento en popa a favor de los céfiros que soplaban en esas aguas al finalizar la primavera. Pero aún no había señales de tierra firme, ni las habría durante muchos días.

El largo viaje fue confortador para Valentine. No temía las tareas que le aguardaban, pero tampoco estaba impaciente por iniciarlas. Necesitaba tiempo para poner en orden la mente que acababa de recuperar, para descubrir quién había sido y adónde había esperado llegar. ¿Qué mejor sitio que el gran regazo del océano, donde nada cambiaba día tras día excepto la forma de las nubes, y donde el tiempo parecía no pasar? De ese modo, Valentine permanecía varias horas seguidas en la barandilla de su buque insignia, la Lady Thiin, lejos de sus amigos, platicando con él mismo.

Le gustaba la persona que él había sido: más fuerte y con un carácter más enérgico que Valentine el malabarista, pero sin la fealdad de alma que a veces se encuentra en personas poderosas. Valentine pensó que su anterior personalidad era razonable, juiciosa, calmada y moderada, un hombre de serio proceder aunque no desprovisto de rasgos juguetones, un hombre que entendía la naturaleza de la responsabilidad y la obligación. Tenía buena educación, tal como podía suponerse de una persona cuya vida había estado totalmente dedicada a recibir instrucción para desempeñar un alto cargo, con amplios conocimientos en historia, leyes, gobierno y economía y no tan amplios en literatura y filosofía, y sólo nociones superficiales, por lo que deducía Valentine, en matemáticas y ciencias naturales, disciplinas muy eclipsadas en Majipur.

El obsequio de su personalidad anterior fue como el hallazgo de un tesoro. Valentine aún no estaba completamente unido a su otra personalidad, y solía pensar en «él» y «yo», o en «nosotros», en vez de considerarse como una sola entidad; pero esta escisión iba siendo menos obvia con el paso de los días. Era tal el daño sufrido por la mente de la Corona en el destronamiento de Til-omon que una resquebrajadura señalaba la discontinuidad entre lord Valentine la Corona y Valentine el malabarista, y quizás siempre habría una cicatriz a lo largo de esa fisura, pese a la mediación de la Dama. Pero Valentine podía cruzar a voluntad la zona de discontinuidad, podía desplazarse a cualquier punto de su anterior línea temporal, llegar a la infancia, a la juventud o al breve período de gobierno; y en cualquier punto de esa línea había más riqueza de conocimientos, experiencia y madurez que la que había esperado obtener en sus días de simple vagabundo. Poco importaba que en esos momentos tuviera que consultar sus recuerdos como se consulta una enciclopedia o se entra en una biblioteca; él estaba convencido de que a su debido tiempo se produciría una fusión más completa de sus dos personalidades.

En la novena semana de viaje, una fina línea verde de tierra apareció en el horizonte.

—Stoienzar —dijo el almirante Asenhart—. ¿Ve aquel punto, a un lado, la zona más oscura? El puerto de Stoien.

Valentine examinó la costa del cercano continente mediante su doble visión. Como Valentine apenas sabía nada de Alhanroel, sólo que se trataba del mayor continente de Majipur y el primero que fue colonizado por los humanos, un lugar de enorme población y tremendas maravillas naturales, y sede del gobierno planetario, hogar de la Corona y del Pontífice. Pero en la memoria de lord Valentine había muchos datos más. Para él Alhanroel significaba Monte del Castillo, casi un mundo por sí mismo, en cuyas vastas laderas una persona podía pasar la vida recorriendo las Cincuenta Ciudades y no agotar sus maravillas. Alhanroel era el Castillo de lord Malibor que coronaba el Monte; así lo había llamado Valentine durante toda su adolescencia, y el hábito había perdurado hasta su propia toma de posesión. Valentine vio el Castillo en el centro de su mente, abarcando la cima del Monte como una criatura cuyas numerosas extremidades se extendían sobre riscos, picos y prados alpinos y descendían hacia los grandes valles y pliegues terminales. Una estructura con tantos miles de salas que era imposible contarlas, un edificio que parecía tener vida propia, que añadía anexos y dependencias en su lejano perímetro mediante el simple ejercicio de su autoridad. Y Alhanroel era así mismo el lugar de la gran corcova de tierra amontonada sobre el Laberinto del Pontífice, y del mismo Laberinto, el duplicado inverso de la Isla de la Dama: mientras que la Dama habitaba en el Templo Interior, en una altura soleada y ventosa rodeada por anillos de terrazas, el Pontífice se amadrigaba como un topo en las profundidades del terreno, en el punto más bajo de su reino, rodeado por las espirales del Laberinto. Valentine sólo había estado allí una vez, cumpliendo una misión encomendada por lord Voriax hacía muchos años, pero el recuerdo de las tortuosas cavernas aún brillaba vagamente en su interior. Alhanroel, además, era el continente de los Seis Ríos que se vertían por las laderas del Monte del Castillo, las plantas animadas de la Península Stoienzar que Valentine pronto vería de nuevo, las viviendas arbóreas de Treymone y las ruinas de la llanura de Velalisier, que según se afirmaba eran más antiguas que la llegada de la humanidad a Majipur. Mientras miraba la tenue línea, que iba aumentando de tamaño pero apenas era perceptible todavía, Valentine imaginó que la vastedad de Alhanroel se desplegaba ante él igual que un titánico pergamino, y la tranquilidad que había gobernado su estructura mental durante el viaje se fundió al instante. Sentía ansias de estar en la costa, para comenzar la marcha hacia el Laberinto.