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En el Monte del Castillo, Valentine lo sabía, lord Valentine había contado con su corrillo de allegados, cuyas caras y nombres acababan de ser devueltas a su conocimiento: príncipes, cortesanos y funcionarios próximos a él desde la infancia, Elidath, Stasilaine, Tunigorn, los camaradas más queridos que había tenido. Y no obstante, aunque seguía sintiendo lealtad hacia esas personas, estaban terriblemente lejos de su alma, mientras que la fortuita variedad de compañeros adquiridos durante la época errante estaba más cerca de él. Valentine se preguntó qué pasaría cuando regresara al Monte del Castillo y tuviera que reconciliar ambos grupos.

En un aspecto, al menos, estaba tranquilo después de recuperar sus recuerdos. Ninguna esposa le aguardaba en el Castillo, ninguna prometida formal, ni siquiera una amante que pudiera disputar el lugar de Carabella a su lado. Como príncipe y como joven Corona había llevado una vida despreocupada y sin compromisos amorosos, gracias al Divino. Sería difícil imponer a la corte la idea de que la amada de la Corona era una plebeya, una mujer de las ciudades de las tierras bajas, una malabarista ambulante. Pero habría sido completamente imposible si él ya hubiera entregado su corazón y se viera en la necesidad de anunciar que lo había entregado otra vez.

—¡Valentine! —gritó Carabella.

La voz interrumpió el ensueño de Valentine. Miró a su compañera, que se rió y le lanzó una maza. Valentine la cogió tal como le habían enseñado hacía mucho tiempo, entre el pulgar y los otros dedos, con la maza formando un ángulo. Un instante después recibió otra maza de Sleet, y luego una tercera de Carabella. Se echó a reír y lanzó los objetos por encima de su cabeza, siguiendo el viejo y familiar ejercicio: lanzar, lanzar, recoger… Carabella aplaudió y le lanzó otra maza. Qué agradable era volver a practicar. Lord Valentine —soberbio atleta, rápido con la vista y experto en muchos juegos, si bien ligeramente entorpecido por la ligera cojera producto de una antigua lesión mientras montaba a caballo— no había conocido el malabarismo, que era el arte del hombre más sencillo, Valentine. A bordo del barco, con el aura de autoridad que había descendido sobre él cuando su madre le curó su mente, Valentine había notado que sus compañeros se mantenían a prudente distancia de él, aunque se esforzaran en considerarle como el viejo Valentine de los días de Zimroel. Por eso experimentó especial placer al ver que Carabella, de un modo tan irreverente, le lanzaba una maza.

Y también experimentó placer al lanzar y recoger las mazas, incluso cuando se le cayó una y, al agacharse para recogerla, otra golpeó su cabeza, provocando un bufido de desprecio de Zalzan Kavol.

—¡Haga eso esta noche —gritó el skandar— y se quedará una semana sin vino como castigo!

—No tengas miedo —replicó Valentine—. Ahora tiro las mazas para practicar la recogida. Esta noche no verás tales fallos.

Y no hubo fallos. Toda la tripulación del barco se congregó durante la puesta del sol en cubierta para presenciar el espectáculo. A un lado, Asenhart y sus oficiales ocuparon una plataforma para poder ver mejor. Pero cuando el almirante hizo una seña a Valentine, ofreciéndole la silla de honor, éste rechazó la invitación con una sonrisa. Asenhart se quedó sorprendido por el detalle, pero su expresión apenas fue forzada en comparación con la que adoptó pocos segundos después, cuando Shanamir, Vinorkis y Lisamon empezaron a tocar tambores y flautas, los malabaristas salieron por un escotillón alegremente, iniciaron la ejecución de sus prodigios, y entre ellos apareció lord Valentine, la Corona, lanzando mazas, platos y frutas con suma naturalidad, como cualquier vulgar artista.

2

Si el almirante Asenhart hubiera hecho valer su criterio, Stoien habría vivido una gran celebración para dar realce a la llegada de Valentine, un acto tan espléndido, por lo menos, como las fiestas celebradas en Pidruid con motivo de la visita de la falsa Corona. Pero Valentine, en cuanto se enteró del plan de Asenhart, puso fin al proyecto. Aún no estaba preparado para reclamar el trono, acusar públicamente al hombre que se hacía llamar lord Valentine o exigir que los ciudadanos en general le rindieran homenaje.

—Mientras no cuente con el apoyo del Pontífice —dijo Valentine a Asenhart, en tono severo—, actuaré en silencio y tomaré fuerzas sin atraer la atención. No habrá festejos en mi honor en Stoien.

De ese modo la Lady Thiin efectuó una recalada relativamente discreta en el gran puerto de la punta suroeste de Alhanroel. Aunque la flota estaba compuesta por siete barcos —y a pesar de que los barcos de la Dama, si bien eran conocidos en el puerto de Stoien, no solían presentarse en tal número—, los navíos atracaron tranquilamente, sin enarbolar llamativas banderas. Las autoridades portuarias formularon pocas preguntas: era evidente que esos barcos cumplían misiones encomendadas por la Dama de la Isla, y los asuntos de ésta no eran incumbencia de los inspectores de aduanas.

Para dar más fuerza a esta impresión, Asenhart envió agentes de compra al barrio marítimo el primer día, para que adquirieran diversas cantidades de goma, lona para velas, especias, herramientas y cosas por el estilo. Mientras tanto, Valentine y sus compañeros se alojaron discretamente en un modesto hotel comercial.

Stoien era una ciudad predominantemente marítima: artículos de exportación e importación, almacenamiento de mercancías, construcción naval, todas las ocupaciones y empresas propias de una importante localidad costera y de un soberbio puerto. La ciudad, catorce millones de almas, se extendía centenares de kilómetros a lo largo del borde del gran promontorio que separaba el Golfo de Stoien de la masa principal del Mar Interior. No era el puerto continental más próximo a la Isla —el más cercano era Alaisor, miles de kilómetros al norte en la costa de Alhanroel— pero dada la estación, con corrientes y vientos predominantes favorables, resultaba más rápido efectuar el largo viaje hasta Stoien que afrontar la travesía más corta pero muy dura para ir a Alaisor.

Después de recalar allí para hacer nuevas provisiones, los barcos navegarían por el plácido Golfo, bordeando en tropical reposo la costa norte de la inmensa Península Stoinzar, pasando por Kircidane y llegando finalmente a Treymone, la ciudad costera más cercana al Laberinto. Desde allí habría un viaje por tierra, relativamente corto, hasta llegar a la morada del Pontífice.

Valentine pensó que Stoien era una ciudad sorprendentemente bella. Toda la península era llana, apenas diez metros sobre el nivel del mar en su punto más elevado, pero los habitantes de Stoien habían ideado una asombrosa disposición de plataformas de ladrillo revestidas con piedra blanca para crear la ilusión de colinas. No había dos plataformas de igual altura, algunas no pasaban de cuatro metros, otras descollaban cientos de metros en el aire. Barrios enteros se alzaban en gigantescos pedestales de varios metros de altura y casi cuatro kilómetros cuadrados de superficie. Ciertos edificios notables poseían plataformas independientes y se elevaban de un modo ampuloso sobre los alrededores. Las alternancias de plataformas elevadas y bajas creaban vistas de sorprendente perfil que obligaban a mover los ojos de un lado a otro.