—¿Qué significa eso, que yo sueñe con miluftas que bajan en picado? —preguntó Shanamir.
—¿No es posible que te acuerdes mal del sueño —dijo Valentine— y que hayas visto otra ave, tal vez una gihorna, un animal de buen agüero?
Pero Shanamir, con su característica sinceridad e inocencia, se limitó a sacudir la cabeza.
—Si no puedo distinguir una gihorna de una milufta, mi señor —dijo—, ni siquiera en sueños, tendré que regresar a Falkynkip para limpiar establos.
Valentine desvió la mirada para ocultar su sonrisa y decidió practicar con más inteligencia su técnica de envío de imágenes.
A Carabella le envió el sueño de que actuaba con copas de cristal llenas de vino dorado, y la joven lo narró con exactitud, incluso se refirió a la forma cónica de las copas. A Sleet le envió un sueño donde se veía el jardín de lord Valentine, un país de las maravillas de relucientes arbustos blancos con plumosas hojas, solemnes y espinosos apéndices esféricos sobre largos tallos, y pequeñas plantas de tres tallos con ojos que hacían juguetones guiños en las puntas; todo ello imaginario y sin que apareciera una sola planta boca. Sleet describió el imaginario jardín con gran deleite, y dijo que si la Corona hacia un jardín igual en el Monte del Castillo, él no tendría inconveniente en pasear por allí.
Los sueños también llegaron a Valentine. Casi todas las noches la Dama, su madre, tocaba su alma desde muy lejos. La serena presencia de la mujer cruzó el dormido espíritu de Valentine igual que un fresco rayo de luz lunar, calmándole y dándole confianza. Soñó así mismo en los viejos tiempos en el Monte del Castillo, recuerdos de los primeros años de su infancia, torneos, carreras y juegos, sus amigos Tunigorn, Elidath y Stasilaine a su lado, su hermano Voriax enseñándole a usar la espada y el arco, lord Malibor viajando de ciudad en ciudad en el Monte como un gran y resplandeciente semidiós, y muchas escenas similares.
No todos los sueños fueron agradables. La noche antes de que la Lady Thiin llegara a tierra firme, Valentine se vio bajando a tierra, desembarcando en una desierta playa barrida por el viento, con bajos y retorcidos matorrales que tenían un aspecto apagado y fatigado con la luz de últimas horas de la tarde. Después caminó tierra adentro, hacia el Monte del Castillo que se alzaba en la lejanía, un ápice irregular de puntiagudo remate. Pero un muro obstruía su camino, un muro más elevado que los albos riscos de la Isla del Sueño. Y ese muro era de hierro, con más metal del que existía en Majipur entero, una terrible faja de hierro que parecía cubrir el mundo de polo a polo, y Valentine estaba a un lado y el Castillo al otro. Al aproximarse, percibió en el muro un zumbido, como si estuviera cargado de electricidad. Lo observó atentamente y vio su reflejo en el reluciente metal, y el rostro que le miraba en la terrorífica banda de hierro era el rostro del hijo del Rey de los Sueños.
3
Treymone era la ciudad de las célebres viviendas arbóreas, famosas en todo Majipur. Durante su segundo día en la costa, Valentine fue a visitarlas, en el barrio costero situado al sur de la desembocadura del río Trey.
Las viviendas arbóreas no existían en otro lugar, sólo en la llanura aluvial del Trey. Poseían troncos cortos y robustos parecidos a los de los duikos, aunque mucho menos gruesos, y su corteza era de un agradable color verde claro, con notable lustre. De estos troncos similares a toneles brotaban lozanas ramas aplanadas que se curvaban hacia arriba y hacia afuera como dedos de dos manos apretadas una contra la otra. Ramitas cubiertas de enredaderas erraban de rama en rama, adheridas en numerosos puntos, creando un abrigado recinto en forma de taza.
La población arbórea de Treymone moldeaba las viviendas a su capricho. Estiraban las flexibles ramas hasta formar habitaciones y pasillos, y las mantenían atadas hasta que la natural adherencia de las cortezas convertía la unión en permanente. Los árboles producían hojas tiernas y dulces para preparar ensaladas, fragantes flores de cremoso color cuyo polen constituía un moderado estimulante, azuladas y acídulas frutas que tenían numerosos usos, y una dulce savia de color claro, fácilmente obtenible, que era un sucedáneo de vino. Los árboles vivían mil años, incluso más, y las familias los mantenían en celosa vigilancia. Diez mil árboles llenaban la llanura, todos ellos maduros y habitados. Valentine distinguió delgados árboles jóvenes al borde del barrio.
—Esos arbolillos —le explicaron— están recién plantados, para reemplazar a los que han muerto en años recientes.
—¿Adónde va una familia cuando su árbol muere?
—A la ciudad —dijo el guía—, a lo que denominamos casas de duelo, hasta que crece el nuevo árbol. Pueden pasar veinte años. Es algo que nos aterroriza, pero sólo sucede una vez cada diez generaciones.
—¿Y no hay forma de plantar árboles en otras partes?
—Ni un centímetro más allá de donde usted los ve. Sólo medran en nuestro clima, y sólo alcanzan la madurez en el terreno que está usted pisando. En cualquier otro lugar vivirían un par de años y serían arbolillos enanos.
—De todas formas —dijo rápidamente Valentine a Carabella—, podemos hacer el experimento. Me pregunto si podrán prescindir de una parte de su preciosa tierra para enviarla al jardín de lord Valentine.
Carabella sonrió.
—Incluso una casita arbórea… un lugar donde podrías refugiarte cuando las preocupaciones del gobierno sean demasiado opresivas. Te ocultarías en las hojas, respirarías el perfume de las flores, cogerías fruta… ¡Oh, si pudiera tener algo así!
—Algún día lo tendré —dijo Valentine—. Y tú te sentarás a mi lado.
Carabella le dirigió una mirada de asombro.
—¿Yo, mi señor?
—¿Quién, si no tú? ¿Dominin Barjazid? —tocó suavemente la mano de Carabella—. ¿Crees que nuestro viaje terminará en cuanto lleguemos al Monte del Castillo?
—No debemos hablar de esas cosas ahora —le dijo severamente Carabella. Elevó la voz para dirigirse al guía—. Y estos árboles jóvenes… ¿Cómo los cuidan? ¿Los riegan a menudo?
De Treymone al Laberinto había varias semanas de viaje en coches flotantes, puesto que el punto de destino se hallaba en el centro de la parte sur de Alhanroel. El paisaje era esencialmente una tierra baja, con rico suelo en el valle del río y un terreno de fina arena grisácea después, y las poblaciones fueron escaseando conforme Valentine y sus acompañantes se adentraban en el territorio. De vez en cuando llovía, pero la lluvia se hundía inmediatamente en el poroso terreno. El tiempo era caluroso y en ocasiones el calor era un peso opresivo. Los días fueron pasando en insípida y monótona sucesión. Valentine pensó que ese tipo de viaje carecía por completo de la magia y el misterio —ahora realzados por la nostalgia— de los meses que había tardado en atravesar Zimroel en el elegante vagón de Zalzan Kavol. Entonces, todos los días eran una aventura en lo desconocido, con nuevos retos en cada recodo, y siempre con la excitación de actuar, de hacer un alto en extrañas ciudades para ofrecer espectáculos. ¿Y ahora? Ayudantes de campo y asistentes lo hacían todo por él. Valentine volvía a ser un príncipe —si bien un príncipe de poderío francamente modesto, con poco más de cien siervos— y no estaba seguro de que le interesara serlo.