Al acabar la segunda semana, el paisaje varió bruscamente, se hizo abrupto e irregular, con negras colinas de cima plana que se erguían sobre una meseta reseca con abundantes rebordes. La única vegetación que crecía en aquel lugar eran débiles y raquíticos arbustos, plantas oscuras y retorcidas provistas de diminutas hojas céreas y, en las laderas más elevadas, espinosos brotes con forma de candelabro, cactos lunares espectralmente pálidos y dos veces más altos que un hombre. Menudos animales patilargos de pelaje rojizo y abultadas colas amarillas se escabullían dando nerviosos saltos y desaparecían en sus madrigueras en cuanto un vehículo flotante se acercaba demasiado.
—Aquí empieza el Desierto del Laberinto —dijo Deliamber—. Pronto veremos las ciudades de piedra de los antiguos.
Valentine había llegado al Laberinto por el otro lado, por el noroeste, cuando estuvo allí en su vida anterior. También allí había desierto y la gran ciudad en ruinas de Velalisier, visitada por los fantasmas. Pero entonces Valentine había descendido el Monte del Castillo en barco fluvial, evitando las infortunadas tierras muertas que rodeaban el Laberinto, y por ello le resultaba nueva la zona desolada y repulsiva en que se hallaba en aquellos momentos. Al principio, en especial durante la puesta del sol, le pareció cautivadoramente extraño que el vasto cielo despejado quedara veteado con grotescas franjas de color violeta y que el reseco suelo adoptara una pavorosa apariencia metálica. Pero al cabo de unos días la aridez y la severidad dejaron de causarle placer, y se convirtieron en rasgos inquietantes, perturbadores, amenazadores. Cierta característica del desierto, tal vez el riguroso ambiente, estaba afectando de un modo desfavorable la sensibilidad de Valentine. Jamás había hecho la experiencia del desierto, porque no había ninguno en Zimroel y ninguno, excepto aquella aislada región de sequedad, en el abundantemente regado Alhanroel. Las condiciones desérticas eran algo que Valentine relacionaba con Suvrael, continente que había visitado muchas veces en sueños, todos fastidiosos. Y le era imposible esquivar la noción, irracional y extravagante, de que estaba acudiendo a una cita con el Rey de los Sueños.
—Ahí están las ruinas —dijo Deliamber al cabo de un rato.
Al principio fue difícil diferenciarlas de las rocas del desierto. Valentine sólo vio derrumbados y oscuros monolitos, diseminados como por obra de la desdeñosa mano de un gigante, en grupitos separados uno o dos kilómetros. Pero poco a poco fue discerniendo la forma: esto era un trozo de muro, eso eran los cimientos de un palacio ciclópeo, aquello podía ser un altar… Todo tenía titánicas proporciones, si bien los grupos individuales de ruinas, semicubiertos por la arena que arrastraba el viento, eran aislados puestos de avanzada que no producían impresión alguna.
Valentine ordenó que la caravana se detuviera ante una zona salpicada de ruinas especialmente extensa y se aproximó al lugar acompañado por un grupo de inspección. Tocó las rocas con recelosos gestos, temeroso de estar cometiendo algún tipo de sacrilegio. La piedra era fría, lisa al tacto, y tenía débiles incrustaciones de correosos brotes de liquen amarillo.
—¿Y esto fue construido por los metamorfos? —preguntó Valentine.
Deliamber hizo un gesto de indiferencia.
—Eso creemos, pero nadie lo sabe.
—He oído decir —observó el almirante Asenhart— que los primeros colonos humanos construyeron estas ciudades poco después del Aterrizaje, y que fueron destruidas en las guerras civiles antes de que el Pontífice Dvorn constituyera gobierno.
—Como es de suponer, sobreviven pocos documentos de aquella época —dijo Deliamber.
Asenhart miró de reojo al vroon.
—¿Debo entender que usted tiene una opinión contraria?
—¿Yo? ¿Yo? No tengo opinión alguna sobre hechos ocurridos hace catorce mil años. No soy tan viejo como sospecha, almirante.
—Me parece improbable que los primeros colonos construyeran algo a tanta distancia del mar —intervino la jerarca Lorivade con voz grave y seca—. O que se tomaran la molestia de arrastrar esos inmensos bloques de piedra.
—¿Entonces cree que estas ciudades eran metamorfas? —dijo Valentine.
—Los metamorfos son salvajes que viven en la jungla y bailan para hacer que llueva —dijo Asenhart.
—Me parece del todo posible —dijo Lorivade con quisquillosa precisión, al parecer fastidiada por la interrupción del almirante. Y dirigiéndose a Asenhart, agregó—: No son salvajes, almirante, sino refugiados. Es lógicamente posible que cayeran de un estado superior.
—Que los empujaran, más bien —dijo Carabella.
—El gobierno debe organizar estudios de estas ruinas, si es que no lo ha hecho ya —dijo Valentine—. Debemos conocer mejor las civilizaciones anteriores a la humana en Majipur. Y si se trata de ruinas metamorfas, consideraremos la posibilidad de conceder a los piurivares una especie de custodia. Tenemos…
—Las ruinas no necesitan más custodios que los que ya tienen —dijo de pronto una nueva voz.
Valentine se volvió, sorprendido. Un extravagante personaje había salido de detrás de un monolito, un hombre enjuto, casi descarnado, de sesenta o setenta años, con unos ojos feroces y llameantes hundidos en huesudas cuencas y una boca fina y amplia, prácticamente sin dientes, que en ese momento se curvaba en una burlona mueca. Iba armado de una larga espada y vestía un extraño atuendo hecho enteramente con la piel rojiza de los animales del desierto. En la cabeza llevaba un gorro, la gruesa cola amarilla de otro animal, que se quitó y agitó en pomposo gesto mientras hacía una profunda reverencia. Cuando se irguió, su mano descansaba en el pomo de la espada.
—¿Y estamos en presencia de uno de esos custodios? —dijo cortésmente Valentine.
—De más de uno —replicó el otro hombre.
Y de las piedras surgieron ocho o diez seres fantásticos similares al primero, igualmente flacos y huesudos, y todos ataviados con zarrapastrosos jubones y polainas y absurdos gorros de piel. Todos llevaba espadas, y todos parecían preparados para usarlas. Un segundo grupo apareció detrás del primero, materializándose como si hubiera salido de la nada, y luego un tercero. Una tropa bastante numerosa, treinta o cuarenta hombres en total.
En el grupo de Valentine había once personas, casi todas desarmadas. Los demás se hallaban en los coches flotantes, a doscientos metros de distancia en la carretera. Mientras Valentine y sus compañeros debatían sutiles cuestiones de historia antigua, habían permitido que los rodearan.
—¿Con qué derecho invaden este territorio? —dijo el líder.
Valentine escuchó el ligero carraspeo surgido de la garganta de Lisamon Hultin. Vio también la repentina rigidez de la postura de Asenhart. Pero les hizo una seña para que mantuvieran la calma.
—¿Puedo saber con quién hablo? —dijo.
—Soy el duque Nascimonte del Desfiladero de Vornek, señor de los Límites Orientales. A mi alrededor puede ver a los principales nobles de mi ducado, que me sirven lealmente en todos los aspectos.
Valentine no recordaba que existiera una provincia denominada Límites Orientales, o un duque con ese nombre. Seguramente había olvidado parte de sus conocimientos geográficos cuando su mente sufrió la intrusión. Pero era imposible, sospechó Valentine, que el olvido llegara a tal punto. Sin embargo prefirió no discutir el tema con el duque Nascimonte.
—No pretendíamos invasión alguna, excelencia —dijo solemnemente Valentine—, al atravesar su territorio. Somos viajeros que nos dirigimos al Laberinto para entrevistarnos con el Pontífice, y nos pareció que ésta era la ruta más directa entre Treymone y nuestro destino.