Ni siquiera una presentación tan extravagante y provocativa produjo demasiada reacción a los enmascarados.
—El Pontífice no admite a nadie en su presencia —se limitó a contestar el gayrog.
—En ese caso pediré audiencia a sus ministros, que podrán transmitir mi mensaje al Pontífice.
—Tampoco ellos le recibirán —replicó un yort.
—En ese caso formularé una solicitud a los ayudantes de los ministros. O a los ayudantes de los ayudantes de los ministros, si es preciso. Lo único que os pido es que concedáis permiso de entrada a mí y a mis compañeros.
Los guardianes conferenciaron solemnemente, en tonos graves y monótonos. Era evidente que se trataba de un rito de carácter meramente mecánico, puesto que ninguno parecía prestar atención a lo que decían los demás. En cuanto cesaron los murmullos, el portavoz gayrog dio media vuelta para encararse con Valentine.
—¿Cuál es su ofrenda? —dijo.
—¿Ofrenda?
—El precio de entrada.
—Estipúlalo y lo pagaré.
Valentine hizo una seña a Shanamir, que llevaba una bolsa con monedas. Pero los guardianes se disgustaron, movieron la cabeza, y varios de ellos se alejaron cuando Shanamir sacó varias piezas de medio real.
—Nada de dinero —dijo desdeñosamente el gayrog—. Una ofrenda.
Valentine estaba desconcertado. Confuso, miró a Deliamber, que movió sus tentáculos, los agitó de arriba abajo en un rítmico gesto de lanzamiento. Valentine frunció el ceño. Por fin lo comprendió. ¡Juegos malabares!
—Sleet… Zalzan Kavol…
Sacaron mazas y pelotas de un coche. Sleet, Carabella y Zalzan Kavol se situaron entre los guardianes y, a una señal del skandar, empezaron a actuar. Inmóviles como estatuas, los siete enmascarados observaron. El trámite era tan ridículo que a Valentine le fue difícil mantener la seriedad de su expresión, y varias veces tuvo que contener la risa. Pero los tres malabaristas realizaron su número de forma austera y con suma dignidad, como si se tratara de un crucial rito religioso. Efectuaron tres tipos de intercambio, se detuvieron de común acuerdo e hicieron una rígida inclinación de cabeza a los guardianes. El gayrog asintió casi imperceptiblemente: el único agradecimiento por la actuación.
—Pueden entrar —dijo.
5
Condujeron los flotadores entre las hojas y entraron en un pequeño vestíbulo, sombrío y con olor a moho, que daba a una ancha calzada descendente. A poca distancia cruzaron un curvado túnel, el primer anillo del Laberinto.
El túnel tenía el techo muy elevado y estaba brillantemente iluminado, y bien podía haber sido una calle comercial de alguna laboriosa ciudad, con puestos, tiendas, peatones y vehículos de todos los tamaños que avanzaban flotando. Pero un instante de atenta inspección aclaraba que no era una arteria de Pidruid, ni de Piliplok, ni de Ni-moya. Las personas que iban por las calles eran espectralmente pálidas, tenían un fantasmal aspecto indicativo de vidas enteras pasadas lejos de los rayos del sol. Las vestimentas eran de un curioso estilo arcaico, y tenían apagados, oscuros colores. Había muchos individuos enmascarados, siervos de la burocracia pontificia, nada extraordinarios en el contexto del Laberinto y que se movían entre la multitud sin atraer la mínima atención por sus máscaras. Y todo el mundo, pensó Valentine, enmascarado o no, tiene una expresión tensa y contraída, una extraña apariencia de obsesión en los ojos y en la boca. Afuera, en el mundo del aire puro, bajo el cálido y alegre sol, la gente de Majipur sonreía libre y naturalmente, no sólo con los labios sino también con los ojos, con las mejillas, con todo su rostro, con toda su alma. Abajo, en la catacumba, las almas eran de un tipo distinto. Valentine se volvió hacia Deliamber.
—¿Sabe orientarse en este lugar?
—Rotundamente no. Pero los guías se acercarán de un modo muy fácil.
—¿Cómo?
—Detenga los coches, salga, mire alrededor, ponga cara de aturdimiento —dijo el vroon—. Tendrá guías en abundancia en cuestión de un minuto.
Costó menos que eso. Valentine, Sleet y Carabella salieron del coche, y en ese mismo momento un muchacho que no tendría más de diez años y que estaba corriendo por la calle en compañía de otros niños de menor edad, se volvió.
—¿Quieren que les enseñe el Laberinto? —dijo—. ¡Una corona, todo el día!
—¿Tienes algún hermano mayor? —preguntó Sleet.
El muchacho le lanzó una furibunda mirada.
—¿Cree que soy demasiado joven? ¡Pues sigan solos! ¡Oriéntense ustedes solos! ¡Se perderán antes de cinco minutos!
Valentine se echó a reír.
—¿Cómo te llamas?
—Hissune.
—¿Cuántos niveles hay que bajar, Hissune, antes de llegar al sector gubernamental?
—¿Quieren ir allí?
—¿Por qué no?
—Allí están todos locos —dijo el muchacho, haciendo una mueca—. Trabajo, trabajo, todo el día revolviendo papeles, refunfuñando y murmurando, trabajo duro y esperar que te asciendan a un nivel todavía más bajo. Les hablas y ni siquiera te contestan. Cabezas aturdidas de tanto trabajar. Está bajo siete niveles. Primero la Mansión de las Columnas, después el Corredor de los Vientos, el Paraje de las Máscaras, la Mansión de las Pirámides, la Mansión de los Globos, la Arena, y por fin se llega a la Casa de los Archivos. Les llevaré allí. Pero no por una corona.
—¿Cuánto?
—Medio real.
Valentine lanzó un silbido.
—¿Qué harías con tanto dinero?
—Compraría un manto para mi madre, y encendería cinco velas a la Dama, y conseguiría la medicina que necesita mi hermano. —El chico hizo un guiño—. Y a lo mejor un par de regalos para mí.
En el transcurso de esta conversación se había congregado una gran multitud, un mínimo de quince o veinte chiquillos que no superaban la edad de Hissune, algunos más jóvenes y varios adultos, todos apiñados en un apretado semicírculo y observando tensamente para comprobar si Hissune obtenía el empleo. Nadie pronunció una palabra, pero Valentine, por el rabillo del ojo, vio que los presentes se esforzaban en atraer su atención, poniéndose de puntillas o tratando de adoptar un aire experto y responsable. Si él rechazaba la oferta del chico, tendría cincuenta más un instante después, un alocado clamor de voces y una selva de manos agitadas. Pero Hissune parecía conocer su oficio, y su forma de ser, contundente y descaradamente cínica, poseía encanto.
—De acuerdo —dijo Valentine—. Condúcenos a la Casa de los Archivos.
—¿Todos estos coches son suyos?
—Ése, ése, aquél… sí, todos.
Hissune dio un silbido.
—¿Es usted importante? ¿De dónde viene?
—Del Monte del Castillo.
—Supongo que usted es importante —admitió el muchacho—. Pero si viene del Monte del Castillo, ¿qué hace en el lado de las Hojas del Laberinto?
El chico era listo.
—Hemos estado de viaje —dijo Valentine—. Acabamos de llegar de la Isla.
—Ah. —Los ojos de Hissune se abrieron más durante un instante, la primera ruptura de sus modales callejeros, de su desenvuelta indiferencia. No había duda de que la Isla era un lugar prácticamente mítico para él, tan remoto como las estrellas más lejanas, y pese a no quererlo reflejaba un reverente temor por encontrarse en presencia de una persona que había estado realmente allí. El muchacho se humedeció los labios—. ¿Y cómo debo llamarle? —preguntó después de unos instantes.
—Valentine.
—Valentine —repitió el chico—. Valentine del Monte del Castillo. Un nombre muy bonito. —Subió al primer coche flotante. Mientras Valentine se acomodaba a su lado, Hissune dijo—: ¿De verdad? ¿Valentine?