—¿Qué hacemos? —preguntó Valentine a Deliamber—. ¿Un número de juegos malabares?
—Intente tener paciencia —murmuró el vroon.
A Valentine le resultó difícil, pero se calló y, al cabo de unos instantes, los funcionarios se acercaron para decir que podía entrar él y cinco de sus acompañantes. Los demás debían buscar alojamiento en un nivel superior. Valentine frunció el entrecejo. Pero era inútil discutir con los enmascarados. Eligió a Deliamber, Carabella, Sleet, Asenhart y Zalzan Kavol para que continuaran a su lado.
—¿Cómo van a encontrar alojamiento los demás? —preguntó.
La yort contestó con indiferencia que el problema no era de su incumbencia.
De entre las sombras, a la izquierda de Valentine, surgió una voz clara y fuerte.
—¿Alguien necesita un guía para ir a los niveles superiores? Valentine contuvo la risa.
—¿Hissune? ¿Aún estás aquí?
—Pensé que podían necesitarme.
—Te necesitamos. Busca un lugar decente para que los míos se alojen, en el anillo exterior, cerca de la Boca de las Aguas, donde puedan esperarme hasta que termine mis asuntos aquí abajo.
Hissune asintió.
—Sólo pido tres coronas.
—¿Qué? ¡Pero si igualmente tienes que subir! Y hace cinco minutos has dicho que la próxima vez que fueras mi guía, no cobrarías nada.
—Eso será la próxima vez —replicó gravemente Hissune—. Ahora sigue siendo la misma vez. ¿Quiere privar de sustento a un pobre niño?
Valentine suspiró.
—Dale tres coronas —dijo a Zalzan Kavol.
El muchacho subió al primer coche. Al poco rato la caravana dio la vuelta y partió. Valentine y sus cinco acompañantes cruzaron la entrada de la Casa de los Archivos.
Los pasillos iban en todas direcciones. En cubículos pobremente iluminados, los oficinistas se inclinaban sobre montones de documentos. El ambiente, aunque olía a moho, era muy seco; la sensación general que producía el lugar era mucho más repelente que en los anteriores niveles. Se trataba, comprendió Valentine, del núcleo administrativo de Majipur, el lugar donde se ejecutaba el trabajo real de gobernar a veinte mil millones de almas. Le sobrecogió el conocimiento de que aquellos escurridizos gnomos, aquellos seres amadrigados en la tierra, detentaban el poder real del mundo.
Valentine había tendido a pensar que era la Corona el auténtico rey, y que el Pontífice era un mero testaferro. La Corona era el personaje al que todos veían dirigir activamente las fuerzas del orden siempre que el caos constituía una amenaza, mientras que el Pontífice permanecía oculto entre paredes y sólo abandonaba el Laberinto por gravísimas razones de estado.
Pero Valentine ya no estaba tan seguro de su idea.
El Pontífice podía ser simplemente un viejo loco, pero sus subordinados, cientos de miles de vulgares burócratas con extrañas máscaras, quizá ejercían en conjunto más autoridad sobre Majipur que la ostentosa Corona y sus principescos ayudantes. Allí abajo se determinaban las nóminas tributarias, se ajustaban las balanzas de comercio entre provincias, se coordinaba el mantenimiento de carreteras, parques, centros educativos y demás funciones bajo control provincial. Valentine no estaba convencido, ni mucho menos, de que fuera posible un verdadero gobierno central en un mundo tan grande como Majipur, pero como mínimo existían las formas básicas de dicho gobierno central, los principios estructurales. Y mientras recorría la maraña interna del Laberinto, Valentine vio que gobernar en Majipur no consistía en hacer grandes procesiones y enviar sueños. La poderosa burocracia que se ocultaba allí efectuaba buena parte de la tarea.
Y él estaba atrapado en las redes de esa burocracia. Varios niveles por debajo de la Casa de los Archivos había alojamiento para delegados provinciales que visitaban el Laberinto por asuntos de gobierno. Allí Valentine recibió una serie de modestas habitaciones, y allí permaneció, sin que nadie le hiciera caso, los días siguientes. No parecía existir medio alguno para pasar de ese punto. Como Corona habría tenido derecho a ver inmediatamente al Pontífice; pero no era la Corona, no en el sentido eficaz, y afirmar que lo era imposibilitaría cualquier avance casi con toda certeza.
Valentine recordó, después de mucho hurgar en su memoria, los nombres de los principales ministros del Pontífice. Si las cosas no habían cambiado en los últimos tiempos, Tyeveras disponía de cinco plenipotenciarios allegados a éclass="underline" Hornkast, primer portavoz; Dilifon, secretario personal; Shinaam, de raza gayrog, ministro de asuntos exteriores; Sepulthrove, ministro de asuntos científicos y médico personal; y Narrameer, la oráculo del Pontífice, de la que se rumoreaba que era la más poderosa de los cinco, la consejera que había elegido a Voriax y luego a Valentine como Coronas.
Pero llegar a cualquiera de los cinco era tan difícil como ver al Pontífice. Igual que Tyeveras, todos estaban enterrados en las profundidades, eran seres remotos e inaccesibles. La habilidad de Valentine con el aro que le entregó su madre no llegaba al punto de establecer contacto con la mente de un desconocido, a desconocida distancia.
No tardó en enterarse de que dos funcionarios menores, pero de cierta importancia pese a todo, eran los guardianes de los niveles centrales del Laberinto. Se trataba de los mayordomos imperiales: Dondak-Sajamir, de raza susúheri, y Gitamorn Suul, de raza humana.
—Pero —dijo Sleet, que había estado hablando con los responsables del hostal— los dos mayordomos se enemistaron hace un año o más. Cooperan entre ellos lo menos posible. Y tú precisas la aprobación de ambos para ver a los ministros principales.
Carabella dio un bufido de indignación.
—¡Vamos a pasar el resto de nuestra vida pudriéndonos bajo tierra! Valentine, ¿qué nos importa el Laberinto? ¿Por qué no nos marchamos de aquí y vamos directamente al Monte del Castillo?
—Lo mismo pienso yo —dijo Sleet. Valentine sacudió la cabeza.
—El apoyo del Pontífice es esencial. Eso me dijo la Dama, y estoy de acuerdo.
—¿Esencial para qué? —inquirió Sleet—. El Pontífice duerme muy bajo tierra. No sabe nada de nada. ¿Acaso tiene un ejército que pueda prestarte? ¿Existe el Pontífice?
—El Pontífice tiene un ejército de insignificantes oficinistas y funcionarios —observó mansamente Deliamber—. Comprobaremos que son extremadamente útiles. Ellos, no los soldados, controlan el equilibrio de poder en nuestro mundo.
Sleet no estaba convencido.
—Yo digo, que icen la bandera del estallido estelar, que suenen las trompetas, que redoblen los tambores, y que recorramos Alhanroel para anunciar a Valentine como la Corona y para que todo el mundo conozca la jugarreta de Dominin Barjazid. En todas las ciudades que visitemos, Valentine se entrevistará con las personalidades clave y obtendrá su apoyo gracias a su cordialidad y sinceridad, y quizá con una ayudita del aro de la Dama. Cuando llegues al Monte del Castillo, diez millones de personas marcharán detrás de ti, ¡y el Barjazid se rendirá sin una sola batalla!
—Bonita visión —dijo Valentine—. Pero sigo opinando que los medios del Pontífice deben actuar en nuestro provecho antes de intentar un reto abierto. Haré visitas a los dos mayordomos.
Por la tarde, Valentine fue conducido a la oficina de Dondak-Sajamir: un despacho sorprendentemente desolado y pequeño, en las profundidades de una maraña de diminutos cubículos para oficinistas. Durante más de una hora Valentine tuvo que esperar en un angosto y desolado vestíbulo, antes de que le admitieran ver al mayordomo.
Valentine no estaba completamente seguro sobre cómo conducirse ante un susúheri. ¿Una cabeza era Dondak y la otra Sajamir? ¿Había que dirigir la palabra a ambas a la vez, o sólo a la cabeza que hablaba contigo? ¿Era correcto desviar la atención de una a otra cabeza mientras se hablaba?