Dondak-Sajamir contempló a Valentine como si estuviera en un lugar muy elevado. Hubo un tenso silencio en el despacho mientras los cuatro ojos, verdes y fríos, del mayordomo inspeccionaban sin pasión alguna al visitante. El susúheri era una criatura cenceña, alargada, calva y lisa de piel, con una forma tubular, carente de hombros, y un cuello que parecía una varilla y se alzaba igual que un pedestal hasta una altura de veinte o veinticinco centímetros y se bifurcaba para servir de apoyo a sus dos cabezas, estrechas y ahuesadas. Dondak-Sajamir lucía tal aire de superioridad que se podía pensar fácilmente que el cargo de mayordomo del Pontífice era mucho más importante que el mismo cargo de Pontífice. Pero parte de esa frígida altanería, Valentine lo sabía, era simplemente una función de la raza del mayordomo: un susúheri tenía esa apariencia, imperiosa y despreciativa por naturaleza.
—¿Para qué ha venido aquí? —dijo finalmente la cabeza izquierda de Dondak-Sajamir.
—Para solicitar audiencia a los principales ministros del Pontífice.
—Eso explica su carta. ¿Pero qué asunto ha de tratar con ellos?
—Un asunto de extremada urgencia, un asunto de estado.
—¿Sí?
—Como es lógico, usted no esperará que yo lo discuta con una persona que no tiene el más alto grado de autoridad.
Dondak-Sajamir consideró interminablemente esa observación. Cuando habló de nuevo, lo hizo con la cabeza de la derecha. La segunda voz era mucho más grave que la primera.
—Si hago perder el tiempo a los ministros principales, lo pasaré mal.
—Si pone obstáculos para que los vea, también lo pasará mal, a la larga.
—¿Una amenaza?
—De ningún modo. Sólo puedo decirle que las consecuencias de que ellos no reciban la información de que soy portador serán muy graves para todos… y es indudable que los ministros se angustiarán al saber que usted evitó que la información llegara a ellos.
—No depende sólo de mí —dijo el susúheri—. Hay un segundo mayordomo, una mujer, y debemos actuar conjuntamente en la aprobación de solicitudes de este tipo. Usted no ha hablado todavía con mi colega.
—No.
—Ella está loca. Desde hace muchos meses se niega a colaborar conmigo, de un modo deliberado y malévolo. —Dondak-Sajamir hablaba ahora con las dos cabezas al mismo tiempo, en tonos que no diferían una octava. El efecto era raramente desconcertante—. Aunque yo diera mi aprobación ella se negaría. Jamás verá a los ministros principales.
—¡Pero esto es imposible! ¿No podemos pasar por encima de ella?
—Sería ilegal.
—Pero si ella bloquea todos los procedimientos legales… El susúheri no se inmutó.
—La responsabilidad es de ella.
—No —dijo Valentine—. ¡Ambos la compartirán! No me diga que no puedo avanzar simplemente porque ella va a negarse a cooperar, ¡cuando la supervivencia del mismo gobierno está en juego!
—¿Opina usted así? —preguntó Dondak-Sajamir.
La pregunta dejó confuso a Valentine. ¿Qué estaba poniendo en tela de juicio el susúheri, la idea de una amenaza al reino, o simplemente la noción de que él compartiera la responsabilidad de haber puesto pegas a Valentine?
—¿Qué me sugiere que haga? —dijo Valentine, al cabo de un instante.
—Regrese a su hogar —dijo el mayordomo—. Lleve una vida provechosa y feliz y deje los problemas de gobierno en manos de las personas cuyo destino es luchar con ellos.
7
Valentine no obtuvo más satisfacción de Gitamorn Suul. El otro mayordomo era menos arrogante que el susúheri, pero apenas más cooperativo.
Era una mujer con diez o doce años más que Valentine, alta y morena de aspecto profesional, competente. No parecía estar loca. En su escritorio, en una oficina notablemente más alegre y atractiva, aunque no de mayores dimensiones que la de Dondak-Sajamir, había una carpeta que contenía la solicitud de Valentine. Gitamorn Suul la tocó varias veces con los dedos.
—No puede verlos, ¿sabe? —dijo.
—¿Puedo saber por qué no?
—Porque nadie los ve.
—¿Nadie?
—Nadie que venga del exterior. Esto ya no se hace.
—¿Debido a las fricciones entre usted y Dondak-Sajamir? Los labios de Gitamorn Suul se torcieron de irritación.
—¡Ese idiota! Pero, no, aunque él cumpliera correctamente sus obligaciones, seguiría siendo imposible que usted hablara con los ministros. No quieren que se les moleste. Tienen graves responsabilidades. El Pontífice está viejo, ya sabe. Dedica poco tiempo a los asuntos de gobierno, y en consecuencia ha aumentado la carga de quienes le rodean. ¿Lo comprende?
—Debo ver a los ministros —dijo Valentine.
—No puedo hacer nada. Ni por la razón más urgente puedo molestarlos.
—Suponga —dijo lentamente Valentine— que la Corona ha sido destronada, y que un falso gobernante detenta el poder en el Castillo.
La mayordomo levantó la máscara y miró a Valentine, asombrada.
—¿Eso es lo que quiere decirles? Muy bien. Solicitud denegada. —Mientras se levantaba, la mujer le hizo vivos gestos para que se fuera—. Ya tenemos bastantes locos en el Laberinto para que vengan otros de…
—Aguarde —dijo Valentine.
Se dejó poseer por el estado de trance, y requirió el poder del aro. Desesperadamente, proyectó su alma hacia la de Gitamorn Suul, la alcanzó, la envolvió. Revelar tantos detalles a funcionarios menores no formaba parte de su plan, pero no había más alternativa que ganar la confianza de aquella mujer. Valentine mantuvo el contacto hasta que notó mareo y debilidad. Luego se separó y se apresuró a volver al estado completamente consciente. Ella estaba mirándole, confusa. Sus mejillas se habían encendido, sus ojos reflejaban frenesí, su respiración era fatigosa a causa de la agitación. Pasaron unos instantes antes de que lograra hablar.
—¿Qué tipo de truco es éste?
—No es un truco. Soy el hijo de la Dama, y ella misma me enseñó el arte de los envíos.
—Lord Valentine es un hombre moreno.
—Así era. Pero dejó de serlo.
—¿Me pide que crea…?
—Por favor —dijo Valentine. Puso en esas palabras toda la fuerza de su espíritu—. Por favor. Créame. Todo depende de que yo explique los hechos al Pontífice.
Pero el recelo de la mujer era profundo. Gitamorn Suul no se arrodilló, no rindió homenaje, no hizo el signo del estallido estelar, sólo reflejaba una repentina confusión, como si estuviera inclinada a creer en la certeza de la grotesca historia pero deseara que Valentine hubiera recurrido a otro funcionario.
—El susúheri vetará cualquier cosa que yo proponga.
—¿Aunque le muestre lo que acabo de mostrarle a usted?
—Su obstinación es legendaria. No aprobaría una recomendación firmada por mí aunque fuera para salvar la vida del Pontífice.
—¡Pero esto es una locura!
—Ciertamente. ¿Ha hablado con él?
—Sí —dijo Valentine—. Se mostró poco amistoso e inflado de orgullo. Pero no loco.
—Trátele un poco más —aconsejó Gitamorn Suul— antes de formarse un juicio definitivo.
—¿Y si falsificáramos su aprobación, de forma que yo pudiera introducirme sin su conocimiento? La mujer se sobresaltó.
—¿Quiere que cometa un delito?
Valentine se esforzó en mantener calmado su ánimo.
—Ya se ha cometido un delito, y no insignificante —dijo en voz grave y firme—. Yo soy la Corona de Majipur, depuesto mediante traición. Su ayuda es vital para mi restauración.¿No anula eso las normas? —Valentine se inclinó hacia la mujer—. El tiempo pasa. El Monte del Castillo aloja a un usurpador. Yo estoy yendo de un lado a otro, entre subordinados del Pontífice, cuando debería estar al mando de un ejército de liberación al otro lado de Alhanroel. Déme su aprobación, déjeme proseguir, y habrá una recompensa para usted cuando todo vuelva a ser como antes en Majipur.