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Punto de control tras punto de control, Valentine fue interrogado por incrédulos funcionarios casi incapaces de captar la noción de que un forastero hubiera recibido audiencia de los ministros del Pontífice. Las embestidas de los guardianes fueron fatigosas pero inútiles. Valentine agitaba el cubo-pase ante ellos como si fuera una varita mágica.

—Mi misión es de máxima urgencia —repetía constantemente—, y sólo hablaré ante los miembros supremos de la corte pontificia.

Armado con toda la dignidad y presencia de que disponía, Valentine dejó de lado las sucesivas objeciones y evasivas.

—No les irán bien las cosas —advirtió— si continúan retrasándome.

Y por fin —le pareció que habían transcurrido cien años desde que el ejercicio de malabarismo le abrió la puerta del Laberinto de la Boca de las Hojas— Valentine se encontró ante Shinaam, Dilifon y Narrameer, tres de los cinco grandes ministros del Pontífice.

Le recibieron en una cámara sombría y húmeda, construida con enormes bloques de piedra negra, con elevado techo y arcos ojivales como adornos. Era un lugar sofocante, opresivo, más apropiado como mazmorra que como sala de reuniones. Al entrar, Valentine notó que el peso total del Laberinto, nivel tras nivel, caía encima de éclass="underline" la Arena, la Casa de los Archivos, la Mansión de los Globos, el Corredor de los Vientos, los oscuros pasillos, los angostos cubículos, la multitud de laboriosos oficinistas… En algún lugar, muy por encima, el sol brillaba, el aire era puro y vigorizador, la brisa soplaba del sur, arrastrando el perfume de los alabandinos, eldirones y tanigales. Y él se hallaba ahí, sujeto por un gigantesco montículo de tierra y kilómetros de tortuosos pasadizos, en un reino de eterna noche. Su viaje descendente hacia las entrañas del Laberinto le había dejado en un estado febril y ojeroso, como si no hubiera dormido desde hacía semanas.

Tocó a Deliamber con la mano y el vroon le transmitió una hormigueante pizca de energía para apuntalar su menguante fuerza. Valentine miró a Carabella, que sonrió y le tiró un beso. Miró a Sleet, que inclinó la cabeza e hizo una mueca. Miró a Zalzan Kavol, y el fiero y parduzco skandar hizo un rápido gesto de malabarismo con sus cuatro manos para animarle. Sus compañeros, sus amigos, sus baluartes durante la prolongada y extraña congoja.

Valentine miró a los ministros.

Sin máscaras, estaba sentados codo a codo en sillones tan majestuosos que podían haber sido tronos. Shinaam se hallaba en el centro, el ministro de asuntos exteriores, de raza gayrog, con apariencia de reptil, frígidos ojos sin párpados, bífida lengua roja que no cesaba de revolotear y un pelo burdo y serpentino que se agitaba con lentos culebreos. A su derecha estaba Dilifon, secretario personal de Tyeveras, una figura frágil y espectral, con el cabello tan canoso como Sleet, piel reseca y arrugada, y ojos que destellaban como chorros de fuego en su rostro de anciano. Y al otro lado del gayrog se encontraba Narrameer, la oráculo imperial, una mujer esbelta y elegante que seguramente debía tener muchos años, porque su relación con Tyeveras se remontaba a la remota época en que éste fue Corona. Sin embargo aparentaba apenas haber llegado a la edad madura. Tenía una piel lisa y sin arrugas y su abundante cabello castaño rojizo brillaba. Sólo la remota y enigmática expresión de sus ojos permitió a Valentine detectar un indicio de la sabiduría, la experiencia, el poder acumulado durante muchas décadas, que poseía la mujer. La magia de alguien en acción, decidió Valentine.

—Hemos leído su petición —dijo Shinaam. Su voz era grave y quebradiza, con un ligerísimo vestigio de silbido—. El relato que presenta fuerza nuestra credulidad.

—¿Han hablado con la Dama mi madre?

—Hemos hablado con la Dama, sí —replicó fríamente el gayrog—. Ella le acepta como su hijo.

—Nos insta a colaborar con usted —dijo Dilifon con voz cascada y chirriante.

—Se nos ha aparecido en envíos —dijo Narrameer, dulce, musicalmente—, y lo ha recomendado. Nos pide que le ofrezcamos tanta ayuda como usted precise.

—¿Y bien? —inquirió Valentine.

—Existe la posibilidad de que la Dama esté siendo engañada —dijo Shinaam.

—¿Creen que soy un impostor?

—Usted nos pide que creamos —dijo el gayrog— que la Corona de Majipur fue sorprendida por el hijo menor del Rey de los Sueños y desalojada de su cuerpo. Que la Corona fue desposeída de su memoria y que el fragmento restante de lord Valentine fue colocado en otro cuerpo completamente distinto que, de un modo conveniente, estaba disponible. Y que el usurpador logró entrar en la vacía cáscara de la Corona e imponer su consciencia. Nos es arduo creer en tales cosas.

—El arte de trasladar el cuerpo de una mente a otra, existe —dijo Valentine—. Hay precedentes.

—No hay ningún precedente —dijo Dilifon— de que se desplace a una Corona de ese modo.

—Sin embargo, ha sucedido —replicó Valentine—. Soy lord Valentine, he recobrado la memoria por gentileza de la Dama, y pido el apoyo del Pontífice para recuperar las responsabilidades que él me encomendó a la muerte de mi hermano.

—Sí —dijo Shinaam—. Si usted es la persona que afirma ser, lo correcto es que vuelva al Monte del Castillo. ¿Pero cómo podemos saberlo? Se trata de un asunto grave. Presagia una guerra civil. ¿Debemos aconsejar al Pontífice que hunda al mundo en la agonía por la simple afirmación de un joven extraño…?

—Ya he convencido a mi madre de mi autenticidad —observó Valentine—. Mi mente se abrió ante la Dama en la Isla, y ella me vio tal como soy. —Tocó el aro de plata que llevaba en la frente—. ¿Cómo creen que obtuve este artilugio? Es un obsequio de la Dama, me lo entregó personalmente cuando ambos estábamos en el Templo Interior.

—Que la Dama le acepta y le apoya es indudable.

—¿Ponen en duda su criterio?

—Necesitamos pruebas más recias de sus afirmaciones —dijo Narrameer.

—En ese caso, permítanme transmitir un envío ahora mismo, para poder convencerles de que digo la verdad.

—Como guste —dijo Dilifon.

Valentine cerró los ojos y se dejó dominar por el estado de trance.

De su interior, con pasión y convicción, brotó el radiante flujo de su ser, que se desbordó igual que cuando Valentine se vio forzado a ganar la confianza de Nascimonte en el desolado desierto salpicado de ruinas, cerca de Treymone, o cuando influyó en las mentes de los tres funcionarios ante la puerta de la Casa de los Archivos, o cuando reveló su identidad a la mayordomo Gitamorn Suul. Con variables grados de éxito, Valentine había logrado lo que deseaba en todos esos casos.

Pero en aquellos momentos se sentía incapaz de superar el impenetrable escepticismo de los ministros del Pontífice.

La mente del gayrog era completamente opaca, un muro tan liso e inaccesible como los imponentes riscos blancos de la Isla del Sueño. Valentine sólo percibió nebulosísimos aleteos de una conciencia detrás del escudo mental de Shinaam, y no pudo introducirse, pese a que derramó contra aquel muro todo lo que estaba a su disposición. La mente del arrugado y anciano Dilifon era algo igualmente remoto, no porque estuviera acorazada sino porque parecía porosa, abierta, un panal que no ofrecía resistencia: Valentine la atravesó, aire atravesando aire, y no encontró nada tangible. Únicamente con la mente de la oráculo Narrameer percibió contacto Valentine, pero también de un modo insatisfactorio. La mujer parecía estar bebiendo en el alma de Valentine, absorbiendo todo lo que éste daba y desaguándolo en una insondable caverna de su ser, de forma que Valentine enviaba, enviaba y enviaba y jamás encontraba el centro del espíritu de Narrameer.