Sin embargo, Valentine se negó a rendirse. Lanzó con furiosa intensidad la totalidad de su alma, afirmó que era lord Valentine del Monte del Castillo e instó a los ministros a demostrar que él era otra persona. Buscó recuerdos en las entrañas de su memoria: su madre, su regio hermano, su educación principesca, su destronamiento en Til-omon, sus viajes a Zimroel, todo lo acontecido al hombre que había batallado para llegar a las profundidades del Laberinto y obtener la ayuda de los ministros. Ofreció su ser total, precipitada, ferozmente, hasta que fue incapaz de transmitir más, hasta que la cabeza le dio vueltas y quedó entorpecido por el agotamiento, colgado entre Sleet y Carabella como una vestidura fláccida e inútil desechada por su poseedor.
Valentine salió del estado de trance con el temor de haber fracasado.
Temblaba y se sentía débil. El sudor bañaba su cuerpo. Su visión era confusa y tenía un salvaje dolor en las sienes.
Pugnó por recobrar las fuerzas, cerró los ojos, se llenó de aire los pulmones. Luego alzó la vista hacia el trío de ministros.
Los tres semblantes estaban acerbos y sombríos. Sus ojos reflejaban frialdad e indiferencia. Sus expresiones eran reservadas, desdeñosas, incluso hostiles. Valentine experimentó un repentino terror. ¿Era posible que los tres ministros estuvieran aliados con el mismo Dominin Barjazid ¿Estaba él implorando ante sus enemigos?
Pero eso era impensable e imposible, un espectro de su agotada mente, se dijo desesperadamente Valentine. No debía creer que el complot contra él había llegado hasta el Laberinto.
—¿Y bien? —dijo con voz ronca y desgarrada—. ¿Qué opinan ahora?
—No he experimentado nada —dijo Shinaam.
—No estoy convencido —dijo Dilifon—. Cualquier mago puede hacer envíos de este tipo. Su sinceridad y su pasión pueden ser falsas.
—Estoy de acuerdo —dijo Narrameer—. En los envíos llegan tanto mentiras como verdades.
—¡No! —gritó Valentine—. Me han tenido completamente expuesto ante ustedes. Es imposible que no hayan visto…
—No tan expuesto —dijo Narrameer.
—¿Qué quiere decir?
—Sométase a una interpretación, conmigo. Aquí, ahora, en esta cámara, ante estas personas. Que nuestras mentes sean una sola. Y después evaluaré la credibilidad de su relato. ¿Acepta? ¿Quiere beber la droga en mi compañía?
Alarmado, Valentine miró a sus compañeros… y vio alarma reflejada en sus caras, en todas menos en la de Deliamber, cuya expresión era tan imperturbable y neutral como si se hallara en otro sitio. ¿Arriesgarse a una interpretación? ¿Se atrevía a hacerlo? La droga lo dejaría en estado inconsciente, sumamente translúcido, enteramente vulnerable. Si los tres ministros estaban aliados con el Barjazid y pretendían dejarle indefenso, no había mejor forma de conseguirlo. Y Valentine no se hallaba ante una ordinaria intérprete de sueños de una población, sino ante la oráculo del Pontífice, una mujer que al menos tenía cien años, taimada y poderosa, con reputación de ser la auténtica dueña del Laberinto, la mujer que dominaba al resto, incluido el mismo Tyeveras. Deliamber, de un modo deliberado, no estaba ofreciéndole pista alguna. La decisión correspondía por completo a Valentine.
—Sí —dijo, con los ojos fijos en los de Narrameer—. Si ninguna otra cosa sirve, me someteré a una interpretación. Aquí. Ahora mismo.
9
Los ministros parecían tener previsto el acto. A una señal suya, varios sirvientes trajeron los accesorios precisos: una gruesa alfombra de ricos y relucientes colores, dorado oscuro con bordes escarlatas y verdes, una vasija de piedra pulida, blanca, alta y estrecha, y dos delicadas tazas de porcelana. Narrameer bajó de su encumbrado sillón y sirvió el vino de los sueños con sus propias manos. Después ofreció a Valentine la primera taza.
Valentine sostuvo la taza un momento sin beber. En Til-omon había bebido el vino que le dio Dominin Barjazid, y todo cambió para él con una simple poción. ¿Iba a beber ahora sin temer las consecuencias? ¿Quién sabía si no le habían preparado un nuevo encantamiento? ¿Dónde despertaría, con qué otro disfraz?
Narrameer le observaba en silencio. Los ojos de la oráculo eran inescrutables, misteriosos, penetrantes. Sonreía, lucía una sonrisa totalmente ambigua, de ánimo o de triunfo sin que Valentine lograra determinarlo. Valentine alzó la taza en un breve saludo y se la llevó a los labios.
El efecto del vino fue instantáneo, insospechadamente potente. Valentine se tambaleó, sintió mareo. Nieblas y telarañas asaltaron su mente. ¿Era un líquido más fuerte que el que le dio Tisana en Falkynkip hacía tanto tiempo, un brebaje diabólico especial de Narrameer? ¿O todo se debía a que él era más susceptible en aquel momento, debilitado y agotado como estaba por el uso del aro? Con unos ojos cada vez más reacios a concentrarse, Valentine vio que Narrameer apuraba su taza, la lanzaba hacia un sirviente y se despojaba rápidamente de su manto. El desnudo cuerpo de la oráculo era flexible, terso, juveniclass="underline" vientre liso, esbeltos muslos, senos erguidos. Un truco mágico, pensó Valentine. Un truco mágico, sí. La piel de Narrameer era una intensa sombra morena.
Él estaba demasiado drogado para desnudarse por sí solo. Manos amigas desabrocharon las hebillas y broches de su vestimenta. Notó aire frío que le rodeaba y supo que estaba desnudo.
Narrameer le hizo una seña para que se tumbara en la alfombra.
Valentine se acercó a ella con temblorosas piernas, y la oráculo le obligó a acostarse. Cerró los ojos, imaginando que estaba con Carabella, pero Narrameer no se parecía en nada a Carabella. Su abrazo era seco, frío, y su carne dura y carente de flexibilidad. No poseía entusiasmo, no vibraba. Su juventud era sólo una ingeniosa proyección. Yacer en sus brazos era igual que yacer en un lecho de piedra fría.
Un exhaustivo estanque de oscuridad se alzó alrededor de Valentine. Era un fluido espeso, cálido y grasiento, que subía sin cesar, y Valentine se deslizó suavemente en ese líquido, notó que se deslizaba de un modo muy agradable hasta cubrir sus piernas, su cintura, su pecho.
Todo era muy similar al momento en que el enorme dragón marino destrozó el barco de Gorzval y Valentine se encontró bajo la succión del remolino. No resistirse era muy fácil, mucho más fácil que luchar. Rendir su voluntad, relajarse, aceptar cualquier cosa que ocurriera, dejarse arrastrar… era tan tentador, tan atrayente… Valentine estaba cansado. Había luchado durante mucho tiempo. Ahora podía descansar y permitir que la marea negra lo cubriera. Que otros lucharan resueltamente por obtener honor, poder y aclamación. Que otros…
No.
Eso era lo que querían ellos: atraparle en su debilidad. Era demasiado confiado, demasiado inocente. Una vez cenó en compañía de un enemigo, sin saberlo, y fue su ruina; volverían a arruinarle si renunciaba al esfuerzo. No era momento para deslizarse en cálidos estanques de negrura.
Empezó a nadar. El avance fue difícil al principio, porque el estanque era hondo, y el negro fluido, viscoso y espeso, tiraba de sus brazos. Pero después de unas cuantas brazadas Valentine descubrió un medio de que su cuerpo fuera más sutil, una cuchilla que producía profundos tajos. Avanzó con más rapidez, brazos y piernas impulsándole con perfecta coordinación. El estanque que antes le tentó con el olvido le ofreció ahora su apoyo. Vigoroso, firme, el líquido le empujó hacia arriba mientras él seguía nadando hacia la distante orilla. El sol, brillante, inmenso, una gran esfera amarilla y púrpura, emitía deslumbrantes rayos, un rastro de fuego sobre el mar.