—Valentine.
La voz era grave, vibrante, un sonido parecido al del trueno. Valentine no la reconoció.
—Valentine, ¿por qué nadas con tanto vigor?
—Para llegar a la orilla.
—¿Pero por qué haces eso?
Valentine respondió con indiferencia y siguió nadando. Vio una isla, una amplia playa blanca, una jungla de árboles altos y delgados que crecían muy juntos, con una maraña de enredaderas que confundían sus copas hasta formar una densa bóveda. Pero a pesar de que nadó, nadó y nadó, Valentine no logró acercarse a la orilla.
—¿Lo ves? —dijo la potente voz—. ¡Es absurdo que te esfuerces!
—¿Quién es usted? —preguntó Valentine.
—Soy lord Spurifon —fue la majestuosa y resonante réplica.
—¿Quién?
—Lord Spurifon, la Corona, sucesor de lord Scaul que ahora es Pontífice. Y te repito que desistas de esta locura ¿Adonde esperas llegar?
—Al Monte del Castillo —respondió Valentine, y nadó con más fuerza.
—¡Pero si yo soy la Corona!
—Nunca… oí… hablar… de usted…
Lord Spurifon prorrumpió en agudos chillidos. La lisa y grasienta superficie del mar se rizó y luego se llenó de pliegues, como si un millón de agujas estuvieran pinchándola desde abajo. Valentine se obligó a continuar. Dejó de esforzarse en ser sutil y pugnó por transformarse en un objeto romo y obstinado, un tronco con piernas que se batía en la turbulencia.
La orilla ya estaba a su alcance. Bajó los pies y notó arena debajo, cálida, serpenteante, movediza arena que se alejaba de él en delgados chorros en cuanto la tocaba. Caminar fue una dura tarea, pero no tan dura como para impedir que Valentine llegara a la playa. Se arrastró en la arena y se arrodilló un momento. Cuando levantó la cabeza, un hombre pálido y delgado, con preocupados ojos azules, estaba examinándole.
—Soy lord Hunzimar —dijo suavemente—. Corona de Coronas, nunca caeré en el olvido. Y éstos son mis inmortales compañeros. —Hizo un gesto, y la playa se llenó de hombres muy parecidos a él, insignificantes, apocados, triviales—. Éste es lord Struin —anunció lord Hunzimar—, y aquí están lord Prankipin, lord Meyk, lord Scaul y lord Spurifon. Coronas de grandeza y poderío. ¡Póstrate ante nosotros!
Valentine se rió.
—¡Todos estáis completamente olvidados!
—¡No! ¡No!
—¡Qué chillidos! —Señaló el último de la fila—. ¡Tú, Spurifon! Nadie te recuerda.
—Lord Spurifon, por favor.
—Y tú, lord Scaul. Tres mil años han evaporado totalmente tu fama.
—En eso te equivocas. Mi nombre está escrito en el registro de los Poderes.
—Es cierto —replicó Valentine, indiferente—. Pero ¿qué importancia tiene ese detalle? Lord Prankipin, lord Meyk, lord Hunzimar, lord Struin… Simples nombres, en la actualidad. Simples nombres.
—Simples nombres —repitieron las apariciones, en voz aguda que era más bien un tenue lamento.
Y empezaron a menguar y encogerse, hasta alcanzar la altura de un drole en la playa, seres menudos y huidizos que echaron a correr lastimosamente mientras pronunciaban sus nombres con estridentes chillidos. Después desaparecieron, y en su lugar quedaron pequeñas esferas blancas, no mayores que bolas de malabarismo, que eran, como vio Valentine cuando se agachó para examinarlas, cráneos. Los cogió, los lanzó despreocupadamente al aire, los recogió en su descenso y volvió a lanzarlos, formando con ellos una reluciente cascada. Las mandíbulas se abrían y cerraban y castañeaban en los ascensos y descensos. Valentine sonrió. ¿Con cuántos cráneos podía hacer malabares al mismo tiempo? Spurifon, Struin, Hunzimar, Meyk, Prankipin, Scaul… Sólo seis. Habían existido centenares de coronas, una cada diez, veinte o treinta años durante los últimos cien siglos. Haría malabares con todos. Cogió otros que surgieron en el aire, cráneos mayores, los de Confalume, Prestimion, Stiamot, Dekkeret, Pinitor, diez, cien… Llenó el aire con ellos, lanzó y recogió, lanzó y recogió. ¡Desde los días de la primera colonia no se había visto tal despliegue de talento malabarista en Majipur! Pero ya no estaba lanzando cráneos, pues éstos se habían convertido en fulgurantes diademas multifacéticas. En realidad eran orbes, mil orbes imperiales que emitían centelleos en todas direcciones. Valentine efectuó una actuación perfecta, conociendo los orbes por el Poder que representaban. Ahora lord Confalume, ahora lord Spurifon, ahora lord Dekkeret, ahora lord Scaul… Los mantuvo todos en lo alto, los extendió en el aire para que formaran una gran pirámide invertida de luz. La totalidad de personajes reales de Majipur danzó ante él y todos ellos convergieron hacia el hombre rubio y sonriente que tenía los pies firmemente apoyados en la cálida arena de la dorada playa. Valentine sostenía a todas las Coronas. La historia del mundo estaba en sus manos, y él la mantenía en vuelo.
Las fulgurantes diademas formaron un gran estallido estelar de refulgencia.
Sin fallar un solo lanzamiento, Valentine empezó a caminar tierra adentro, por las dunas que iban ascendiendo suavemente hacia la densa pared de la jungla. Los árboles se separaron a su paso, se inclinaron a izquierda y derecha para abrirle una senda, un sendero de pavimento color escarlata que conducía al desconocido interior de la isla. Valentine miró al frente y vio colinas ante él, bajas y grisáceas colinas que iban ascendiendo lentamente hasta convertirse en empinados flancos de granito. Más lejos había irregulares picos, una formidable cordillera de puntiagudas cimas que se extendía de un modo interminable hasta el centro de un continente. Y en el pico más alto, en una cumbre tan imponente que el aire que la rodeaba rielaba, emitía un pálido fulgor sólo visible en sueños, se extendían los apuntalados muros del Castillo. Valentine avanzó hacia la fortaleza, sin interrumpir su ejercicio de malabarismo. Varias personas se cruzaron con él en el camino, yendo en dirección opuesta, y agitaron las manos, le sonrieron, le saludaron. Lord Voriax, su madre, la Dama, y la alta y solemne figura del Pontífice Tyeveras. Todos le saludaron cordialmente, y Valentine les correspondió sin dejar caer una sola diadema, sin romper el suave y sereno flujo de su actuación. Ya había llegado a la senda de las estribaciones de la montaña, y ascendió sin esfuerzo. Una multitud se formó a su lado: Carabella y Sleet muy cerca de él, Zalzan Kavol y la compañía de malabaristas skandars, Lisamon Hultin, la giganta, Khun de Kianimot, Shanamir, Vinorkis, Gorzval, Lorivade Asenhart, cientos de personas, yorts, gayrogs, líis y vroones, comerciantes, campesinos, pescadores, acróbatas, músicos, el duque Nascimonte, el cabecilla de bandidos, Tisana, la intérprete de sueños, Gitamorn Suul y Dondak-Sajamir cogidos del brazo, una horda de bailarines metamorfos, una falange de capitanes de dragoneros que blandía alegremente sus arpones, una juguetona y escurridiza tropa de hermanos del bosque que con enorme rapidez saltaban de árbol en árbol a lo largo de la senda. Todos cantaban, reían y hacían cabriolas, todos seguían a Valentine en su marcha hacia el Castillo, el Castillo de lord Malibor, el Castillo de lord Spurifon, el Castillo de lord Confalume, el Castillo de lord Stiamot, el Castillo de lord Valentine… …el Castillo de lord Valentine…
Ya casi había llegado. Aunque la carretera de la montaña subía casi verticalmente, aunque una niebla espesa como lana pendía a baja altura sobre la ruta, Valentine continuó andando, cada vez más deprisa. Dio brincos, corrió, hizo gloriosos malabares con cientos y cientos de brillantes juguetes. A poca distancia había tres grandes pilares de fuego que, cuando Valentine estuvo más cerca, se transformaron en rostros: Shinaam, Dilifon, Narrameer, los tres juntos en el camino de Valentine.
—¿Adónde va? —dijeron los tres con una sola voz.