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Del Pontífice surgió un sonido tembloroso, ininteligible, un plañidero gemido, suave y extraño.

—El Pontífice saluda a su amado hijo lord Valentine la Corona —dijo Hornkast.

Valentine contuvo un estremecimiento.

—Dígale a su majestad… dígale… dígale que su hijo lord Valentine, la Corona, acude a él con amor y respeto, como es su costumbre.

Ésa era la regla convencionaclass="underline" no se hablaba directamente al Pontífice, había que expresarse igual que si el sumo portavoz fuera a repetir las palabras, aunque en realidad no era así.

El Pontífice habló de nuevo, tan confusamente como antes.

—El Pontífice expresa su preocupación por el trastorno que se ha producido en el reino —dijo Hornkast—. Pregunta qué planes tiene lord Valentine, la Corona, para volver al correcto estado de cosas.

—Dígale al Pontífice —dijo Valentine— que planeo marchar hacia el Monte del Castillo. Dirigiré una llamada a todos los ciudadanos de Majipur para que me ofrezcan su fidelidad. Pido de él una declaración que marque a Barjazid como usurpador y denuncie a todos los que le apoyan.

Del Pontífice surgieron sonidos más animados, bruscos y agudos, con extraña, apremiante energía detrás de ellos.

—El Pontífice desea que se le den seguridades de que usted evitará entrar en batalla y destruir vidas, siempre que ello sea posible —dijo Hornkast.

—Dígale que yo preferiría recuperar el Monte del Castillo sin que se perdiera una sola vida en ambos bandos. Pero que no tengo la menor idea sobre si tal cosa será posible.

Raros sonidos de gorgoteo. Hornkast estaba desconcertado. Permaneció con la cabeza erguida, escuchando atentamente.

—¿Qué está diciendo? —musitó Valentine. El sumo portavoz sacudió la cabeza.

—No todo lo que dice su majestad puede interpretarse. A veces se mueve en dominios demasiado remotos para nuestra experiencia.

Valentine asintió. Contempló, con pena e incluso con amor, al grotesco anciano, enjaulado en la esfera que sustentaba su vida, capaz de comunicarse sólo con irreales gemidos. Con más de un siglo de edad, monarca supremo del mundo década tras década, para acabar babeando y barbullando como un niño… Y no obstante, en ese cerebro decadente y reblandecido latía aún la mente del Tyeveras de los buenos tiempos, atrapada en la descomposición de la carne. Contemplarle era comprender la final carencia de significado del poder supremo: una Corona vivía en el mundo de las obligaciones y la responsabilidad moral, sólo para acceder al pontificado y terminar esfumándose en el Laberinto y en una alocada senilidad. Valentine se preguntó con cuánta frecuencia se habría convertido un Pontífice en cautivo de su portavoz, su doctor y su oráculo, hasta llegar un momento en que tuvo que ser desembarazado del mundo para que la gran rotación de Poderes contara con un hombre más vital en el trono. Valentine entendió en ese momento por qué el sistema separaba al hacedor y al gobernante, por qué el Pontífice terminaba ocultándose del mundo en el Laberinto. También a él le llegaría su hora, ahí abajo: pero si el Divino lo consentía, no sería pronto.

—Dígale al Pontífice que lord Valentine, la Corona, el hijo que le adora, hará todo lo posible para reparar la fractura que existe en la estructura de la sociedad. Dígale al Pontífice que lord Valentine cuenta con el apoyo de su majestad, sin el cual no puede haber restauración rápida.

Hubo silencio en el trono, y luego un largo y penoso flujo de incomprensibilidad, una mezcolanza de gorgojeos y sonidos de flauta que erró de un lado a otro de la escala musical como las misteriosas melodías del modo gayrog. Hornkast parecía esforzarse en captar alguna sílaba con sentido. El Pontífice cesó de hablar, y el sumo portavoz, confuso, se pellizcó su papada y se mordió el labio.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Valentine.

—El Pontífice piensa que usted es lord Malibor —dijo Hornkast, en afligido tono—. Le advierte del riesgo de navegar para cazar dragones.

—Prudente consejo —dijo Valentine—. Pero llega tarde.

—Dice que la Corona es demasiado preciosa para poner en juego su vida en tales diversiones.

—Dígale que estoy de acuerdo, que si recupero el Monte del Castillo me mantendré pegado a mis tareas y evitaré tales diversiones.

El médico, Sepulthrove, se adelantó.

—Estamos fatigándole —dijo en voz baja—. Me temo que esta audiencia debe terminar.

—Un momento más —dijo Valentine. Sepulthrove frunció el ceño. Pero Valentine, sonriente, se acercó de nuevo al pie del trono, se arrodilló, y extendió las manos hacia la anciana criatura que ocupaba el interior de la burbuja de cristal. Tras deslizarse en el estado de trance, Valentine proyectó su espíritu hacia Tyeveras, transmitiendo impulsos de reverencia y afecto. ¿Alguien habría mostrado afecto al formidable Tyeveras antes que él? Probablemente no. Pero aquel hombre había sido durante décadas el corazón y el alma de Majipur, y en esos momentos, perdido en un eterno sueño de gobernación, consciente sólo de un modo intermitente de las responsabilidades que en otro tiempo fueron suyas, merecía todo el amor que su hijo adoptivo, y algún día sucesor, pudiera donarle. Valentine transmitió tanto afecto como le permitió la potencia del aro.

Y Tyeveras pareció hacerse más fuerte. Sus ojos se iluminaron, sus mejillas adquirieron un tinte rosado. ¿Había una sonrisa en los resecos labios? ¿Se estaba levantando la mano izquierda del Pontífice, aunque de un modo muy lento, en un gesto de bendición? Sí. Sí. Sí. Era indudable que el Pontífice percibía el flujo de cordialidad que surgía de Valentine, y lo acogía con satisfacción, y estaba respondiendo.

Tyeveras habló unos instantes, y casi con coherencia.

—Dice que le concede pleno apoyo, lord Valentine —dijo Hornkast.

Vive mucho tiempo, anciano, pensó Valentine, y se levantó e hizo una reverencia. Seguramente preferirías dormir para siempre, pero yo debo desearte una vida más larga que la que ya has disfrutado, porque tengo cosas que hacer en el Monte del Castillo.

Se volvió.

—Podemos irnos —dijo a los cinco ministros—. Tengo lo que necesitaba.

Salieron solemnemente del salón del trono. Tras cerrarse la puerta, Valentine miró a Sepulthrove.

—¿Cuánto tiempo puede sobrevivir estando así? —le preguntó.

—Casi indefinidamente. El dispositivo sustenta su vida perfectamente. Podríamos mantenerle así, con algunos arreglos ocasionales, durante otros cien años.

—No será preciso. Pero es posible que deba estar con nosotros otros quince o veinte años. ¿Podrá conseguirlo?

—Cuente con ello —dijo Sepulthrove.

—Excelente. Excelente.

Valentine contempló el reluciente y tortuoso pasadizo que ascendía ante él. Ya había estado mucho tiempo en el Laberinto. Había llegado el momento de volver al mundo del sol, el viento y los seres vivos, y ajustar las cuentas a Dominin Barjazid.

—Quiero regresar con los míos —dijo a Hornkast—. Prepárenos transporte para salir al mundo externo. Y antes de mi marcha quiero un estudio detallado sobre las fuerzas militares y personal auxiliar que podrán poner a mi disposición.

—Desde luego, mi señor —dijo el sumo portavoz.

Mi señor. Era la primera indicación de acatamiento que había recibido de los ministros del Pontífice. La batalla principal aún debía producirse, pero Valentine, al oír esas simples palabras, se sintió como si ya hubiera recuperado el Monte del Castillo.

V

EL LIBRO DEL CASTILLO

1

El ascenso desde las profundidades del Laberinto se efectuó con más rapidez que el descenso, porque en la bajada de la interminable espiral Valentine había sido un desconocido aventurero obligado a usar sus garras para superar a una burocracia impasiblemente indiferente, mientras que en la subida era un Poder del reino.