—Podríamos sorprenderlos —dijo Sleet—. Mandamos un pelotón para que cree confusión entre los mollitores, y saltamos sobre ellos desde el otro lado cuando…
—No —dijo Valentine—. Luchar sería un error.
—Si piensas —insistió Sleet— que vas a recuperar el Monte del Castillo sin que nadie sufra ni siquiera un rasguño en un dedo, mi señor, entonces…
—Espero que haya derramamiento de sangre —dijo firmemente Valentine—. Pero pretendo reducirlo al mínimo. Esas tropas son las tropas de la Corona genuina. No son el enemigo. Dominin Barjazid es el único enemigo. Sólo lucharemos cuando haya que hacerlo, Sleet.
—Entonces, ¿cambiamos la ruta tal como se ha planeado? —preguntó displicentemente Ermanar.
—Sí. Hacia el noroeste, hacia Velalisier. Después torceremos hacia el lado opuesto del lago y continuaremos por el valle en dirección a Pendiwane, suponiendo que no haya más ejércitos aguardándonos en el camino. ¿Tiene algún mapa?
—Sólo del valle y de la carretera de Velalisier, quizá la mitad del recorrido. El resto es tierra eriaza, mi señor, y los mapas indican pocos detalles.
—Entonces nos arreglaremos sin mapas —dijo Valentine.
Mientras la caravana descendía el cerro de Lumanzar en dirección a la encrucijada que le permitiría alejarse del lago, Valentine llamó a su coche al duque bandolero.
—Nos dirigimos a Velalisier —le dijo—, y es posible que tengamos que atravesar las ruinas. ¿Conoce esa zona?
—Estuve allí una vez, mi señor, cuando era mucho más joven.
—¿Buscando fantasmas?
—Buscando tesoros de los antiguos, para decorar mi mansión. Encontré poca cosa. El lugar debió ser saqueado cuando se derrumbó.
—¿No tuvo miedo de saquear una ciudad visitada por espectros?
Nascimonte se encogió de hombros.
—Conocía las leyendas. Yo era más joven, y no muy tímido.
—Hable con Ermanar —dijo Valentine —y preséntese como una persona que estuvo en Velalisier y vivió para contarlo. ¿Podrá guiarnos en las ruinas?
—Mis recuerdos del lugar tienen cuarenta años de antigüedad, mi señor. Pero haré lo que pueda.
Tras estudiar los remendados e incompletos mapas proporcionados por Ermanar, Valentine llegó a la conclusión de que la única ruta que no les pondría peligrosamente cerca del ejército que aguardaba en el lago era llegar casi a las afueras de la ciudad en ruinas, o a las mismas ruinas. Él no iba a arrepentirse. Las ruinas de Velalisier, por mucho que aterrorizaran a los crédulos, constituían un noble espectáculo según todos los informes. Y además, era improbable que Dominin Barjazid hubiera estacionado tropas allí para aguardarle. El desvío podía ser una ventaja si la falsa Corona esperaba que tomara la ruta previsible, Glayge arriba. Si el viaje por el desierto no era demasiado gravoso, tal vez pudieran mantenerse alejados del río hasta una zona muy al norte, y contar con la ventaja de la sorpresa cuando viraran finalmente hacia el Monte del Castillo. Que Velalisier exhiba tantos fantasmas como quiera, pensó Valentine. Era mejor cenar en compañía de fantasmas que bajar el cerro de Lumanzar para ir derechos a las fauces de los mollitores de Barjazid.
3
La carretera que se alejaba del lago les condujo por un terreno cada vez más árido. El denso suelo aluvial de tonos oscuros de la zona ribereña fue sustituido por una tierra suelta, arenosa, de color rojo ladrillo que servía de base una escasa población de plantas retorcidas y espinosas. La carretera se hizo más rugosa, dejó de estar pavimentada; era una irregular senda salpicada de grava que con tortuoso curso ascendía poco a poco las colinas que separaban la región del Roghoiz del desierto de la planicie de Velalisier.
Ermanar mandó exploradores con la esperanza de encontrar una senda transitable en el lado de las colinas que miraba al lago y evitar de este modo el acercamiento a la ciudad en ruinas. No había ningún paso, ninguno aparte de los senderos de cazadores que cruzaban un terreno demasiado abrupto para los vehículos. Había que ascender las colinas y descender hacia las fantasmagóricas regiones situadas al otro lado.
A últimas horas de la tarde iniciaron el descenso. Gruesas nubes iban ocupando el cielo —tal vez el frente de ataque de una tormenta que en esos momentos abofeteaba el valle del Glayge— y el ocaso, cuando se produjo, se extendió por el horizonte occidental igual que una gran mancha de sangre. Poco antes de la noche apareció una grieta en la cubierta de nubes y un triple rayo de luz de color rojo oscuro irrumpió por la brecha, iluminando la planicie y bañando la irregular inmensidad de las ruinas de Velalisier con un fulgor extraño y sobrenatural.
Grandes bloques de piedra azulada formaban un desordenado paisaje. Un recio muro de moldeados monolitos, de dos y en algunos puntos tres hiladas de altura, se extendía más de un kilómetro en el límite occidental de la ciudad, terminando bruscamente en un montón de caídos cubos de piedra. Más cerca, aún eran visibles los contornos de vastos edificios destrozados, todo un foro de palacios, atrios, basílicas y templos medio enterrados en la movediza arena de la planicie. Hacia el este se alzaba una hilera de seis colosales pirámides, puntiagudas y con estrechas bases, dispuestas muy juntas en línea recta, y también se veía un fragmento de una séptima pirámide, al parecer desmantelada con furiosa energía, porque los restos yacían esparcidos formando un amplio arco alrededor. Delante mismo, donde la carretera de montaña hacía su entrada en la ciudad, había dos espaciosas plataformas de piedra, dos o tres metros por encima de la superficie de la planicie y con tamaño suficiente para las maniobras de un importante ejército. Valentine vio a lo lejos la inmensa forma ovalada de lo que pudo haber sido un estadio, con altos muros y numerosas ventanas, con una brecha tosca e irregular en un extremo. Las dimensiones de todas las ruinas eran asombrosas, igual que su enorme superficie. Velalisier conseguía que las anónimas ruinas del otro lado del Laberinto, donde el duque Nascimonte sorprendió a Valentine, parecieran francamente triviales.
La grieta de las nubes se cerró de súbito. Los restos de luz diurna desaparecieron y la destruida ciudad se transformó en un lugar de mera e informe confusión, caóticas corcovas perfiladas sobre el horizonte del desierto mientras caía la noche.
—La carretera, mi señor —dijo Nascimonte—, pasa entre esas plataformas, cruza el grupo de construcciones que hay después, bordea las seis pirámides y sale por el lado noroeste. Será difícil verla en la oscuridad, aunque haya luna.
—No la seguiremos en la oscuridad. Acamparemos aquí y continuaremos por la mañana. Pretendo explorar las ruinas esta noche, aprovechando que estamos aquí. —El anuncio provocó un gruñido y una sorda tos a Ermanar. Valentine miró al menudo oficial, cuyo rostro estaba contraído y reflejaba desolación—. Valor —murmuró—. Creo que los fantasmas nos dejarán en paz esta noche.