Con grandes precauciones, Valentine avanzó lentamente. Había demasiada oscuridad, demasiadas avenidas de estructuras derribadas que partían en todas direcciones. Él se había reído de Ermanar, pero los temores de aquel hombre habían penetrado de algún modo en su imaginación. Valentine tuvo fantasías de austeros y misteriosos metamorfos que se movían furtivamente entre los caídos edificios, justo fuera del alcance de su visión… fantasmas casi tan viejos como el tiempo… formas sin cuerpo, figuras sin sustancia…
Y luego escuchó pasos, inconfundibles pasos, detrás de él…
Valentine dio media vuelta. Ermanar iba hacia él, eso era todo.
—¡Espere, mi señor!
Valentine dejó que el otro hombre le alcanzara. Se esforzó en calmarse, pero sus dedos, curiosamente, estaban temblando. Se puso las manos a la espalda.
—No debería alejarse solo —dijo Ermanar—. Sé que toma a la ligera los peligros que yo imagino, pero esos peligros pueden existir. Está obligado ante todos nosotros a cuidar más de su seguridad, mi señor.
Los demás llegaron también, y todos siguieron caminando, lentamente y en silencio, por las ruinas iluminadas por la luna. Valentine no mencionó lo que había creído ver y oír. Seguramente había sido algún animal. Y no tardaron en aparecer diversos animales: una especie de pequeños monos, quizá emparentados con los hermanos del bosque, que se cobijaban en los derruidos edificios y que en varias ocasiones crearon alarma al gatear por las piedras. Y mamíferos nocturnos, de una especie inferior, mitunos o droles, atravesaron rápidamente las sombras. ¿Pero es posible, se preguntó Valentine, que monos y droles produzcan sonidos similares a pisadas?
Durante más de una hora el grupo de ocho se adentró en las ruinas. Valentine contempló recelosamente huecos y cavernas, escrutó los remansos de negrura.
Al pasar entre los restos de una derruida basílica, Sleet, que se había adelantado solo, volvió corriendo con el semblante angustiado.
—He oído algo extraño, allí.
—¿Un espíritu, Sleet?
—Podría serlo, por lo que yo sé. O simplemente un bandido.
—O un mono de las rocas —dijo despreocupadamente Valentine—. Yo he oído todo tipo de ruidos.
—Mi señor…
—¿Te has contagiado del terror de Ermanar?
—Creo que ya hemos paseado bastante, mi señor —dijo Sleet en voz grave, tensa.
Valentine sacudió la cabeza.
—Vigilaremos atentamente los rincones oscuros. Pero todavía hay cosas que ver.
—Me gustaría regresar ahora mismo, mi señor.
—Valor, Sleet.
El malabarista hizo un gesto de resignación y volvió la cabeza. Valentine escrutó la oscuridad. No subestimaba la sensibilidad auditiva de Sleet, un hombre que actuaba con los ojos vendados atento únicamente a los sonidos. Pero huir de aquel lugar de maravillas por culpa de extraños crujidos y pisadas lejanas… No, no tan pronto, no de un modo tan apresurado.
Sin embargo, sin comunicar su intranquilidad a los demás, Valentine avanzó con más desconfianza todavía. Tal vez no existieran los fantasmas de Ermanar, pero era una tontería mostrarse imprudente en la extraña ciudad.
Y mientras exploraba uno de los edificios más ornamentales de la zona central de palacios y templos, Zalzan Kavol que iba en cabeza, se detuvo de repente: un trozo de roca que se había soltado acababa de caer prácticamente a sus pies. El skandar maldijo y gruñó.
—Esos apestosos monos…
—No, no son los monos, me parece —dijo en voz baja Deliamber—. Ahí arriba hay algo de mayor tamaño.
Ermanar dirigió la luz del farol hacia el saliente de una estructura cercana. Durante un instante vieron una silueta que podía pertenecer a un hombre; después se esfumó. Sin dudarlo un momento, Lisamon echó a correr hacia el otro lado del edificio, seguida por Zalzan Kavol, que blandía su pistola de energía. Sleet y Carabella se alejaron en dirección contraria. Valentine se dispuso a acompañarlos, pero Ermanar le cogió por el brazo y le retuvo con asombrosa fuerza.
—No puedo consentir que corra riesgos, mi señor —dijo a modo de excusa—. No tenemos la menor idea de…
—¡Alto! —Era el potente vozarrón de Lisamon Hultin.
Se oyó el ruido de un lejano forcejeo, y de alguien que se arrastraba entre los montones de caídas piedras de un modo muy poco fantasmal. Valentine ansiaba saber qué estaba ocurriendo, pero Ermanar tenía razón: salir corriendo detrás de un desconocido enemigo en la oscuridad de un lugar extraño era un privilegio prohibido para la Corona de Majipur.
Escuchó gruñidos y gritos, un agudo sonido de dolor. Momentos más tarde reapareció Lisamon, arrastrando a un hombre que lucía el emblema del estallido estelar de la Corona en su hombrera. La giganta tenía un brazo alrededor del pecho del desconocido y los pies de éste colgaban a veinte centímetros del suelo.
—Espías —dijo Lisamon—. Estaban escondidos ahí arriba, vigilándonos atentamente. Había dos, creo.
—¿Dónde está el otro? —preguntó Valentine.
—Es posible que se haya escapado —dijo la giganta—. Zalzan Kavol salió detrás de él. —Lisamon dejó caer al prisionero delante de Valentine, y lo mantuvo en el suelo con un pie apretado contra su panza.
—Déjale que se levante —dijo Valentine.
El hombre se puso en pie. Estaba aterrorizado. De repente, Ermanar y Nascimonte le registraron temiendo que llevara armas, y no encontraron ninguna.
—¿Quién eres? —preguntó Valentine—. ¿Qué haces aquí? No hubo réplica.
—Habla. No te haremos ningún daño. Llevas el estallido estelar en un brazo. ¿Formas parte de las fuerzas de la Corona? Una inclinación de cabeza.
—¿Te ordenaron seguirnos? Nueva inclinación de cabeza.
—¿Sabes quién soy?
El hombre miró a Valentine en silencio.
—¿No sabes hablar? —preguntó Valentine—. ¿No tienes voz? Di algo. Cualquier cosa.
—Yo… es que yo…
—Bien. Sabes hablar. Repito: ¿Sabes quién soy?
—Dicen que usted quiere robar el trono de la Corona —replicó el cautivo en un débil susurro.
—No —dijo Valentine—. Tu idea es errónea, amigo. El ladrón es el que actualmente ocupa el Monte del Castillo. Yo soy lord Valentine, y exijo tu fidelidad.
El hombre se quedó asombrado, atónito, desconcertado.
—¿Cuántos estabais ahí arriba? —preguntó Valentine. —Por favor, señor… —¿Cuántos?
Hosco silencio.
—Déjame que le retuerza el brazo un poco —rogó Lisamon.
—Eso no será preciso. —Valentine se acercó al acobardado hombre y le dijo amistosamente—: Tú no entiendes nada, pero todo se aclarará a su debido tiempo. Yo soy la genuina Corona, y puesto que tú juraste servirme, te pido que respondas. ¿Cuántos estabais ahí arriba?
El conflicto se mostraba en la expresión del prisionero.
—Sólo dos, señor —replicó lentamente, con renuencia, aturdido.
—¿Quieres que crea eso?
—¡Por la Dama, señor!
—Dos. Muy bien. ¿Desde cuándo nos estáis siguiendo?
—Desde… desde el cerro de Lumanzar.
—¿Con qué órdenes? Nueva vacilación.
—Observar… observar sus movimientos e informar en el campamento por la mañana. Ermanar torció el gesto.
—Lo que significa que el otro debe estar a medio camino del lago en estos momentos.
—¿Eso cree usted?
Era la bronca, áspera voz de Zalzan Kavol. El skandar avanzó hasta el centro del grupo y dejó caer delante de Valentine, como si fuera un saco de hortalizas, el cadáver de otro hombre que lucía el emblema del estallido estelar. La pistola de energía de Zalzan Kavol había socarrado un boquete entre pecho y espalda.
—Lo cacé a un kilómetro de aquí, mi señor. ¡Era un demonio corriendo! Avanzaba con más facilidad que yo entre los montones de piedras, y empecé a perder terreno. Le ordené que se detuviera, pero él siguió corriendo, y por eso…