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—Enterradle lejos de la senda —dijo lacónicamente Valentine.

—¿Mi señor? ¿He cometido error matándole?

—No tenías opción —dijo Valentine con tono más dulce—. Ojalá hubieras podido atraparle. Pero no podías, no tenías opción. Muy bien, Zalzan Kavol.

Valentine se alejó. Esa muerte le había conmovido, y difícilmente podía fingir que no era así. Aquel hombre había muerto sólo debido a que era leal a la Corona, o a la persona que él creía era la Corona.

La guerra civil ya tenía su primera baja. El derramamiento de sangre se había iniciado, en la ciudad de la muerte.

4

Nadie pensaba ya en proseguir la excursión. Volvieron al Campamento con el prisionero y, por la mañana, Valentine dio la orden de atravesar Velalisier e iniciar el viaje hacia el noroeste.

Vista de día la ciudad en ruinas no parecía tan mágica, aunque no era menos impresionante. Era difícil entender que un pueblo tan frágil y reacio a la mecánica como los metamorfos hubieran trasladado de un lugar a otro los gigantescos bloques de piedra. Pero tal vez no fueron tan reacios a la mecánica hacía veinte mil años. Los cambiaspectos de colérica mirada de los bosques de Piurifayne, ese pueblo de chozas de mimbre y enfangadas calles, eran únicamente el decrépito vestigio de la raza que en otro tiempo dominó Majipur.

Valentine juró que volvería a Velalisier, en cuanto saldara cuentas con Dominin Barjazid, y exploraría en detalle la antigua capital, la limpiaría de maleza, la desenterraría y reconstruiría. Si era posible, pensó Valentine, invitaría a los dirigentes metamorfos a participar en dicha tarea… aunque dudaba de que ellos mostraran interés en colaborar. Hacía falta algo especial para reanudar las comunicaciones entre las dos poblaciones del planeta.

—Si vuelvo a ser Corona —dijo a Carabella mientras la caravana circulaba junto a las pirámides y se dirigía hacia la salida de Velalisier—, tengo la intención de…

—Cuando vuelvas a ser Corona —dijo Carabella. Valentine sonrió.

—Cuando vuelva a ser Corona, sí. Tengo la intención de examinar a fondo el problema metamorfo. Quiero integrarlos en la corriente principal de la vida de Majipur, si ello es posible. Incluso concederles un lugar en el gobierno.

—Suponiendo que quieran.

—Deseo vencer ese enojo tan característico de los metamorfos —dijo Valentine—. Dedicaré a ello mi reinado. Toda nuestra sociedad, nuestro maravilloso, armonioso y benigno reino, se basa en un acto de ratería e injusticia, Carabella, y hemos logrado aprender a pasar por alto ese detalle.

Sleet alzó la vista.

—Los cambiaspectos no hacían pleno uso de este planeta. Ni siquiera eran veinte millones cuando nuestros antepasados llegaron a este enorme mundo.

—¡Pero era de ellos! —gritó Carabella—. ¿Con qué derecho…?

—Calma, calma —intervino Valentine—. Es absurdo pelearse por las acciones de los primeros colonos. Lo hecho, hecho está, y hay que aceptarlo. Pero cambiar el modo de la aceptación está dentro de nuestras posibilidades, y si vuelvo a ser Corona, yo…

—Cuando —dijo Carabella.

—Cuando —repitió Valentine.

Deliamber intervino en ese momento, tranquilamente, con la característica lejanía que atraía inmediata atención de todos los oyentes.

—Es posible que los actuales problemas del reino sean el principio del justo castigo por la represión de los metamorfos. Valentine le miró fijamente.

—¿A qué se refiere?

—Lo único que pretendo decir es que llevamos mucho tiempo, aquí en Majipur, sin pagar en forma alguna el pecado original de los conquistadores. La deuda acumula intereses, lógicamente. Y ahora tenemos esta usurpación, la maldad de la nueva Corona, la perspectiva de guerra, muerte, destrucción y caos… Es posible que el pasado haya empezado por fin a pedirnos cuentas.

—Pero Valentine no tuvo nada que ver con la opresión de los metamorfos —protestó Carabella—. ¿Por qué ha de ser él el que sufra? ¿Por qué le destronaron a él, y no a alguna Corona despótica de hace mucho tiempo?

Deliamber hizo un gesto de indiferencia.

—Esas cosas nunca se distribuyen de un modo justo. ¿Qué te hace pensar que sólo se castiga a los culpables?

—El Divino…

—¿Por qué crees que es obra del Divino? A la larga, todos los errores son corregidos, las cantidades negativas se equilibran con cantidades positivas, se suman las columnas y los totales son correctos. Pero eso es a la larga. Nosotros no vivimos tantos años, y las cosas suelen ser injustas durante nuestra vida. Las fuerzas compensadoras del universo saldan todas las cuentas, pero en el proceso machacan tanto a los buenos como a los malvados.

—Más que eso —dijo de repente Valentine—. Es posible que yo fuera elegido como instrumento de las fuerzas compensadoras de Deliamber, y que fuera preciso que yo sufriera para poder ser eficiente.

—¿Por qué?

—Si nada anormal me hubiera sucedido, yo habría gobernado como todos los que me precedieron en el Monte del Castillo: satisfecho de mí mismo, afable, aceptando las cosas tal como son porque, desde mi puesto, no vería nada incorrecto en ellas. Pero mis aventuras me han permitido tener una visión del mundo que jamás habría tenido de haber permanecido cómodamente en el Castillo. Y tal vez ahora estoy preparado para desempeñar el papel que es preciso representar, mientras que en el caso contrario… —Valentine se interrumpió. Al cabo de unos instantes dijo—: Toda esta charla es mero humo. Lo primero que hay que hacer es recuperar el Castillo. Después discutiremos la naturaleza de las fuerzas compensadoras del universo y las tácticas del Divino.

Valentine volvió la vista a la postrada Velalisier, la ciudad maldita de los antiguos, caótica pero magnífica a pesar de todo, en la desolada planicie del desierto. Después siguió sentado en silencio y contempló el cambiante paisaje que le aguardaba.

La carretera se curvaba bruscamente, hacia el noroeste, ascendía y atravesaba el grupo de colinas que la caravana había cruzado al llegar a la ciudad muerta, y descendía hacia el fértil terreno fluvial del Glayge, pasando cerca del extremo más septentrional del lago Roghoiz. Valentine y su comitiva iban a salir a cientos de kilómetros más al norte de la zona donde había acampado el ejército de la Corona.

Ermanar, preocupado por la presencia de dos espías en Velalisier, destacó exploradores para asegurarse de que el ejército no se había trasladado hacia el norte para salirles al paso. Valentine juzgó que era una medida razonable, pero hizo una exploración por su cuenta, mediante Deliamber.

—Pronuncie un conjuro —ordenó al mago— que me indique dónde me aguardan ejércitos enemigos. ¿Puede hacerlo?

Los grandes ojos del vroon, dorados y relucientes, se agitaron en señal de diversión.

—¿Que si puedo hacerlo? ¿Puede una montura comer hierba? ¿Puede nadar un dragón de mar?

—Entonces, hágalo.

Deliamber se concentró, musitó palabras y agitó los tentáculos, retorciéndolos y entrelazándolos de un modo complejísimo. Valentine sospechaba que buena parte de la magia del vroon se escenificaba en provecho de los espectadores, que los verdaderos trámites no consistían en agitar los tentáculos o murmurar fórmulas sino en proyectar la conciencia, perspicaz y sensible en el caso de Deliamber, para captar las vibraciones de distantes realidades. Pero no había inconveniente. Que el vroon escenificara su espectáculo. Valentine admitía que cierta dosis de teatralidad era lubricante esencial en numerosas actividades civilizadas, no sólo en las de magos y malabaristas, sino también en las de la Corona, el Pontífice, la Dama, el Rey de los Sueños, los intérpretes de sueños, los instructores de sagrados misterios, e incluso quizá los agentes de aduanas de las fronteras provinciales y los vendedores de salchichas de los puestos callejeros. Un individuo que se esmeraba en su oficio no podía mostrarse directo y contundente, debía disimular sus actos en la magia, en el teatro.