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Asombrado, Valentine señaló la sencilla indumentaria con la que había viajado desde la Isla del Sueño, una ceñida túnica blanca y una ligera camisa por encima.

—Bien, pues así mismo, supongo —dijo. El yort sacudió la cabeza.

—Debe vestir galas, y llevar una corona, creo yo. Y lo creo firmemente.

—Mi idea era no parecer demasiado ostentoso. Si la gente ve a un hombre con una corona, con un rostro que no es el de la persona que conocen como lord Valentine, usurpador será el primer pensamiento que se formará en sus mentes, ¿no es cierto?

—Opino lo contrario —replicó Vinorkis—. Usted se dirige a la gente y dice: Yo soy vuestro legítimo rey. Pero su aspecto no es el de un rey. Un atuendo sencillo y maneras naturales le permitirían hacer amigos en reposada conversación pero no cuando hay gran número de personas congregadas. Hará bien si se viste de un modo más importante.

—Yo pretendía confiar en la sencillez y la sinceridad, como he hecho siempre desde mi llegada a Pidruid.

—Sencillez y sinceridad, desde luego —dijo Vinorkis—. Pero también una corona.

—¿Carabella? ¿Deliamber? ¡Necesito un consejo!

—Cierta ostentación quizá no sea nociva —dijo el vroon.

—Y va a ser tu primera aparición en público como pretendiente al Castillo —dijo Carabella—. Cierta apariencia de esplendor real, creo que puede serte útil.

Valentine se echó a reír.

—Me he alejado de esos hábitos después de tantos meses de viaje, me temo. La idea de una corona me parece simplemente cómica en estos momentos. Un objeto de retorcido metal, que sobresale en mi cabeza, una pieza de joyería…

Se interrumpió. Todos estaban mirándole con la boca abierta.

—Una corona —dijo en tono menos despreocupado— sólo es un detalle superficial, una alhaja, un adorno. Es posible que los niños se impresionen con estos juguetes, pero ciudadanos adultos que…

Se interrumpió de nuevo.

—Mi señor —dijo Deliamber—, ¿recuerda sus sensaciones cuando los delegados llegaron al Castillo y le pusieron la corona del estallido estelar?

—Un escalofrío recorrió mi espalda, lo confieso.

—Exacto. Es posible que una corona sea un adorno infantil, una tonta alhaja, cierto. Pero también es un símbolo de poder, que diferencia a la Corona del resto de hombres y transforma el simple Valentine en lord Valentine, el heredero de lord Prestimion, lord Confulame, lord Stiamot y lord Dekkeret. Vivimos de esos símbolos. Mi señor, su madre, la Dama, ha hecho mucho para hacerle volver a la persona que usted fue antes de Til-omon, pero aún hay en usted una buena parte de Valentine el malabarista, incluso ahora. Y ello no es nada malo. Sin embargo, en estos momentos se requiere un aspecto más imponente y menos sencillo, sospecho.

Valentine guardó silencio mientras meditaba en los murmullos y movimientos de tentáculos de Deliamber, y en su comprensión de que a veces había que ceder al gesto teatral para obtener los efectos deseados. Sus amigos tenían razón y él estaba equivocado.

—Perfectamente —dijo—. Llevaré una corona, si es posible hacerla a tiempo.

Un subalterno de Ermanar construyó rápidamente una corona con fragmentos de un averiado motor de vehículo flotante, el único metal disponible. Teniendo en cuenta la naturaleza apresuradamente improvisada del trabajo, era una buena muestra del arte de hacer coronas. Las uniones no eran demasiado toscas, los rayos del estallido estelar aparecían espaciados de un modo razonablemente similar y las órbitas internas de la armadura estaban dobladas de forma uniforme. Naturalmente no podía compararse con la auténtica corona, que tenía incrustaciones y engastes de siete metales preciosos, florones de raras gemas y tres relucientes piedras de diniaba montadas en la parte delantera. Pero esa corona —confeccionada en el gran reinado de lord Confalume, que debió sentir un sano gozo con todos los aderezos de la pompa imperial— se hallaba en otra parte en ese momento, mientras que la improvisada, en cuanto ocupara su lugar en la consagrada cabeza de Valentine, se investiría por arte de magia con el adecuado fausto. Valentine la tuvo en las manos largos instantes. Pese al desprecio que por esos objetos había demostrado el día anterior, sintió cierto temor reverente.

—La milicia de Pendiwane aguarda, mi señor —dijo Deliamber.

Valentine asintió. Iba ataviado con prestadas galas, una casaca verde que pertenecía a un camarada de Ermanar, una capa amarilla cedida por Asenhart, una pesada cadena de oro que pertenecía a la jerarca Lorivade y unas botas altas y lustrosas forradas con blanca piel de estitmoy del norte, colaboración de Nascimonte. Desde el infortunado banquete en Til-omon, cuando él tenía un cuerpo completamente distinto, Valentine no había vestido con tal ostentación. Era extraño sentirse embozado de un modo tan pretencioso. Sólo le faltaba ponerse la corona.

Valentine se dispuso a ponérsela, y de pronto se detuvo, al comprender que era un momento histórico, tanto si le gustaba la idea como si no: era la primera vez que se ponía la corona del estallido estelar en su segunda encarnación. De improviso, el hecho empezaba a parecerse menos a una mascarada que a una coronación. Valentine miró alrededor, intranquilo.

—No debo ser yo mismo el que ponga la corona en mi cabeza —dijo—. Deliamber, usted es mi primer ministro. Usted lo hará.

—Mi señor, mi estatura es insuficiente.

—Me arrodillaré.

—Eso no sería correcto —dijo el vroon, con cierta brusquedad.

Era indudable que Deliamber no deseaba hacerlo. Valentine miró después a Carabella. Pero la joven dio un paso atrás, horrorizada.

—¡Soy plebeya, mi señor! —susurró.

—¿Qué tiene eso que ver con…? —Valentine sacudió la cabeza. El asunto era fastidioso. Sus amigos estaban dando demasiada importancia al acto. Valentine observó a todos y vio a la jerarca Lorivade, la solemne mujer de fría mirada, y le dijo—: Usted es la representante de la Dama, mi madre, en este grupo, y es una mujer distinguida. ¿Puedo pedirle que…?

—La corona, mi señor —dijo gravemente Lorivade—, pasa a la Corona mediante la autoridad del Pontífice. Parece más propio que Ermanar la ponga en su cabeza, ya que es el más ilustre representante del Pontífice que hay ahora entre nosotros.

Valentine suspiró y se volvió hacia Ermanar.

—Creo que eso es cierto. ¿Querrá hacerlo?

—Será un gran honor, mi señor.

Valentine entregó la corona a Ermanar y movió el aro de plata de su madre hasta dejarlo en el punto más bajo posible de su frente. Ermanar, que no era un hombre muy alto, cogió la corona con ambas manos, temblando un poco, y la levantó, estirando al máximo sus brazos. Con gran cuidado, bajó la corona sobre la cabeza de Valentine y la puso en su lugar. La corona quedó perfectamente ajustada.

—Bien —dijo Valentine—. Me alegra que…

—¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Salve, lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!

Sus amigos estaban arrodillados, haciendo el signo del estallido estelar, gritando su nombre. Todos. Sleet, Carabella, Vinorkis, Lorivade, Zalzan Kavol, Shanamir, Nascimonte, Asenhart, Ermanar e incluso, sorprendentemente, Khun, que no era nativo de Majipur sino de Kianimot.

Valentine hizo un gesto de protesta, desconcertado por tanta pompa. Se dispuso a decirles que no se trataba de una auténtica ceremonia, que su única intención era impresionar a los ciudadanos de Pendiwane. Pero las palabras no salieron de su garganta, porque Valentine sabía que eran erróneas, que el improvisado acto era en realidad su segunda coronación. Y sintió el frío que recorría su espina dorsal, el escalofrío de la maravilla.

Permaneció de pie con los brazos extendidos, aceptando el homenaje de los presentes.

—Bien —dijo después—. De pie, todos. Pendiwane nos aguarda.