Выбрать главу

El informe de los exploradores afirmaba que la milicia y las autoridades de la ciudad se hallaban acampados desde hacía varios días junto a la entrada occidental de Pendiwane, a la espera de la llegada de Valentine. Éste se preguntaba cuál sería el estado nervioso de los ciudadanos después de tan larga e incierta vigilia, y qué tipo de recepción pensaban ofrecerle.

Sólo una hora de viaje para llegar a Pendiwane. La caravana avanzó por una región de placenteros bosques que no tardaron en dar paso a armónicos distritos residenciales, pequeñas casas de piedra con techos cónicos de rojas tejas, el predominante estilo arquitectónico. La ciudad era importante, capital de su provincia con una población de doce o trece millones de habitantes. En esencia era un almacén comercial, recordaba Valentine, donde los productos agrícolas del sector inferior del valle del Glayge eran encauzados en su ruta, río arriba en dirección a las Cincuenta Ciudades.

Una milicia civil de al menos diez mil hombres aguardaba en la entrada.

Los milicianos atestaban la carretera y se desparramaban por los callejones del mercado que se cobijaba en el lado extremo del muro de Pendiwane. Algunos, aunque pocos, iban armados con pistolas de energía; los demás con armas menos sofisticadas. Los que ocupaban la vanguardia tenían un porte tenso, rígido, adoptaban tímidas posturas de soldado que seguramente les eran poco familiares. Valentine ordenó que los coches flotantes se detuvieran a varios cientos de metros de los milicianos más próximos, de modo que el tramo intermedio de carretera formara un amplio espacio despejado, una especie de valla entre los rivales.

Valentine salió del vehículo, con una corona, sus galas y su capa. Lorivade se puso a su derecha, ataviada con las brillantes vestiduras propias de la jerarquía de la Dama, y Ermanar a su izquierda, luciendo en el pecho el reluciente emblema del Laberinto pontifical. Detrás de Valentine se situaron Zalzan Kavol y sus formidables hermanos, ceñudos e imponentes, seguidos por Lisamon, con atavío de batalla, y Sleet y Carabella a ambos lados de la giganta. Autifon Deliamber iba en un brazo de Lisamon.

De un modo lento, con naturalidad, con inconfundible majestad, Valentine avanzó hacia el espacio despejado que tenía delante. Vio que los ciudadanos de Pendiwane se agitaban, intercambiaban nerviosas miradas, se humedecían los labios, movían los pies y se frotaban las manos en el pecho o en los brazos. Se había producido un terrible silencio.

Se detuvo a veinte metros de la primera línea.

—Honorables ciudadanos de Pendiwane —dijo Valentine—, soy la legítima Corona de Majipur, y os pido vuestra ayuda para recuperar el trono que me fue concedido por la voluntad del Divino y el decreto del Pontífice Tyeveras.

Miles de alarmados ojos lo contemplaban fija, tensamente. Valentine se sentía totalmente sereno.

—Llamo a mi presencia al duque Holmstorg del Glayge. Llamo a mi presencia a Redvard Haligorn, alcalde de Pendiwane.

Hubo movimientos en la multitud. Luego se adelantó un grupo, y de éste salió un hombre gordinflón vestido con una túnica azul con bordes anaranjados, cuyas carnosas mejillas parecían estar pálidas a causa del miedo o la tensión. La faja negra de la alcaldía cruzaba su ancho pecho. Dio varios pasos hacia Valentine, vaciló e hizo un furioso gesto por detrás de su espalda, pretendiendo que los recién llegados no lo vieran. Y un instante después, cinco o seis funcionarios municipales de inferior categoría, tan avergonzados y mal dispuestos como niños elegidos para cantar en un acto escolar, se situaron recelosamente detrás del alcalde.

—Soy Redvard Haligorn —dijo el hombre obeso—. El duque Holmstorg fue llamado al Castillo de lord Valentine.

—Ya nos habíamos visto otra vez, alcalde Haligorn —dijo amistosamente Valentine—. ¿Lo recuerda? Fue hace varios años, cuando mi hermano lord Voriax era Corona y yo viajé al Laberinto como emisario. Hice un alto en Pendiwane, y usted me agasajó con un banquete, en el gran palacio que hay junto al río. ¿Lo recuerda, alcalde Haligorn? Era verano, un año de sequía, y el río estaba bastante mermado, muy al contrario que ahora.

—Es cierto —dijo ásperamente—. El hombre que iba a convertirse en lord Valentine estuvo aquí en un año de sequía. Pero era un hombre moreno, y tenía barba.

—Exacto. Se ha producido una brujería de terrible naturaleza, alcalde Haligorn. En la actualidad un traidor gobierna en el Monte del Castillo y yo he sido transformado y destronado. Pero soy lord Valentine y exijo, en nombre del emblema del estallido estelar que usted lleva en la manga, que me acepte como Corona.

Haligorn se sentía desconcertado. Era evidente que deseaba estar en cualquier otro lugar en aquellos momentos, aunque fuera en los intrincados corredores del Laberinto o el abrasador desierto de Suvrael.

—A mi lado está la jerarca Lorivade de la Isla de los Sueños —siguió hablando Valentine—, la compañera más allegada de mi madre, la Dama. ¿Cree que ella pretende engañarle?

—Este hombre es la legítima Corona —dijo glacialmente la jerarca—, y la Dama retirará su sublime amor de todos aquellos que le hagan frente.

—Y aquí está Ermanar —dijo Valentine—, noble servidor del Pontífice Tyeveras.

—Todos ustedes conocen el decreto del Pontífice —dijo Ermanar con su característica brusquedad y contundencia—. Deben saludar a este hombre rubio como a lord Valentine la Corona. ¿Quién de ustedes pretende oponerse al decreto del Pontífice?

El semblante de Haligorn reflejaba terror. Tener que negociar con el duque Holmstorg hubiera sido más arduo para Valentine, porque se trataba de un hombre de alcurnia y gran altivez, y no habría sido tan fácil que se dejara intimidar por un individuo que se presentaba ante él tocado con una improvisada corona y al frente de una cuadrilla de extraños y diversos simpatizantes. Pero Redvard Haligorn, un mero funcionario electo, que durante muchos años no había intervenido en asuntos más complicados que banquetes oficiales y debates sobre impuestos dedicados al control de las crecidas, estaba fuera de ambiente.

—Del Castillo de lord Valentine llegó la orden de que debíamos detenerle y encarcelarle hasta que fuera juzgado —dijo el alcalde, prácticamente en un murmullo.

—Últimamente han llegado muchas órdenes del Castillo de lord Valentine —contestó Valentine—, y no pocas han sido imprudentes, injustas o intempestivas. ¿No es cierto, alcalde Haligorn? Son órdenes del usurpador y carecen de valor. Ya ha escuchado las voces de la Dama y el Pontífice. Ha recibido envíos instándole a mostrarse fiel a mí.

—Y envíos de otro tipo —dijo débilmente Haligorn.

—¡Del Rey de los Sueños, sí! —Valentine se rió—. ¿Y quién es el usurpador? ¿Quién ha robado el trono de la Corona? ¡Dominin Barjazid! ¡El hijo del Rey de los Sueños! ¿Comprende ahora esos envíos de Suvrael? ¿Comprende ahora el daño que ha sufrido Majipur?

Valentine se dejó dominar por el estado de trance, e inundó al desventurado Redvard Haligorn con toda la fuerza de su alma, con el pleno impacto de un envío de la Corona.

Haligorn se tambaleó. Su rostro enrojeció, se cubrió de manchones. Retrocedió con paso vacilante, se apoyó en sus camaradas, pero éstos también habían recibido la efusión de Valentine y apenas podían sostenerse en pie.

—Denme su apoyo, amigos míos —dijo Valentine—. Abran la ciudad. Desde aquí iniciaré la reconquista del Monte del Castillo. ¡Y grande ha de ser la fama de Pendiwane, la primera ciudad de Majipur que se alzó contra el usurpador!

6

Así cayó Pendiwane, sin ninguna lucha. Redvard Haligorn con la expresión de un hombre que acaba de tragarse una ostra de Stoienzar y nota un retorcimiento en la garganta, se arrodilló e hizo ante Valentine el gesto del estallido estelar. Después dos concejales hicieron lo mismo, y de repente se produjo el contagio: miles de personas rindieron homenaje y empezaron a gritar, primero sin excesiva convicción y luego, cuando decidieron aceptar la idea, con más vigor.