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—Como debe ser —dijo Valentine. Señaló una invisible cumbre situada muy lejos, al norte, que se alzaba hasta el cielo—. Nace en las laderas inferiores del Monte. En pocos miles de kilómetros desciende casi diez, y todo el peso del agua cae hacia nosotros al navegar contracorriente.

El marino yort sonrió.

—Imaginar que hay que hacer frente a esta fuerza hace que la navegación oceánica parezca un juego de niños. Los ríos siempre han sido extraños para mí. Tan estrechos, tan rápidos… A mí que me den el mar, con dragones y demás, y seré feliz.

Pero el Glayge, aunque rápido, era dócil. Hacía mucho tiempo había sido un curso de rápidos y cascadas, feroz y simplemente innavegable en cientos de kilómetros. Catorce mil años de colonización humana en Majipur lo habían transformado por completo. Mediante presas, esclusas, canalizaciones y otros artificios, el Glayge, como el resto de los Seis Ríos que descendían del Monte, había acabado satisfaciendo las necesidades de sus amos en casi todo su curso. Sólo en los tramos inferiores, donde la llanura del valle circundante hacía que el control de las avenidas fuera un progresivo desafío, existían ciertas dificultades, y meramente durante temporadas de abundante lluvia.

Y las provincias del Glayge eran igualmente poco problemáticas: exuberantes y verdes zonas agrícolas interrumpidas por grandes centros urbanos. Valentine miró a lo lejos, entrecerró los ojos para vencer la brillantez de la luz matutina, y buscó la grisácea mole del Monte del Castillo en algún punto del paisaje. Pero a pesar de su inmensidad, ni siquiera el Monte era visible a tres mil kilómetros de distancia.

La primera ciudad importante río arriba era Makroprosopos, famosa por sus tejedores y sus artistas. Mientras el barco se acercaba, Valentine vio que la zona portuaria de Makroprosopos estaba adornada con enormes enseñas de la Corona, probablemente tejidas a toda prisa, y aún estaban colgando más.

—Estoy preguntándome qué significan esas banderas —dijo pensativamente Sleet—. ¿Expresión de lealtad a la falsa Corona, o capitulación ante tu pretensión?

—Seguramente quieren rendirte homenaje, mi señor —dijo Carabella—. Saben que estás avanzando río arriba… y por lo tanto sacan banderas para darte la bienvenida.

Valentine sacudió la cabeza.

—Creo que esta gente se muestra simplemente precavida. Si las cosas me van mal en el Monte del Castillo, siempre podrán afirmar que esas banderas eran símbolos de lealtad a la otra Corona. Y si Dominin Barjazid es el que cae, podrán decir que fueron los segundos después de Pendiwane en reconocerme. Creo que no deberíamos permitir que ejerciten tales ambigüedades. ¿Asenhart?

—¿Mi señor?

—Condúzcanos al puerto de Makroprosopos.

Valentine consideraba que aquello era un acto arriesgado. No había necesidad real de desembarcar allí, y lo último que deseaba era una batalla en una ciudad irrelevante y alejada del Monte. Pero era importante poner a prueba la eficacia de su estrategia.

La prueba quedó superada casi al instante. Valentine escuchó los vítores cuando aún estaban lejos de la orilla:

—¡Viva lord Valentine! ¡Viva la Corona!

El alcalde de Makroprosopos llegó corriendo al muelle para saludar a Valentine y hacerle entrega de presentes, generosos fardos de los mejores tejidos de la ciudad. Se deshizo en reverencias y alabanzas, y dijo que le complacería organizar un reclutamiento de ocho mil ciudadanos para engrosar el ejército de restauración.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó en voz baja Carabella—. ¿Es que van a aceptar como Corona a cualquiera que reclame el trono ruidosamente y exhiba algunas pistolas de energía?

Valentine se encogió de hombros.

—Son gentes pacíficas, que no quieren problemas, amantes de comodidades y lujos. Sólo han conocido prosperidad durante miles de años, y lo único que desean es que las cosas sigan así. La idea de resistencia armada es extraña para ellos, por eso ceden con rapidez en cuanto nos ven llegar.

—Exacto —dijo Sleet—. Y si Barjazid se presenta aquí la semana próxima, se someterán a él de idéntica forma.

—Tal vez. Tal vez. Pero yo voy cobrando impulso. Puesto que estas ciudades se unen a mí, otras más alejadas temerán negarme su fidelidad. Esto podría llegar a ser una estampida, ¿no os parece?

Sleet frunció el entrecejo.

—Es igual, lo que tú haces ahora, otro lo hará en otra ocasión, y no me gusta. ¿Y si dentro de un año aparece un lord Valentine pelirrojo, y dice que él es la legítima Corona? ¿Y si hace acto de presencia un líi e insiste en que todo el mundo debe arrodillarse ante él, que sus rivales son simples hechiceros? Este mundo se disolvería en la locura.

—Sólo hay una Corona ungida —dijo tranquilamente Valentine—, y los habitantes de estas ciudades, sean cual sean sus motivos, se someten simplemente a la voluntad del Divino. En cuanto yo vuelva al Monte del Castillo no habrán más usurpadores ni más pretendientes, ¡te lo prometo!

Pero en su interior Valentine reconocía la sensatez de lo que acababa de decir Sleet. Qué frágil, pensó, es el acuerdo que mantiene unido nuestro gobierno. Sólo la buena voluntad lo sostiene. Dominin Barjazid había demostrado que la traición desvirtuaba la buena voluntad, y Valentine estaba descubriendo, hasta el momento, que la intimidación contrarrestaba la traición. Pero ¿volverá Majipur a ser como era, se preguntó Valentine, cuando el conflicto concluya?

7

Después de Makroprosopos fue Apocrune, y luego Catarata Stangard, Nimivan, Theriz, Gayles del Sur y Mitripond. Todas estas ciudades, cincuenta millones de habitantes en conjunto, no perdieron tiempo para aceptar la soberanía del rubio lord Valentine.

Todo sucedió tal como lord Valentine esperaba. Los moradores del río carecían de afición a la guerra, y ninguna ciudad osó decidirse por la batalla con objeto de determinar qué rival era la legítima Corona. Con Pendiwane y Makroprosopos ya rendidas, las demás poblaciones fueron cayendo una tras otra. Pero se trataba de victorias triviales, y Valentine lo sabía, porque las ciudades ribereñas volverían a variar su fidelidad con idéntica prontitud en cuanto vieran que las mareas de la fortuna oscilaban hacia el señor más moreno. Legitimidad, consagración, la voluntad del Divino… todo ello tenía en el mundo real mucho menos significado del que pudiera creer una persona educada en la corte del Monte del Castillo.

No obstante, era mejor disponer del apoyo nominal de las ciudades ribereñas que verlas mofándose de la pretensión de Valentine. En todas las poblaciones, Valentine decretó un reclutamiento, aunque poco importante, sólo mil hombres por ciudad, ya que su ejército estaba creciendo demasiado en poco tiempo, y él temía que fuera excesivamente difícil de manejar. Valentine ansiaba conocer la opinión de Dominin Barjazid sobre los acontecimientos del Glayge. ¿Estaría agazapado en el Castillo, temiendo que los miles de millones de habitantes de Majipur marcharan coléricamente hacia él? ¿O sólo estaba esperando su oportunidad, preparando la línea interna de defensa, dispuesto a sumir en el caos al reino entero antes de renunciar a la posesión del Monte?

El viaje por el río continuó.

El terreno ascendía notablemente. Se hallaban en los bordes de la gran meseta, el lugar donde el planeta se hinchaba y arrugaba para proyectar su potente extremidad, y hubo días en que el Glayge parecía alzarse ante los barcos como un vertical muro de agua.

El territorio ya era familiar para Valentine, porque durante su juventud en el Monte hacía frecuentes visitas a los nacientes de los Seis Ríos, para cazar y pescar en compañía de Voriax o Elidath, o simplemente para huir una temporada de las complejidades de su educación. Casi había recuperado por completo la memoria, ya que el proceso de curación había proseguido sin interrupción desde la estancia en la Isla. Y la visión de aquellos lugares bien conocidos intensificó e iluminó las imágenes del pasado que Dominin Barjazid había tratado de arrebatarle. En la ciudad de Jerrik, en los sectores más estrechos del curso alto del Glayge, Valentine había jugado toda la noche con un viejo vroon no muy distinto a Autifon Deliamber, aunque él le recordaba como un ser menos enano. En el interminable rodar de los dados perdió la bolsa, la espada, la montura, el título nobiliario y todas sus tierras excepto una pequeña zona pantanosa, y luego lo recuperó todo antes del alba, aunque Valentine sospechaba que su compañero, con suma prudencia, había preferido invertir su racha de suerte en vez de intentar asegurarse sus ganancias. Fue una lección provechosa en cualquier caso. Y en Ghiseldorn, donde los habitantes moraban en tiendas de campaña de fieltro negro, él y Voriax habían disfrutado de una noche de placer en compañía de una bruja morena que por lo menos tenía treinta años; por la mañana, la mujer asustó a los hermanos pronosticando su futuro con semillas de pingla y afirmando que ambos estaban destinados a ser reyes. Voriax sintió una gran preocupación por esa profecía, recordaba Valentine, por cuanto parecía indicar que los dos gobernarían conjuntamente como Corona, del mismo modo que ambos habían abrazado conjuntamente a la bruja, y ello no tenía precedentes en la historia de Majipur. A ninguno se les ocurrió pensar que la hechicera se refería a que Valentine sería el sucesor de Voriax. Y en Amblemorn, la población más al suroeste de entre todas las Cincuenta Ciudades, un Valentine todavía más joven había sufrido una pesada caída mientras cabalgaba por el bosque de árboles pigmeos en compañía de Elidath de Morvole. Se rompió el fémur de la pierna izquierda, lo que le causó un espantoso dolor, y el extremo roto perforó la piel, de modo que Elidath, a pesar de estar medio mareado a causa del susto, tuvo que ajustar la fractura antes de poder ir en busca de ayuda. Desde entonces había tenido una ligera cojera en esa pierna… pero tanto la pierna como la cojera, pensó Valentine con extraño deleite, pertenecían ahora a Dominin Barjazid, y el cuerpo que le habían dado estaba intacto y carecía de defectos.