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A quince mil metros de altitud se hallaba el anillo de las nueve Ciudades Libres: Sikkal, Huyn, Bibiroon, Stee, Amanecer Alto, Amanecer Bajo, Púa del Castillo, Gimkandale y Vugel. Había polémica entre los eruditos respecto al origen del término Ciudades Libres, porque ninguna ciudad de Majipur era más libre, o menos libre, que cualquier otra. Pero la hipótesis generalmente más aceptada era que durante el reinado de lord Stiamot esas nueve poblaciones quedaron exentas de un impuesto que se recaudaba en las demás, en recompensa por favores especiales prestados a la Corona. Desde entonces las Ciudades Libres eran famosas por reclamar siempre tales exenciones, a menudo con éxito. La mayor era Stee, a orillas del río del mismo nombre, con treinta millones de habitantes, es decir, una ciudad como Ni-moya y, según los rumores, incluso mayor. A Valentine le resultaba difícil concebir un lugar que igualara en esplendor a Ni-moya, pero nunca había podido visitar Stee pese a todos los años que había vivido en el Monte del Castillo, y ahora tampoco iba a pasar cerca de la población, ya que estaba situada al otro lado del Monte.

Aún a más altura se encontraban las once Ciudades Guardianas: Sterinmor, Kowani, Greel, Minimool, Strave, Hoikmar, Gran Erstud, Rennosk, Fa, Sigla Baja y Sigla Alta. Todas eran importantes, tenían entre siete y trece millones de habitantes. Debido a que la circunferencia del Monte no era tan amplia a esa altura, las Ciudades Guardianas estaban mucho más juntas que las inferiores, y parecía que, pasados algunos siglos, iban a formar una franja continua de ocupación urbana rodeando el sector central del Monte.

Más allá de esa franja se encontraban las nueve Ciudades Interiores (Gabell, Chi, Haplior, Khresm, Banglecode, Bombifale, Guand, Peritole y Tentag) y las nueve Ciudades Altas (Muldemar, Huine, Gossif, Tidias, Morpin Baja, Morpin Alta, Sipermit, Frangior y Halanx). Estas últimas eran las metrópolis que más conocía Valentine. Halanx, ciudad de nobles heredades, era su lugar natal; en Sipermit había vivido durante el reinado de Voriax, por cuanto se hallaba cerca del Castillo; y Morpin Alta había sido su lugar de asueto favorito, al que había acudido muchas veces para jugar en los espejados toboganes y pasear en enormes carrozas. ¡Hacía mucho, muchísimo tiempo! Ahora, mientras la fuerza invasora flotaba por las carreteras del Monte, Valentine escrutó la lejanía salpicada de sol, las alturas ocultas entre nubes, esperando tener un vislumbre del elevado territorio, una fugaz visión de Sipermit, de Halanx, de Morpin Alta.

Pero aún era muy pronto para tales esperanzas. La carretera que salía de Amblemorn pasaba entre Bimbak Oriental y Bimbak Occidental, después describía una pronunciada curva para bordear la increíble e irregular pendiente de la creta de Normork antes de llegar a la misma Normork, con el famoso muro de piedra construido a imitación —así afirmaba la leyenda— del gran muro de Velalisier. Bimbak Oriental recibió a Valentine como legítimo monarca y liberador. La recepción en Bimbak Occidental fue indiscutiblemente menos cordial, aunque no hubo conatos de resistencia: era obvio que sus habitantes aún no habían decidido cuál era la posición ventajosa en la extraña contienda que estaba desarrollándose. Y en Normork, la gran Puerta de Dekkeret estaba cerrada y sellada, quizá por primera vez desde su construcción. Fue un gesto hostil, pero Valentine prefirió interpretarlo como declaración de neutralidad, y pasó junto a Normork sin intentar entrar en la ciudad. Lo último que pensaba hacer era gastar energías poniendo cerco a una ciudad impenetrable. Es mucho más fácil, pensó Valentine, no considerar enemiga a la población.

Después de Normork la carretera cruzaba la Barrera de Tolingar, que no era ninguna barrera, sino tan sólo un inmenso parque, sesenta kilómetros de podada elegancia para diversión de los ciudadanos de Kazkas, Stipool y Dundilmir. Parecía que todos los árboles, todos los arbustos, habían sido modelados, afilados y podados hasta lograr que tuvieran la mejor de las formas. No había una sola rama torcida, todas guardaban idéntica proporción. Aunque la totalidad de los habitantes del Monte del Castillo hubieran trabajado como jardineros en la Barrera de Tolingar durante jornadas de veinticuatro horas, jamás habrían logrado tal perfección. Valentine sabía que esa perfección se había obtenido mediante un programa de crecimiento controlado, hacía cuatro mil años o quizá más, que se inició durante el reinado de lord Havilbove y prosiguió durante los reinados de los tres sucesores de éste. Las plantas se moldeaban y podaban ellas mismas, vigilaban eternamente la simetría de su forma. El secreto de esa magia se había perdido.

Y de ese modo el ejército de restauración entró en el nivel de las Ciudades Libres.

Allí, en el llano de Bibiroon que coronaba la Barrera de Tolingar, era posible volver la mirada hacia la ladera y disfrutar de una vista todavía comprensible, aunque ya inimaginablemente extensa. El maravilloso parque de lord Havilbove se retorcía como una lengua de verdor un poco más abajo, curvándose hacia al este, y más allá había meras motas grises, Dundilmir y Stipool, con la ligerísima insinuación de la reservada mole de la amurallada Normork visible a un lado. También se veía el asombroso deslizamiento del terreno en dirección a Amblemorn y las fuentes del Glayge. Y finalmente, impreciso como la niebla de un sueño, el esbozo, seguramente pintado por la imaginación, del río y sus atestadas ciudades, Nimivan, Mitripond, Threiz, Gayles del Sur. De Makroprosopos y Pendiwane no había ni siquiera un indicio, aunque Valentine vio que los nativos de esas ciudades miraban fija e intensamente, y señalaban con vehemencia mientras comentaban entre ellos que ese montecillo o aquella protuberancia eran sus hogares.

—¡Suponía que aquí se vería todo el recorrido desde Pidruid hasta el Monte del Castillo! —dijo Shanamir, que estaba al lado de Valentine—. Pero ni siquiera se ve el Laberinto. ¿Hay otra vista mejor más arriba?

—No —dijo Valentine—. Las nubes ocultan todo lo que hay más allá de las Ciudades Guardianas. A veces, cuando estás ahí arriba, te olvidas de que existe el resto de Majipur.

—¿Hace mucho frío? —preguntó el muchacho.

—¿Frío? No, en absoluto. La temperatura es tan benigna como aquí. Más benigna, incluso. Una perpetua primavera. El aire es templado y apacible, y siempre brotan flores.

—¡Pero si el Monte se estira tanto hacia el cielo! Las montañas de los Límites de Khyntor no son tan altas, ni mucho menos… ni siquiera son un trozo del Monte del Castillo, y me han dicho que la nieve cae en las cumbres y a veces permanece durante todo el verano. En el Castillo todo debería ser negro como la noche, Valentine, y tendría que hacer mucho frío, un frío mortal.

_No —dijo Valentine—. Las máquinas de los antiguos crean una primavera sin fin. Esos aparatos tienen profundas raíces en el Monte, y succionan energía, no tengo la menor idea de cómo, y la transforman en magnífico aire puro, ligero, cálido. He visto las máquinas, en las entrañas del Castillo. Enormes aparatos de metal, metal suficiente para construir una ciudad, gigantescas bombas, inmensas tuberías y conductos de cobre…

—¿Cuándo llegaremos allí, Valentine? ¿Estamos cerca? Valentine sacudió la cabeza.

—Ni siquiera a medio camino.

8

La vía de ascenso más directo en la zona de las Ciudades Libres pasaba entre Bibiroon y Amanecer Alto. Se trataba de un amplio saliente plano del Monte, con una pendiente muy suave que evitaba perder mucho tiempo en subidas en zigzag. Mientras se aproximaban a Bibiroon, Valentine supo por Gorzval, el skandar que desempeñaba el cargo de oficial de intendencia, que el ejército estaba escaso de carne y fruta fresca. Parecía más prudente aprovisionarse en aquel nivel, antes de emprender el ascenso hacia las Ciudades Guardianas.