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Bibiroon era una ciudad de veinte millones de habitantes, situada de forma espectacular a lo largo de un reborde de ciento cincuenta kilómetros, que parecía suspendida sobre la falda del Monte. Sólo había un medio de llegar a la ciudad: por el lado de Amanecer Alto, atravesando una garganta tan abrupta y angosta que cien soldados podían defenderla frente a un millón. Sin que fuera sorpresa alguna para Valentine, el paso estaba ocupado cuando lo alcanzaron, y no precisamente por sólo cien soldados.

Ermanar y Deliamber se adelantaron para parlamentar. Poco después regresaron con la noticia de que Heitluig, duque de Chorg, de cuya provincia era capital Bibiroon, estaba al mando de las tropas que ocupaban la garganta y deseaba hablar con lord Valentine.

—¿Quién es ese Heitluig? —dijo Carabella—. ¿Le conoces? Valentine asintió.

—Vagamente. Pertenece a la familia de Tyeveras. Espero que no sienta animosidad por mí.

—Él podría ganar el favor de Dominin Barjazid —dijo sombríamente Sleet— si te vence en este paso.

—¿Y sufrir por ello todas las horas que duerma? —preguntó Valentine, y se echó a reír—. Puede ser un borrachín, pero no un asesino, Sleet. Es un noble del reino.

—Igual que Dominin Barjazid, mi señor.

—El mismo Barjazid no se atrevió a matarme cuando tuvo la oportunidad. ¿Debo esperar la presencia de asesinos siempre que vaya a parlamentar? Bien, estamos perdiendo el tiempo.

Valentine fue a pie hasta la entrada de la garganta, acompañado por Ermanar, Asenhart y Deliamber. El duque y tres de sus hombres estaban aguardándoles.

Heitluig era un hombre corpulento, de aspecto fuerte, con abundantes canas que formaban bastos rizos y tez encarnada, carnosa. Miró fijamente a Valentine, quizás examinando los rasgos del rubio extraño en busca de una traza de la presencia del alma de la genuina Corona. Valentine le saludó tal como correspondía a una Corona que visita a un duque provinciaclass="underline" mirada imperturbable y la palma de una mano vuelta hacia arriba. E inmediatamente Heitluig se encontró en dificultades, sin duda inseguro de la correcta forma de respuesta.

—Se me ha informado que usted es lord Valentine, transformado por una hechicería. Si ello es cierto, le ofrezco la bienvenida, mi señor.

—Créame, Heitluig, es cierto.

—Ha habido envíos en ese sentido. Y también envíos contrarios.

Valentine sonrió.

—Los envíos de la Dama son los únicos dignos de confianza. Los del Rey son tan fiables como podía esperarse, considerando lo que ha hecho su hijo. ¿Ha recibido instrucciones del Laberinto?

—Diciéndome que debo reconocerle, sí. Pero estamos en tiempos extraños. Si no debo confiar en las órdenes del Castillo, ¿por qué debo dar fe a las órdenes del Laberinto? Podrían ser falsificaciones o engaños.

—Aquí está Ermanar, noble servidor del Pontífice, tío abuelo de usted. Y no es mi prisionero —dijo Valentine—. Él puede mostrarle los sellos pontificios que me otorgan autoridad.

El duque se encogió de hombros. Sus ojos siguieron sondeando los de Valentine.

—Es muy misterioso que una Corona cambie de este modo. Si ello es cierto, cualquier cosa puede ser cierta. ¿Qué desea hacer en Bibiroon, mi señor?

—Necesitamos fruta y comida. Aún debemos recorrer cientos de kilómetros, y un soldado hambriento no es precisamente el mejor tipo de soldado.

Las mejillas del duque se crisparon.

—Usted debe saber que se halla en una Ciudad Libre.

—Lo sé. ¿Pero por qué me lo dice?

—La tradición es antigua, y es posible que otras personas la hayan olvidado. Pero nosotros, los habitantes de las Ciudades Libres, sostenemos que no estamos obligados a facilitar efectos al gobierno aparte de los impuestos legalmente determinados. El coste de las provisiones para un ejército tan numeroso como el suyo…

—…correrán totalmente a cargo del erario imperial —dijo vivamente Valentine—. Lo que pedimos no costará a Bibiroon ni siquiera una simple moneda de cinco pesos.

—¿Y el erario imperial marcha con usted? Valentine permitió que un aleteo de cólera se asomara en su rostro.

—El erario imperial se halla en el Monte del Castillo, donde siempre ha estado desde la época del lord Stiamot, y en cuanto yo ocupe el Castillo y expulse al usurpador, pagaré todo lo que adquiramos aquí. ¿O acaso el crédito de la Corona ya no es aceptable en Bibiroon?

—El crédito de la Corona sigue siendo aceptable, sí —dijo meticulosamente Heitluig. Pero hay ciertas dudas, mi señor. Somos gente ahorrativa, y sería para nosotros una gran vergüenza haber concedido crédito a… una persona que nos hizo falsas declaraciones.

Valentine se esforzó en guardar calma.

—Usted me llama «mi señor», y sin embargo habla de dudas.

—Estoy dudoso, sí. Lo admito.

—Heitluig, acompáñeme para hablar solos un momento.

—¿Eh?

—¡Alejémonos diez pasos! ¿Cree que voy a rebanarle el gaznate en cuanto se aleje de sus guardaespaldas? Debo decirle al oído ciertas cosas que a usted no le gustaría escuchar delante de otras personas.

El duque, confundido y nervioso, asintió de mala gana y se alejó en compañía de Valentine.

—Cuando usted vino al Monte del Castillo para asistir a mi coronación —dijo Valentine en voz baja—, ocupó la mesa de los parientes del Pontífice, y bebió cuatro o cinco botellas de vino de Muldemar, ¿lo recuerda? En cuanto estuvo bastante borracho, se puso en pie para bailar, tropezó con la pierna de su primo Elzandir y cayó de bruces, y se habría peleado con Elzandir en ese mismo momento si yo no llego a rodearle con un brazo para llevarle aparte. ¿Eh? ¿Nada de lo que le digo despierta ecos en su mente? ¿Y dónde he podido saberlo si soy un advenedizo de Zimroel que pretende apoderarse del Castillo de lord Valentine?

Las mejillas de Heitluig eran de color escarlata.

—Mi señor…

—¡Ahora lo dice con cierta convicción! —Valentine agarró al duque por el hombro, cordialmente—. Muy bien, Heitluig. Déme su ayuda, y cuando venga al Castillo para celebrar mi restauración en el trono, tendrá a su disposición otras cinco botellas de excelente Muldemar. Y confío en que se muestre más moderado que la última vez.

—Mi señor, ¿en qué puedo servirle?

—Ya se lo he dicho. Necesitamos carne y fruta fresca, y saldaré la cuenta en cuanto vuelva a ser Corona.

—Así será. Pero ¿volverá a ser Corona?

—¿A qué se refiere?

—El ejército que le aguarda arriba no es insignificante, mi señor. Lord Valentine, es decir, la persona que afirma ser lord Valentine, está convocando a cientos de miles de ciudadanos para defender el Castillo.

Valentine frunció el ceño.

—¿Y dónde está organizándose ese ejército?

—Entre Gran Ertsud y Bombifale. Ese hombre ha recurrido a todas las Ciudades Guardianas y a todas las que hay más arriba. Correrán ríos de sangre por el Monte, mi señor.

Valentine se volvió y cerró los ojos un momento. Dolor y consternación flagelaban su espíritu. Era inevitable, no era sorprendente en absoluto, todo sucedía tal como él había esperado desde el principio. Dominin Barjazid le permitiría marchar libremente por las laderas inferiores, y después organizaría una feroz defensa en las zonas superiores, usando contra él la guardia personal de la Corona, los caballeros de alta alcurnia en cuya compañía había crecido Valentine. En la vanguardia del enemigo estarían Stasilaine, Tunigorn, su primo Mirigant, Elidath, su sobrino Divvis…