Durante unos instantes, la resolución de Valentine vaciló una vez más. ¿Valía la pena provocar el caos, el derramamiento de sangre, la agonía de su pueblo, para convertirse en Corona por segunda vez? Quizás él había sido destronado por voluntad del Divino. Si contrariaba esa voluntad, era posible que sólo provocara un terrible cataclismo en los llanos situados por encima de Gran Ertsud, y que dejara cicatrices en las almas de todos los habitantes, unas cicatrices que llenarían sus noches con lóbregos y acusadores sueños de lacerante culpabilidad y que maldecirían su nombre para siempre.
Podía retroceder en aquel mismo momento, renunciar a cualquier enfrentamiento con las fuerzas del Barjazid, aceptar el veredicto del destino… No.
Esa batalla ya la había disputado y ganado en su interior, y no volvería a disputarla. Una falsa Corona, un malvado mezquino y peligroso, ocupaba el asiento más elevado del mundo, y gobernaba de modo temerario e ilegítimo. No podía permitirse que la situación siguiera igual. Ninguna otra cosa tenía importancia.
—¿Mi señor? —dijo Heitluig.
Valentine se encaró de nuevo con el duque.
—La idea de la guerra me produce dolor, Heitluig.
—Nadie goza con ella, mi señor.
—Sin embargo llega un momento en que la guerra debe producirse, por miedo a que sucedan cosas aún peores. Creo que ahora estamos en ese momento.
—Así lo parece.
—¿Me acepta como Corona, Heitluig?
—Ningún pretendiente estaría al tanto de mi borrachera en la coronación, creo.
—¿Y querrá combatir a mi lado más allá del Gran Ertsud? Heitluig siguió mirándole fijamente.
—Naturalmente, mi señor. ¿Cuántos soldados de Bibiroon necesitará?
—Digamos que cinco mil. No deseo tener un ejército enorme allí arriba… simplemente un ejército leal y bravo.
—Cinco mil guerreros son suyos, mi señor. Y más si lo desea.
—Cinco mil está bien, Heitluig, y le agradezco su fe en mí. ¡Y ahora preocupémonos de la carne y la fruta fresca!
9
La estancia en Bibiroon fue breve, el tiempo suficiente para que Heitluig organizara sus fuerzas y facilitara a Valentine las provisiones precisas. Y después siguieron el ascenso, siempre hacia arriba, hacia arriba. Valentine iba en vanguardia, con sus queridos amigos de Pidruid a su lado. Le deleitaba observar la expresión de susto y asombro que había en los ojos de sus compañeros, ver el rostro de Shanamir iluminado por la excitación, oír el contenido jadeo de éxtasis de Carabella, notar que incluso el rudo Zalzan Kavol murmuraba y gruñía de sorpresa mientras los esplendores del Monte del Castillo se exhibían ante ellos.
Y en cuanto a él… ¡qué radiante se sentía al pensar que volvía al hogar!
Cuanto más subían, más fragante y puro era el aire, porque cada vez estaban más cerca de los enormes motores que mantenían la eterna primavera del Monte. Pronto estuvieron a la vista las zonas externas que pertenecían a las Ciudades Guardianas.
—Qué vista —murmuró Shanamir con enronquecida voz—. Qué vista tan impresionante…
Allí el Monte era un gran escudo de gris granito que se desplegaba hacia el cielo con suave pero inexorable pendiente, desapareciendo en la blanca oleada de nubes que cubría las laderas superiores. El cielo era de un sorprendente color azul eléctrico, tenía un tono más oscuro que en las tierras bajas de Majipur. Valentine recordaba ese cielo, cuánto lo había amado, cuánto había aborrecido tener que bajar al mundo ordinario de colores ordinarios que había más allá del Monte. Su pecho se contrajo al volver a ver ese cielo. Todos los salientes, todos los rebordes, parecían esbozados con un chispeante halo de misteriosa brillantez. El mismo polvo, arrastrado por la brisa a lo largo del borde de la carretera, rutilaba y centelleaba. Ciudades satélites y pueblos moteaban el distante paisaje, titilando como lugares de sobrenatural magia, y muy arriba empezaban a verse los principales centros urbanos. Gran Ertsud se hallaba enfrente, con sus enormes torres negras apenas visibles en el horizonte, y al este había una oscuridad que probablemente era la ciudad de Minimool. Hoikmar, famosa por sus sosegados canales y desvíos, se percibía con dificultad en el borde más occidental del paisaje.
Valentine pestañeó para deshacerse de la inesperada y fastidiosa humedad que de repente inundaba sus ojos. Dio un golpecito en el arpa de bolsillo de Carabella.
—Canta para mí —dijo a la joven. Carabella sonrió y cogió la diminuta arpa.
—En Til-omon, donde el Monte del Castillo era sólo un lugar que aparecía en los libros de cuentos, un sueño romántico, cantábamos esto:
Hay una tierra en el este remoto
que jamás nosotros podremos ver:
crecen prodigios en picos poderosos,
radiantes ciudades de tres en tres.
En el Monte habitan los Poderes
y los héroes retozan todo el día…
Carabella se interrumpió, su último rasgueo fue una molesta discordancia, y guardó el arpa. Apartó la mirada de Valentine.
—¿Qué ocurre, amor mío? —preguntó Valentine. Carabella sacudió la cabeza.
—Nada. No recuerdo la letra.
—¿Carabella?
—¡No pasa nada, ya te lo he dicho!
—Por favor…
Carabella le miró, mordiéndose el labio, con los ojos inundados por las lágrimas.
—Esto es tan maravilloso, Valentine —musitó—. Y tan extraño… tan aterrador…
—Maravilloso, sí. Aterrador, no.
—Es hermoso, lo sé. Y más enorme que lo que yo imaginaba… Todas estas ciudades, estas montañas que forman parte de la gran montaña, todo es maravilloso. Pero… pero…
—Dímelo.
—¡Estás volviendo al hogar, Valentine! Todos tus amigos, tu familia, tus… tus amores, supongo… En cuanto ganemos la guerra, toda esa gente estará alrededor de ti, te arrastrarán a banquetes y celebraciones y… —Hizo una pausa— Prometí que nunca hablaría de esto.
—Puedes hablar.
—Mi señor…
—No tan formal, Carabella.
Valentine cogió las manos de la mujer. Shanamir y Zalzan Kavol, se dio cuenta Valentine, se habían trasladado a otra parte del coche flotante y estaban de espaldas a la pareja.
—Mi señor —dijo Carabella en un torrente de palabras—, ¿qué será de la insignificante malabarista de Til-omon cuando estés de nuevo entre los príncipes y damas del Monte del Castillo?
—¿Te he dado motivos para pensar que te abandonaré?
—No, mi señor. Pero…
—Llámame Valentine, por favor. Pero ¿qué?
Carabella se sonrojó. Apartó la mano y se la pasó nerviosamente por su oscuro y lustroso cabello.
—El duque Heitluig, ayer, nos vio juntos, vio tu brazo alrededor de mi talle… ¡Valentine, tú no viste su sonrisa! Como si yo fuera un bonito juguete de tu propiedad, una mascota, una baratija que desecharás en cuanto llegue el momento.
—Ves demasiadas cosas en la sonrisa de Heitluig, me parece —dijo Valentine.
Pero él también había visto lo mismo, y ello le preocupaba. Para Heitluig y para otras personas de idéntica posición social, Carabella sería una advenediza concubina de orígenes inimaginablemente humildes, digna de menosprecio en el mejor de los casos. Durante la anterior vida de Valentine en el Monte del Castillo, tales distinciones de clase constituían una indiscutible premisa de la sociedad. Pero él había estado fuera del Monte durante mucho tiempo, y ahora veía las cosas de otra forma. Los temores de Carabella eran reales. Sin embargo se trataba de un problema que sólo podía superarse en el momento oportuno. Antes había otras cosas que superar.