—Heitluig es muy aficionado al vino —dijo dulcemente—, y su alma es burda. No le hagas caso. Tendrás un lugar entre los más nobles del Castillo, y nadie se atreverá a despreciarte cuando yo sea Corona de nuevo. Veamos, acaba la canción.
—¿Me quieres, Valentine?
—Te quiero, sí. Pero te quiero menos cuando tienes los ojos enrojecidos e hinchados, Carabella.
—¡Eso es lo que se dice a los niños! —gruñó Carabella—. ¿Me consideras una niña?
—Te considero una mujer —replicó Valentine—, una mujer bravía y encantadora. ¿Pero qué te supones que debo responder cuando me preguntas si te quiero?
—Que me quieres. Y nada más para adornarlo.
—En ese caso, lo siento. Debo ensayar estas cosas con más atención. ¿Quieres seguir cantando?
—Si lo deseas —dijo ella, y cogió el arpa del bolsillo.
Siguieron ascendiendo toda la mañana, adentrándose en los espacios despejados que había más allá de las Ciudades Libres. Valentine eligió la carretera de Pinitor, que serpenteaba entre Gran Ertsud y Hoikmar a través de un desierto territorio de rocosas planicies interrumpidas únicamente por aislados bosquecillos de gazanes, árboles de fuertes troncos cenicientos y retorcidas, tortuosas ramas, que vivían mil años y emitían un suave suspiro cuando llegaba su hora. Se trataba de una zona severa y silenciosa, donde Valentine y sus fuerzas podrían preparar su alma para el esfuerzo que les aguardaba. Mientras tanto, el ascenso proseguía sin encontrar oposición.
—No tratarán de detenerle —dijo Heitluig— hasta que no llegue más arriba de las Ciudades Guardianas. Allí el mundo es más angosto. La tierra está plegada y arrugada. Habrá lugares para atraparle.
—Habrá espacio suficiente —dijo Valentine.
Al llegar a un árido valle bordeado por irregulares cúspides, desde el que sólo se divisaba la ciudad de Gran Ertsud a treinta kilómetros de distancia, Valentine ordenó un alto a su ejército y conferenció con los comandantes. Varios exploradores ya se habían adelantado para inspeccionar las fuerzas enemigas, y volvieron con una noticia que cayó sobre Valentine como un manto de plomo: un inmenso ejército, dijeron los exploradores, un mar de guerreros, llenaba la amplia llanura que ocupaba cientos de kilómetros cuadrados por debajo de Bombifale, una de las Ciudades Interiores. En su mayoría se trataba de infantes, pero también había coches flotantes, un regimiento de caballería y una unidad de descomunales mollitares, por lo menos diez veces más numerosa que el grupo de bestias bélicas con apariencia de tanque que había acampado a la espera de Valentine en las orillas del Glayge. Pero Valentine no consintió que su rostro reflejara ni siquiera un vestigio de desaliento.
—Nos superan en una proporción de veinte a uno —dijo Valentine—. Ese detalle me parece alentador. Qué lástima que no sean más… pero un ejército de ese tamaño es lo bastante pesado para no complicarnos la vida. —Señaló un punto del mapa que tenía ante él—. Están acampados aquí, en la llanura de Bombifale, y seguramente se dan cuenta de que marchamos directamente hacia esa llanura. Esperan que intentemos efectuar el ascenso por el paso de Peritole, al oeste de la llanura, y ése será el lugar más vigilado. Sí, nos dirigiremos al paso de Peritole. —Valentine escuchó el jadeo de asombro de Heitluig, y Ermanar le miró con repentina, dolorosa sorpresa. Sin inmutarse, Valentine añadió—: Y cuando ellos nos vean, enviarán refuerzos en esa dirección. En cuanto empiecen a desplazarse hacia el paso, les será difícil reagruparse y cambiar de dirección. Cuando se pongan en marcha, nosotros viraremos hacia la llanura, nos dirigiremos en línea recta hacia el corazón de su campamento, cruzaremos éste y seguiremos hasta la misma Bombifale. Por encima de Bombifale se halla la carretera de Morpin Alta, que nos conducirá al Castillo sin impedimentos. ¿Alguna pregunta?
—¿Y si un segundo ejército nos espera entre Bombifale y Morpin Alta? —dijo Ermanar.
—Vuelva a preguntármelo —replicó Valentine— cuando pasemos Bombifale. ¿Más preguntas? Miró alrededor. Nadie dijo nada.
—Muy bien. ¡Adelante, pues!
Otro día y el terreno se hizo más férticlass="underline" estaban entrando en el gran zócalo verde que rodeaba las Ciudades Interiores. Ya se hallaban en la zona de nubes, un lugar frío y húmedo donde el sol se veía, aunque sólo vagamente, a través de las serpenteantes franjas de niebla que jamás se disipaban. En esa región las plantas, que más abajo apenas llegaban a la rodilla de un hombre, se hacían gigantescas, con hojas que parecían fuentes y tallos similares a troncos de árboles, y todas emitían destellos al estar cubiertas por una capa de relucientes gotitas de agua.
El paisaje era abrupto, había cadenas montañosas de empinadas faldas que se alzaban escarpadamente en profundos valles, y carreteras que describían precarias curvas alrededor de feroces picos cónicos. Los posibles itinerarios eran escasos: al oeste se hallaban los Pináculos de Banglecode, una región de intransitables montañas con forma de colmillos que apenas había sido explorada; al este se encontraba la amplia y suave ladera de la llanura de Bombifale, y al frente, con muros de roca pura a ambos lados, la serie de gigantescos escalones naturales que recibían el nombre de paso de Peritole, donde aguardaban las tropas más selectas del usurpador… si Valentine no estaba totalmente equivocado en sus previsiones.
Sin prisa alguna, Valentine condujo sus fuerzas hacia el paso. Cuatro horas de avance, dos de descanso, otras cinco de marcha, acampada por la noche, tardía partida por la mañana. Con el vivificante aire del Monte del Castillo habría sido muy fácil viajar con mayor rapidez. Pero, sin duda alguna, el enemigo observaba el avance desde arriba, y Valentine deseaba que Barjazid tuviera mucho tiempo para observar y tomar las necesarias medidas.
El día siguiente Valentine aceleró la marcha de sus fuerzas, puesto que ya estaba a la vista el primero de los inmensos escalones del paso. Deliamber, tras proyectar su espíritu por arte de magia, regresó con la noticia de que el ejército defensor estaba realmente en posesión del paso, y que otras tropas de la llanura de Bombifale habían salido hacia el oeste para prestar su apoyo. Valentine sonrió.
—Falta muy poco. Están cayendo en la trampa.
Dos horas después del crepúsculo, Valentine dio la orden de acampar, en una agradable pradera situada junto a un arroyo fresco y bullicioso. Los vagones fueron dispuestos en formación defensiva, un grupo de forrajeadores salió a buscar juncos para encender hogueras, los furrieles distribuyeron la cena… y al llegar la noche empezó a circular por el campamento la orden de movilización para proseguir la marcha, dejando todas las hogueras encendidas y numerosos vagones en formación.
Valentine sintió que la excitación crecía atronadoramente en su interior. Vio un renovado fulgor en los ojos de Carabella, y notó que la vieja cicatriz de Sleet destacaba violentamente en la mejilla del malabarista mientras su corazón latía más y más deprisa. Y allí estaba Shanamir, que iba de un lado a otro, pero nunca alocadamente, haciendo frente a numerosas responsabilidades, grandes y pequeñas, con gran destreza, muy serio, cómico y admirable al mismo tiempo. Fueron horas inolvidables, horas de tensión debido al potencial de los grandes acontecimientos que estaban a punto de originarse.
—En tus viejos tiempos en el Monte —dijo Carabella— debiste estudiar profundamente el arte de la guerra, ya que has sido capaz de idear esta maniobra.
—¿El arte de la guerra? —dijo Valentine. Se rió—. Si en Majipur se conocía ese arte, quedó olvidado antes de cumplirse un siglo de la muerte de lord Stiamot. No sé ni una palabra de guerra, Carabella.
—¿Pero cómo…?
—Conjetura. Suerte. Un gigantesco tipo de malabarismo. Improviso sobre la marcha. —Hizo un guiño—. Pero no se lo digas a los demás. Que crean que su general es un genio, ¡y tal vez lo conviertan en genio!