—Actualmente debe tener ciento cincuenta metros de largo —dijo Gorzval—, y ruego que otro capitán tenga el honor de encontrarlo si alguna vez vuelve por estas aguas.
Valentine sólo había visto dragones marinos de pequeño tamaño, muertos, destripados, salados y secados, que se vendían en los mercados de todo Zimroel, y de vez en cuando había saboreado su carne, que era de un color oscuro, fuerte de sabor y dura. Así se preparaban los dragones de menos de tres metros. La carne de animales de mayor tamaño, hasta quince metros de largo, se vendía fresca a lo largo de la costa oriental del continente, pero las dificultades de transporte evitaban que el producto llegara a mercados muy alejados del mar. A partir de esa longitud, los dragones eran muy viejos y su carne no era comestible, pero se transformaba en aceite para muchos usos, pues el petróleo y otros hidrocarburos fósiles escaseaban en Majipur. Los huesos de los dragones marinos de todos los tamaños se aprovechaban en arquitectura, ya que eran casi tan fuertes como el acero y se obtenían con mucha más facilidad. Los huevos de dragón tenían valor medicinal, por lo que se recogían, en cantidades de cientos de kilos, en los abdómenes de las hembras fecundadas. Piel de dragón, alas de dragón… todo tenía alguna utilidad y nada se desechaba.
—Esto, por ejemplo, es leche de dragón —dijo Gorzval mientras ofrecía a sus invitados un frasco que contenía un líquido de color azul claro—. En Ni-moya, o en Khyntor, pagan diez coronas por un frasco como éste. Animo, pruébenlo.
Lisamon dio un vacilante sorbo y escupió.
—¿Leche de dragón, o meados de dragón? —preguntó. El capitán sonrió con frialdad.
—En Dulorn —dijo—, lo que acaba de escupir le costaría una corona, por lo menos, y tendría mucha suerte si encontrara un poco de leche de dragón.
Empujó el frasco hacia Sleet, que lo rechazó con un gesto de su cabeza, y luego hacia Valentine. Éste, tras ligera vacilación, se lo llevó a los labios.
—Amargo —dijo—, y rancio, pero no es tan terrible. ¿Cuál es el secreto de su encanto?
El skandar se dio palmadas en los muslos.
—¡Afrodisíaco! —retumbó su voz—. ¡Estimula! ¡Calienta la sangre! ¡Prolonga la vida! —Señaló jovialmente a Zalzan Kavol que, sin haber sido invitado, estaba bebiendo animadamente—. ¿Lo ven? ¡El skandar lo conoce! ¡A un habitante de Piliplok no hay que suplicarle para que lo beba!
—¿Leche de dragón? —dijo Carabella—. ¿Son mamíferos?
—Mamíferos, sí. La hembra incuba los huevos en su cuerpo, y cuando nacen las crías, diez o veinte por camada, hay hileras de mamas por todas partes del vientre. ¿Le parece extraño hablar de leche de dragón?
—Considero que los dragones son reptiles —dijo Carabella—, y los reptiles no dan leche.
—Será mejor que considere a los dragones como dragones. ¿No quiere probar la leche?
—No, gracias —replicó la joven—. No necesito estimularme.
Las comidas en el camarote del capitán eran lo mejor del viaje, decidió Valentine. Gorzval era un ser bonachón y comunicativo, teniendo en cuenta el carácter de los skandars, y le gustaba comer decentemente, con vino, carnes y pescados de varios tipos, entre ellos una buena ración de carne de dragón. Pero el barco era viejo y angosto, estaba mal diseñado y peor conservado, y los tripulantes, una decena de skandars, varios yorts y humanos, se mostraban poco comunicativos y con frecuencia claramente hostiles. Era indudable que los cazadores de dragones constituían un grupo orgulloso e intolerante, aunque se tratara de la tripulación de un barco tan destartalado como el Brangalyn, y tomaban a mal la presencia de extraños mientras practicaban sus misterios. Únicamente Gorzval parecía hospitalario, pues el skandar estaba muy agradecido a sus pasajeros, porque sin el dinero de éstos no habría podido zarpar.
Ya estaban muy alejados del continente, en un dominio carente de rasgos característicos donde el azul claro del océano se unía con el azul claro del cielo y anulaba cualquier sensación de lugar y rumbo. El Brangalyn avanzaba rumbo sursureste, y cuando más se alejaba de Piliplok tanto más cálido se hacia el viento, caluroso y seco como siempre.
—Solemos decir que el viento es un envío para nosotros —dijo Gorzval—, porque viene directamente de Suvrael. Ese pequeño obsequio del Rey de los Sueños es tan delicioso como todos los suyos.
El mar estaba desierto: sin islas, sin troncos flotando, sin indicios de nada, ni siquiera de dragones. Los dragones habían pasado muy lejos de la costa ese año, un hecho bastante frecuente, y estaban asoleándose en las aguas tropicales próximas a los bordes del archipiélago. De vez en cuando pasaba a gran altura una gihorna, en plena migración otoñal desde las islas hasta las Marismas del Zimr, que no estaban cerca del río del mismo nombre, ni mucho menos, sino a ochocientos kilómetros al sur de Piliplok. Las gihornas, criaturas de altas patas, eran tentadores blancos, pero nadie pensó en abatirlas. Otra tradición del mar, por lo que parecía.
Los primeros dragones se dejaron ver dos semanas después de zarpar de Piliplok. Gorzval predijo su llegada un día antes, tras soñar que los animales se hallaban cerca.
—Todos los capitanes soñamos con dragones —explicó—. Nuestras mentes están enlazadas con esos animales: percibimos el acercamiento de sus almas. Hay una capitana, una que ha perdido varios dientes, que se llama Guidrag y ve dragones en sueños una semana antes de que aparezcan, a veces incluso con más anticipación. Se dirige hacia ellos y siempre los encuentra. Yo no soy tan bueno, un día de antelación es lo mejor que logro. Pero de todas formas nadie es tan bueno como Guidrag. Yo hago todo lo que puedo. Habrá dragones a proa dentro de otras diez o doce horas, lo garantizo.
Valentine tenía poca confianza en las garantías del capitán skandar. Pero a media mañana el vigía que estaba en lo alto del mástil empezó a dar voces.
—¡Atentos! ¡Dragones a la vista!
Eran muchos, cuarenta, cincuenta, quizá más, agrupados a poca distancia de la proa del Brangalyn. Se trataba de bestias carentes de gracia, con gruesas panzas, abultadas como el mismo Brangalyn, dotadas de largos cuellos y voluminosos, grandes cabezas triangulares, cortas colas que terminaban en aletas lisas y acampanadas, y prominentes rebordes de salientes óseos que cubrían toda la longitud de los muy abovedados lomos. Las alas eran el rasgo más extraño. En realidad eran aletas, porque resultaba inconcebible que esas enormes criaturas pudieran levantar el vuelo alguna vez, pero eran más parecidas a alas que a aletas. Alas de murciélago, oscuras y correosas, que brotaban de grandes y rechonchas bases situadas en el cuello de los dragones de mar y se extendían hasta el centro del cuerpo. Casi todos los animales mantenían cerradas las alas como si fueran mantos, pero algunos las tenían totalmente desplegadas, abiertas como un abanico cuyas varillas eran largos tendones de frágil aspecto. Y con esas alas cubrían asombrosas zonas del agua que los rodeaba, extendiéndolas igual que lienzos alquitranados.
La mayoría de dragones eran jóvenes, de cinco a quince metros de longitud, pero había muchas crías, aproximadamente de dos metros, que nadaban y chapoteaban libremente o se aferraban a las mamas de sus madres, en general de tamaño moderado. Pero entre el banco flotaban algunos monstruos, medio sumergidos y somnolientos, con las crestas del espinazo alzándose sobre el agua como colinas centrales de una isla flotante. Esos dragones eran inimaginablemente corpulentos. Era difícil juzgar su magnitud total, porque los cuartos traseros solían inclinarse hasta perderse de vista, pero dos o tres dragones parecían al menos tan grandes como el barco.