—¿Y nos queda tiempo?
Doblaron la última increíble curva de la Gran Carretera de Calintane. Valentine recordaba bien el lugar: el recodo que con la brusquedad de un latigazo giraba en torno al cuello de la montaña y ofrecía a los atónitos viajeros la primera vista del Castillo.
Fue la primera vez que Valentine vio asombro en el semblante de Deliamber.
—¿Qué son esos edificios, Valentine? —dijo el mago con apagada voz.
—El Castillo —replicó Valentine.
El Castillo, sí. El Castillo de lord Malibor, el Castillo de lord Voriax, el Castillo de lord Valentine. Desde ningún punto se podía contemplar el conjunto de la estructura, ni siquiera una parte importante. Pero desde la cerrada curva, al menos, se divisaba un asombroso fragmento, un enorme montón de rocas y ladrillos que se levantaban nivel tras nivel, laberinto tras laberinto, una espiral interminable que danzaba sobre la cima de un modo deslumbrante, chispeando con el fulgor de un millón de luces.
Los temores de Valentine se disolvieron, su mórbido abatimiento desapareció. Estando en el Castillo de lord Valentine, lord Valentine no podía sentir pena. Había vuelto al hogar, y no tardaría en curar el daño, fuera el que fuera, que había sufrido el mundo.
La Gran Carretera de Calintane concluía en la Plaza de Dizimaule, delante del ala meridional del Castillo. Era un inmenso espacio abierto pavimentado con adoquines de cerámica verde, y tenía un estallido estelar de color dorado en el centro. Valentine se detuvo allí y descendió del coche para reunir a los oficiales.
Soplaba un viento frío, cortante, punzante y fuerte.
—¿Hay puertas? —dijo Carabella—. ¿Tendremos que cercarlo?
Valentine sonrió y sacudió la cabeza.
—No hay puertas. ¿Quién se atrevería a invadir el Castillo de la Corona? Basta con seguir avanzando y pasar el Arco de Dizimaule. Pero en cuanto estemos dentro, es posible que debamos enfrentarnos otra vez a tropas enemigas.
—Los guardianes del Castillo están bajo mi mando —dijo Elidath—. Hablaré con ellos.
—Excelente. Adelante, manteneos en contacto, confiad en el Divino. Por la mañana nos reuniremos para celebrar la victoria, os lo juro.
—¡Viva lord Valentine! —gritó Sleet.
—¡Viva! ¡Viva!
Valentine alzó los brazos, tanto para agradecer como para silenciar los vítores.
—Mañana lo celebraremos —dijo—. Esta noche debemos presentar batalla, ¡y ojalá sea la última!
13
¡Qué extraño era, pasar por fin bajo el Arco de Dizimaule, y ver la asombrosa miríada de esplendores del Castillo!
Siendo niño, Valentine jugó en aquellos bulevares y avenidas, se perdió en las maravillas de los pasadizos y corredores que se entrelazaban de un modo interminable, contempló con reverente temor los recios muros, las torres, los recintos, las bóvedas. Ya adulto, al servicio de su hermano lord Voriax, Valentine vivió en el interior del Castillo, cerca del Atrio de Pinitor, donde tenían su residencia los altos cargos, y más de una vez había paseado por el parapeto de lord Ossier, con su magnífica vista del salto de Morpin y las Ciudades Altas. Y siendo Corona, durante el breve tiempo que había ocupado las zonas más recónditas del Castillo, Valentine tocó con deleite las viejas piedras deterioradas por la intemperie del Torreón de Stiamot, caminó solo por la vasta y resonante cámara del salón del trono de Confalume, estudió las configuraciones de las estrellas desde el Observatorio de lord Kinniken, y meditó en los añadidos que él efectuaría en el Castillo en años próximos. Y ahora que volvía a estar allí, Valentine comprendió lo mucho que amaba aquel lugar, y no meramente porque fuera un símbolo del poder y la grandeza imperial que habían sido suyos, sino porque en esencia era la gran trama de las épocas, el tejido vivo y palpitante de la historia.
—¡El Castillo es nuestro! —gritó alegremente Elidath mientras el ejército de Valentine irrumpía por la desguarnecida entrada.
¿Pero de qué nos sirve eso, pensó Valentine, si la muerte del Monte entero y de los contendientes mortales está a pocas horas de distancia? Ya había transcurrido demasiado tiempo desde el inicio del enrarecimiento de la atmósfera. Valentine sintió el deseo de extender las manos, de hundir las uñas en el aire que se iba y mantenerlo allí.
El frío cada vez mayor que era como un terrible peso sobre el Monte del Castillo no podía ser más patente en otro lugar que en el mismo Castillo, y los defensores que se hallaban en el interior, ya deslumbrados y aturdidos por los acontecimientos de la guerra civil, se quedaron inmóviles como estatuas de cera, sin pestañear, ateridos, temblorosos, quietos, mientras los grupos invasores se precipitaban en las dependencias. Algunos, más listos o con una inteligencia más rápida que el resto, lograron proferir en voz ronca un «¡Viva lord Valentine!» al ver pasar a la desconocida figura rubia. Pero la mayoría se comportaron como si ya tuvieran la mente expuesta al proceso de congelación.
Las hordas de atacantes, que afluían con celeridad, ejecutaron sin dilación y con exactitud las tareas que Valentine les había encomendado. El duque Heitluig y los guerrilleros de Bibiroon debían posesionarse de los contornos del Castillo para contener y neutralizar posibles fuerzas hostiles. Asenhart y seis destacamentos de pobladores del valle tenían la misión de bloquear las numerosas entradas del Castillo, de modo que ningún simpatizante del usurpador pudiera escapar. Sleet, Carabella y las tropas de éstos subieron a los salones imperiales del sector interior para tomar posesión de la sede del gobierno. Valentine, en compañía de Elidath, Ermanar y las fuerzas conjuntas, se dirigió hacia el camino empedrado que descendía en espiral hasta las criptas donde se alojaban las máquinas climáticas. El resto, al mando de Nascimonte, Zalzan Kavol, Shanamir, Lisamon y Gorzval, se dispersó en fortuitas incursiones por todo el Castillo para buscar a Dominin Barjazid, que podía ocultarse en cualquiera de las mil salas, incluso en la más humilde.
Valentine se precipitó hacia el camino empedrado, hasta que el coche flotante, sumido en las lóbregas entrañas del pasadizo, no pudo continuar. Y luego echó a correr hacia las criptas. El frío era entumecedor en su nariz, labios y orejas. Le latía fuertemente el corazón, sus pulmones actuaban ferozmente en el enrarecido ambiente. Las criptas eran prácticamente desconocidas para Valentine. Sólo había estado allí una o dos veces, hacía mucho tiempo. Elidath, no obstante, parecía conocer el camino.
Corredores, interminables tramos de amplios escalones de piedra, una galería de alto techo iluminada por titilantes puntos situados muy arriba… y el aire se enfriaba de un modo perceptible, la noche artificial aferraba con más fuerza el Monte…
Una enorme puerta de madera, arqueada, decorada con bandas de gruesas incrustaciones de metal, apareció ante ellos.
—Forzadla —ordenó Valentine—. ¡Quemadla si es preciso!
—Aguarde, mi señor —dijo una voz apacible y temblorosa.
Valentine se volvió. Un viejo gayrog de piel cenicienta, con el serpentino cabello relajado a causa del frío, había aparecido en un recodo del muro y se acercaba con paso lerdo hacia el grupo.
—Es el custodio de las máquinas —murmuró Elidath.
El gayrog parecía estar medio muerto. Aturdido, miró a Elidath, luego a Ermanar, finalmente a Valentine. Y después se echó al suelo delante de Valentine y se aferró a las botas de la Corona.
—Mi señor… lord Valentine… —Levantó la cabeza, angustiado—. ¡Sálvenos, lord Valentine! Las máquinas… han desconectado las máquinas…
—¿Puede abrir la puerta?
—Sí, mi señor. La caseta de mando está en este callejón. Pero ellos han tomado las criptas… las tropas las controlan, me obligaron a salir… ¿Qué daño están haciendo ahí dentro, mi señor? ¿Qué será de todos nosotros?