Hacia arriba…
Adelante, adelante, por un laberinto aparentemente interminable de pasillos, escaleras, galerías, túneles y construcciones anexas.
—¡Moriremos de viejos, no de frío, antes de que cojamos al Barjazid! —murmuró Valentine.
—Ya falta poco, mi señor —dijo Shanamir.
—No lo bastante poco para mi gusto.
—¿Cómo piensa castigar a ese hombre, mi señor? Valentine miró al muchacho.
—¿Castigarle? ¿Castigarle? ¿Qué castigo hay para lo que ha hecho? ¿Latigazos? ¿Tres días con mendrugos de estacha? También tendríamos que castigar al Steiche por habernos lanzado contra las rocas.
Shanamir estaba desconcertado.
—¿Ningún castigo?
—Ninguno, no de la forma que interpretas tú el castigo.
—¿Dejarle suelto para que haga más daño?
—No, eso tampoco —dijo Valentine—. Pero primero hay que atraparle, y luego hablaremos de lo que vamos a hacer con él.
Media hora más —pareció una eternidad— y Valentine llegó al corazón del Castillo, las amuralladas cámaras imperiales, que no era el recinto más viejo, ni mucho menos, pero sí el más sacrosanto. Las primeras Coronas habían instalado allí sus salas de gobierno, pero tales salas habían sido sustituidas hacía mucho tiempo por los salones, más elegantes e imponentes, de los grandes gobernantes del último milenio, y constituían una deslumbrante, palaciega sede del poder, apartadas del resto de enmarañadas complejidades del Castillo. Las más importantes ceremonias de estado tenían lugar en esas espléndidas cámaras de altas bóvedas. Pero en ese momento un ser solitario y miserable acechaba en el interior, detrás de las enormes y antiguas puertas, protegidas por pesados cerrojos de enorme tamaño y notable significado simbólico.
—Gas venenoso —dijo Lisamon—. Hay que meter un bote de gas venenoso y ese hombre se desplomará esté donde esté. Zalzan Kavol asintió con vehemencia.
—¡Sí! ¡Sí! Se desliza un tubo por las grietas… En Piliplok hay un gas que se usa para matar peces, iría muy bien para…
—No —dijo Valentine—. Hay que capturarle vivo.
—¿Es posible hacerlo, mi señor? —preguntó Carabella.
—Podríamos derribar las puertas —gruñó Zalzan Kavol.
—¿Destruir las puertas de lord Prestimion, cuya construcción duró treinta años, para sacar a un bribón de su escondite? —preguntó Tunigorn—. Mi señor, la idea del gas venenoso no me parece tan descabellada. No deberíamos perder tiempo…
—Debemos preocuparnos de no actuar como salvajes —dijo Valentine—. Nada de gas venenoso. —Cogió la mano de Sleet, y la de Carabella, y las levantó—. Vosotros sois malabaristas, tenéis rápidos dedos. Y tú también, Zalzan Kavol. ¿No tenéis experiencia en usar estos dedos para otras cosas?
—¿Forzar cerraduras, mi señor? —preguntó Sleet.
—Y cosas similares, sí. Hay numerosas entradas a estas cámaras, y quizá no todas están protegidas con cerrojos. Id por ahí, buscad un medio de cruzar las barreras. Y mientras vosotros hacéis eso, yo intentaré encontrar otro medio.
Valentine se acercó a la gigantesca puerta dorada, dos veces más alta que el skandar de más estatura, con numerosísimas y diminutas imágenes talladas, altorrelieves del reinado de lord Prestimion y de su famoso predecesor, lord Confalume. Apoyó las manos en las pesadas aldabas de bronce como si pretendiera abrir la puerta con un simple, enérgico, tirón.
Valentine permaneció así durante largos instantes, eliminando de su mente toda la conciencia de la tensión que remolineaba en su interior. Intentó avanzar hacia el sosegado lugar situado en el centro de su alma. Pero un potente obstáculo obstruía el paso.
Su mente se había llenado de pronto con un abrumador odio hacia Dominin Barjazid.
Detrás de aquella puerta de hallaba el hombre que le había despojado del trono, que le había transformado en un desventurado vagabundo, que había gobernado irreflexiva e injustamente usando su nombre y que había decidido —eso era lo peor, el detalle más monstruoso e imperdonable— acabar con millones de seres inocentes y confiados al ver que su intriga empezaba a tambalearse.
Valentine le aborrecía por eso. Por eso tenía ansias de acabar con Dominin Barjazid.
Todavía aferrado a las aldabas, furiosas y violentas imágenes asaltaron la mente de Valentine. Vio a Dominin Barjazid desollado vivo, lanzando chillidos que podían oírse desde Pidruid. Vio a Dominin Barjazid aplastado bajo una lluvia de piedras. Vio…
Valentine temblaba a causa de la fuerza de su terrible rabia.
Pero en una sociedad civilizada no se desollaba vivos a los enemigos, la gente no se desahogaba mediante la violencia… ni siquiera en el caso de Dominin Barjazid. ¿Cómo puedo reclamar el derecho a gobernar un mundo, se preguntó Valentine, si ni siquiera soy capaz de gobernar mis emociones? Mientras la ira enturbiara su alma, él era tan inepto para gobernar como el mismo Dominin Barjazid. Debía presentar batalla al furor. Esos latidos de las sienes, esa precipitación de la sangre, ese salvaje hambre de venganza… había que purgar todo eso antes de acercarse a Dominin Barjazid.
Valentine se esforzó. Relajó los contraídos músculos de la espalda y los hombros, y llenó sus pulmones con el cortante, frígido aire. La tensión de su cuerpo fue disipándose por momentos. Buscó en su alma el lugar donde la ardiente, feroz sed de venganza había estallado tan repentinamente, y anuló esa sensación. Entonces logró avanzar hacia el sosegado punto del centro de su alma y permaneció allí, de tal modo que creyó estar solo en el Castillo, solo con Dominin Barjazid que se hallaba al otro lado de la puerta, únicamente los dos y una barrera entre ellos. La conquista de la propia identidad era la mejor de las victorias: todo lo demás vendría por sus propios pasos, y Valentine lo sabía.
Valentine se entregó al poder del aro de plata de la Dama, su madre, se sumió en el estado de sueño y proyectó la fuerza de su mente hacia su enemigo.
El sueño que envió Valentine no era de venganza y de castigo. Eso habría sido demasiado obvio, demasiado pobre, demasiado fácil. Envió un hermoso sueño, de amor y de amistad, de tristeza por lo que había ocurrido. La reacción de Dominin Barjazid ante un sueño así sólo podía ser de sorpresa. Valentine mostró a Dominin Barjazid la deslumbrante ciudad de la diversión, Morpin Alta, mientras los dos paseaban juntos por la Avenida de las Nubes, hablando cordialmente, sonrientes, discutiendo las diferencias que los separaban, intentando resolver fricciones y recelos. Era un modo arriesgado de iniciar las negociaciones, porque exponía a Valentine a burla y desprecio, si su enemigo decidía malinterpretar sus motivos. Sin embargo, era imposible derrotarle con amenazas y cólera. Un medio más dulce podía conducir a la victoria. El sueño requería enormes reservas de espíritu, porque era una ingenuidad esperar que Barjazid se dejara seducir por un ardid, y a menos que el amor que impartiera Valentine fuera genuino, y pareciera genuino, el sueño era una tontería. Valentine no sabía que hubiera en su interior amor hacia un hombre que había hecho tanto daño. Pero lo encontró, lo proyectó, lo envió al otro lado de la puerta.