—Calma, amigo mío —dijo Valentine—. Tu odio hacía los metamorfos todavía está vivo, ¿eh?
—¡Y con razón!
—Sí, tal vez sí. Bien, los buscaremos, y no habrá más metamorfos furtivos que finjan ser Pontífice, Dama o incluso cuidador de los establos. Pero creo que debemos también acercarnos a esa raza, y curarla de su odio si es posible, o Majipur se verá sumido en una guerra interminable. Amigos míos, hay trabajo que hacer, me temo, y no en pequeña medida. Pero antes, ¡la celebración! Sleet, te nombro canciller de los festejos de mi restauración. Debes planear el banquete, preparar diversiones y convocar a los invitados. ¡Que corra la noticia de que Majipur está perfectamente, o poco menos, y que Valentine vuelve a ocupar el trono!
17
El salón del trono de Confalume era el más espacioso y grandioso de las salas del Castillo. Deslumbrantes maderas doradas, elegantes tapicerías y un suelo de lisa madera de gurna procedente de las montañas de Khyntor, un salón de esplendor y majestuosidad en donde tenían lugar las ceremonias imperiales de mayor importancia. Pero pocas veces se había contemplado aquel espectáculo en el salón del trono de Confalume.
En lo alto de los numerosos escalones del trono estaba sentado lord Valentine, la Corona, y a su izquierda, casi a igual altura, se hallaba la Dama, su madre, resplandeciente con un vestido completamente blanco. Y a la derecha, en un trono tan alto como el de la Dama, se encontraba Hornkast, sumo portavoz del Pontífice, dado que Tyeveras se había excusado y enviado un representante en su lugar. Y enfrente, prácticamente llenando el salón, estaban duques, príncipes y caballeros del reino, una congregación sin precedentes desde los días del mismo lord Confalume: señores del lejano Zimroel, de Pidruid, Til-omon y Narabal, el duque gayrog de Dulorn, los grandes personajes de Piliplok, Ni-moya y otras cincuenta ciudades del otro continente, y un centenar de nobles de Alhanroel, aparte de los cincuenta del Monte del Castillo. Pero no todos eran duques y príncipes. También había personas más humildes: Gorzval, el skandar que lucía un muñón en uno de sus cuatro brazos, Cordeine, que había zurcido las velas del anterior, Pandelon, carpintero de barcos, Vinorkis, el yort que comerciaba con pieles de haigus, Hissune, el muchacho del Laberinto, Tisana, la anciana oráculo de Falkynkip, y muchos más que ni siquiera alcanzaban ese rango, mezclados con los nobles, reflejando asombro en sus rostros.
Lord Valentine se levantó y saludó a su madre. Después ofreció la bienvenida a Hornkast e inclinó la cabeza entre los gritos de los asistentes.
—¡Viva la Corona!
Esperó a que hubiera silencio, y entonces anunció:
—Hoy rememoramos una gran fiesta para celebrar la restauración de la unidad y el orden general. Hoy tenemos diversión para todos.
Dio una palmada y sonó música: cuernos, tambores, flautas, un vivaz y rítmico estallido de melodía. Diez músicos entraron airosamente en la sala, con Shanamir en la cabeza. Y detrás aparecieron los malabaristas, con atuendos de sobresaliente belleza, atavíos dignos de grandes príncipes: Carabella en primer lugar, el menudo y canoso Sleet detrás de ella, y por último el velludo y hosco Zalzan Kavol y los dos hermanos que le quedaban. Llevaban objetos de muchos tipos, espadas y cuchillos, hoces, antorchas listas para arder, huevos, platos, mazas de chillones colores e infinidad de otras cosas. Tras situarse en el centro del salón, tomaron posiciones uno frente a otro, en los vértices de una imaginaria estrella, y permanecieron con los hombros erguidos y tensos.
—¡Esperad! —dijo lord Valentine—. ¡Hay sitio para otro malabarista!
Valentine descendió uno a uno los escalones del trono de Confalume, hasta que estuvo a tres de la base. Sonrió a la Dama, dedicó un guiño a Hissune, e hizo una señal a Carabella que le lanzó un cuchillo. Lo cogió diestramente, y la joven le lanzó otro, y otro más, y Valentine empezó su actuación en los escalones del trono, tal como había prometido hacia mucho tiempo estando en la Isla del Sueño.
Era la señal, y se inició el ejercicio. El aire se llenó de los fulgores de la multitud de extraños objetos que parecían volar por sí solos. Nunca se había visto una actuación de tanta calidad en el universo conocido, Valentine estaba seguro de eso. Continuó en los escalones algunos instantes más, y luego se unió al grupo, sonriente, gozoso. Intercambió hoces y antorchas con Sleet, los skandars y Carabella.
—¡Como en los viejos tiempos! —gritó Zalzan Kavol—. ¡Pero ahora lo hace todavía mejor, mi señor!
—¡Este público me inspira! —replicó lord Valentine.
—¿Y es usted capaz de actuar como un skandar? —dijo Zalzan Kavol—. ¡Atento mi señor! ¡Coja! ¡Coja! ¡Coja! ¡Coja!
Como si surgieran del aire, Zalzan Kavol empezó a coger huevos, platos y mazas, sin que sus cuatro brazos dejaran de moverse y recoger, y todos los objetos que cogía los iba lanzando a lord Valentine. Éste, incansable, los fue recogiendo, los lanzó al aire y los pasó a Sleet o Carabella, mientras los vítores del público —y no por mero halago, de eso no había duda— resonaban en los oídos de la Corona. ¡Sí! ¡Eso era vida! Como en los viejos tiempos, sí, pero incluso mejor. Valentine se echó a reír, cogió una destellante espada y la lanzó hacia arriba. Elidath había opinado que era impropio de una Corona hacer cosas tales como juegos malabares ante los príncipes del reino, y Tunigorn pensaba igual, pero lord Valentine había decidido en contra de sus amigos, explicándoles con cordialidad y paciencia que no le preocupaba el protocolo. Y en ese momento vio que los dos le contemplaban boquiabiertos desde sus lugares de honor, estupefactos ante el talento que se mostraba en la asombrosa exhibición.
Y sin embargo Valentine sabía que había llegado la hora de abandonar la escena del malabarismo. Fue vaciando sus manos de los objetos que había recogido, y se retiró poco a poco. Al llegar al primer escalón del trono, se detuvo y llamó a Carabella.
—Ven —dijo—. Acompáñame aquí arriba, vamos a ser espectadores.
Las mejillas de la joven adquirieron un color más subido, pero se deshizo de las mazas, cuchillos y huevos sin titubear y avanzó hacia el trono. Lord Valentine la cogió de la mano e hicieron juntos el ascenso.
—Mi señor… —musitó Carabella.
—¡Chis! Esto es muy serio. Ten cuidado de no tropezar en los escalones.
—¿Tropezar, yo? ¿Una malabarista?
—Perdóname, Carabella. La joven se rió.
—Te perdono, Valentine.
—Lord Valentine.
—¿Así va a ser a partir de ahora, mi señor?
—No, de verdad que no —dijo él—. No entre nosotros dos.
Llegaron al escalón superior. El doble asiento, de fulgurante terciopelo verde y oro, los aguardaba. Lord Valentine permaneció en pie unos instantes para observar al gentío, los duques, príncipes y gente ordinaria.
—¿Dónde está Deliamber? —musitó—. No lo veo.
—No le gustan estos acontecimientos —dijo Carabella—, y se fue a Zimroel, creo, de vacaciones. Los magos se aburren en los festejos. Y el vroon nunca ha sentido la afición de los juegos malabares, ya sabes.
—Debería estar aquí —murmuró lord Valentine.
—Cuando lo necesites otra vez, volverá.
—Así lo espero. Vamos, sentémonos.
Ocuparon sus respectivos lugares en el trono. Debajo, los restantes malabaristas se hallaban enzarzados en los ejercicios más sorprendentes, milagrosos incluso para lord Valentine que conocía los secretos de coordinación esenciales en ese arte. Y mientras observaba, Valentine sintió que una extraña tristeza le dominaba, puesto que ya se había apartado de la compañía de los malabaristas, se había retirado para ocupar el trono, y ello suponía una grave y solemne alteración en su vida. Sabía con toda certeza que su época de malabarista ambulante, la parte más libre y en cierto sentido la más dichosa de su vida, había terminado, y que las responsabilidades del poder, un poder que no había buscado pero que no había podido rechazar, volvían a recaer sobre él con todo su peso. No podía negar la pena que ello le causaba.