Valentine se levantó torpemente. Su ropa estaba empapada, había perdido una bota en alguna parte, le quemaban los labios a causa del gusto a sal, sus pulmones parecían estar llenos de agua, y se sentía tembloroso y mareado. Además, era difícil mantenerse en pie en una superficie que vibraba sin cesar. Al mirar alrededor vio bajo la pálida luminosidad algo parecido a vegetación, flexibles plantas en forma de látigo, gruesas, carnosas y sin hojas, que brotaban del suelo. También esas plantas se contorsionaban a causa de una animación interna. Tras pasar entre dos elevados pilares y cruzar una zona donde techo y suelo casi se unían, Valentine distinguió algo similar a un estanque lleno de un fluido verdoso. La penumbra le impidió ver más allá.
Caminó hacia el estanque y percibió un detalle excesivamente raro: centenares de peces multicolores, como los que había visto agitarse en el agua antes de empezar la cacería del último día. Ahora no nadaban. Estaban muertos y en descomposición, con la carne desprendiéndose de las espinas, y bajo ellos había una alfombra de espinas similares, una alfombra de varios metros de espesor.
De pronto oyó detrás de él un sonido que parecía el rugido del viento. Las paredes de la sala estaban en movimiento, retrocedían, y las partes descendentes del techo se retiraron y crearon un vasto espacio abierto. Un torrente de agua se precipitó hacia Valentine y le cubrió hasta las caderas. Apenas tuvo tiempo para llegar a uno de los pilares y rodearlo con los brazos. La invasión de agua le anegó con tremenda fuerza. Resistió. Media Mar Interior, así lo parecía, pasó junto a él, y por un momento creyó que iba a soltarse, pero el flujo se calmó y el agua desapareció a través de unas grietas que se materializaron bruscamente en el suelo… dejando como secuela multitud de impotentes peces. El suelo se agitó violentamente. Los carnosos látigos barrieron hasta el estanque verdoso a los desesperados peces que se retorcían en el suelo, y los animales cesaron de moverse nada más entrar allí.
Valentine comprendió repentinamente.
No estoy muerto, lo sé, pensó, ni me hallo en un lugar de la otra vida. Estoy dentro de la panza del dragón.
Se echó a reír.
Valentine echó atrás la cabeza y risotadas de gigante brotaron de su boca. ¿Qué otra respuesta era más apropiada? ¿Llorar? ¿Maldecir? La enorme bestia le había engullido apresuradamente, había succionado a la Corona de Majipur con el mismo descuido que si se tratara de un pececillo. Pero él abultaba demasiado para que el animal le impulsara hacia el estanque digestivo, y por eso estaba allí, acampado en el suelo del estómago del dragón, en la catedral de un conducto alimenticio. ¿Y ahora qué? ¿Presidir un tribunal para peces? ¿Administrar justicia para ellos conforme iban entrando? ¿Fijar su residencia allí y pasar el resto de sus días comiendo pescado crudo robado de las presas del monstruo?
Era una gran comedia, pensó Valentine.
Pero también una triste tragedia, porque Sleet, Carabella, Shanamir y el resto, arrastrados hacia la muerte en el naufragio del Brangalyn, habían sido víctimas de sus simpatías y de la espantosa mala suerte de Valentine. Por ellos sólo podía sentir angustia. La melodiosa voz de Carabella acallada para siempre, el milagroso talento manual y visual de Sleet perdido para siempre, los rudos skandars no volverían a llenar el aire de rotatorias multitudes de cuchillos, hoces y antorchas, Shanamir muerto cuando apenas había comenzado a vivir…
Valentine no pudo soportar estos pensamientos.
En cuanto a él, empero, su absurdo apuro sólo le causaba cómica diversión. Volvió a reírse para alejar su mente del pesar, el dolor y la pérdida, y extendió los brazos hacia las distantes paredes de la extraña habitación.
—¡Éste es el castillo de lord Valentine! —gritó—. ¡La sala del trono! ¡Os invito a todos a cenar conmigo en la gran sala de festines!
De la lóbrega lejanía surgió una voz atronadora:
—¡Por mis tripas, acepto esa invitación! Valentine se quedó desmedidamente atónito.
—¿Lisamon?
—No, somos el Pontífice Tyeveras y su tío bizco! ¿Eres tú, Valentine?
—¡Sí! ¿Dónde estás?
—¡En las entrañas de este apestoso dragón! ¿Dónde estás tú?
—¡No muy lejos de ti! ¡Pero no te veo!
—¡Canta! —gritó ella—. ¡Quédate donde estás y canta, y no dejes de cantar! ¡Intentaré encontrarte!
Valentine se puso a cantar, con toda la fuerza que pudo reunir:
Otra vez se escuchó el rugido. El gaznate de la enorme criatura se abrió de nuevo para admitir una cascada de agua salada y una horda de peces. Valentine se aferró de nuevo a un pilar mientras el flujo le golpeaba.
—¡Oh, por los pies del Divino! —gritó Lisamon—. ¡Agárrate, Valentine, agárrate!
Valentine se agarró hasta que se agotó la fuerza de la inundación, y se desplomó junto al pilar, empapado, jadeante. La giganta le llamó desde algún lejano lugar, y él contestó. La voz de Lisamon sonaba cada vez más cerca. La mujer le instó a seguir cantando, y así lo hizo Valentine:
Valentine escuchó que la misma Lisamon canturreaba fragmentos de la balada de vez en cuando, con adornos amistosamente obscenos, mientras avanzaba entre los embrollos del interior del dragón. Y luego levantó la cabeza y vio la enorme forma de la mujer, imponente ante él, iluminada por la escasa claridad. Valentine sonrió. Ella sonrió también, y se echó a reír, y Valentine la imitó. Ambos se apretaron en un húmedo y resbaloso abrazo.
Pero la visión de un superviviente hizo que Valentine volviera a pensar en los que seguramente no se habían salvado, y se hundió una vez más en el pesar y la vergüenza. Se volvió, se mordió el labio.
—¿Mi señor? —dijo Lisamon, desconcertada.
—Sólo quedamos nosotros dos, Lisamon.
—¡Sí, y hay que estar agradecido!
—Pero los otros… vivirían ahora, si no hubieran cometido la estupidez de acompañarme en una correría por todo el mundo…
Lisamon le cogió por el brazo.
—Mi señor, ¿crees que llorando por ellos vas a devolverles la vida, suponiendo que estén muertos?
—Lo sé, pero…
—Estamos a salvo. Que hayamos perdido a nuestros amigos, mi señor, es motivo de pena, cierto, pero no para que te sientas culpable. Te acompañaron por propia voluntad, ¿eh, mi señor? Y si ha llegado su hora… bueno, es porque ha llegado su hora. ¿Cómo podía ser de otra forma? ¿Quieres olvidar tu pena, mi señor, y alegrarte de que estemos a salvo?
Valentine se encogió de hombros.
—A salvo, sí. Y es cierto, el pesar no devuelve la vida a nadie. ¿Pero hasta qué punto estamos a salvo? ¿Cuánto tiempo podemos sobrevivir aquí dentro, Lisamon?
—El suficiente para que yo abra un boquete y nos vayamos. Lisamon desenvainó la espada vibratoria.
—¿Piensas abrir una brecha hasta el exterior? —dijo Valentine, perplejo.
—¿Por qué no? Me he abierto paso en sitios peores.
—En cuanto ese objeto toque la carne, el dragón se zambullirá hasta el fondo del mar. Aquí estamos más seguros que si intentamos ascender a nado los ocho kilómetros que hay hasta la superficie.
—Se decía de ti que eras optimista hasta en los peores momentos —afirmó la guerrillera—. ¿Qué se ha hecho de ese optimismo? El dragón vive en la superficie. A lo mejor da unos cuantos coletazos, pero no se sumergirá. ¿Y si salimos a ocho kilómetros de profundidad? Al menos será una muerte rápida. ¿Piensas respirar eternamente esta asquerosa porquería? ¿Podrás ir muy lejos dentro de un pez gigante?