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Cautelosamente, Lisamon tocó la pared lateral con la punta de la espada vibratoria. La gruesa y húmeda carne tembló un poco pero no se convulsionó.

—¿Lo ves? Aquí no tiene nervios —dijo Lisamon.

Hundió un poco más el arma y la hizo girar en sus manos para excavar una cavidad. Hubo estremecimientos y crispaduras. La giganta siguió ahondando.

—¿Crees que el dragón engulló a otros? —preguntó Lisamon.

—La única voz que oí fue la tuya.

—Y yo sólo la tuya. ¡Puaf, vaya monstruo! Intenté agarrarte cuando caímos por la borda, pero con el último golpe te soltaste. De todas formas hemos llegado al mismo lugar.

La guerrillera ya había abierto un boquete de treinta centímetros de profundidad y el doble de anchura en el estómago del dragón. El animal apenas daba muestras de notar la operación quirúrgica. Somos gusanos que roemos las entrañas del dragón, pensó Valentine.

—Mientras sigo cortando —dijo Lisamon—, ve a ver si encuentras a alguien más. Pero no te alejes demasiado, ¿eh?

—Tendré cuidado.

Valentine eligió una ruta a lo largo de la pared del estómago. Caminó a tientas en la semipenumbra, se detuvo dos veces para agarrarse al producirse nuevas inundaciones, y no dejó de lanzar gritos con la esperanza de que alguien le contestara. No hubo respuesta. La excavación de Lisamon ya era enorme. Valentine la vio dentro de la carne del dragón, todavía dando tajos. Trozos de carne partida estaban amontonados por todas partes y una sangre espesa y purpúrea manchaba todo el cuerpo de la giganta. Lisamon cantaba alegremente mientras cortaba.

Lord Malibor se situó en cubierta, luchó con denuedo y valentía. Terribles golpes se intercambiaron y mucha sangre brotó aquel día.

—¿A qué distancia crees que estará el exterior? —preguntó Valentine.

—A un kilómetro, más o menos.

—¿En serio?

Lisamon se echó a reír.

—Supongo que a tres o cuatro metros. Oye, limpia el boquete detrás de mí. Esta carne está amontonándose tan deprisa que no puedo quitármela de encima.

Sintiéndose como un carnicero, y disfrutando muy poco con esa sensación, Valentine cogió los trozos de carne partida y los arrastró fuera de la cavidad. Después los lanzó tan lejos de allí como pudo. Se estremeció de horror al ver que los carnosos látigos del suelo del estómago recogían la carne y la empujaban descuidadamente hacia la charca digestiva. Cualquier proteína era bien recibida allí, o al menos así lo parecía.

Se introdujeron cada vez más en la pared abdominal del dragón. Valentine intentó calcular el grueso probable del muro, considerando que la longitud de la criatura no era inferior a cien metros. Pero la operación aritmética se embrolló. Estaban trabajando en un lugar angosto y en un ambiente hediondo y caluroso. La sangre, la carne viva, el sudor, la estrechez de la cavidad… Era difícil imaginar un lugar más repelente.

Valentine miró atrás.

—¡El agujero está cerrándose!

—Una bestia que vive eternamente debe tener algún truco para curar sus heridas —murmuró la giganta.

Lisamon arremetía, excavaba, cortaba. Muy inquieto, Valentine vio que brotaba carne nueva por arte de magia y que la herida se cerraba con fenomenal rapidez. ¿Y si quedaban encerrados en esa cápsula? ¿Y si se asfixiaban entre la carne que se unía? Lisamon fingía no estar preocupada, pero Valentine notó que la mujer actuaba con más denuedo, con más precipitación, que gruñía y gemía, con sus colosales piernas muy separadas y los hombros echados hacia adelante. La entrada del bosque estaba cerrada con rosada carne nueva, y en ese momento estaban cerrándose los lados de la brecha. Lisamon acuchillaba y tajaba con furiosa intensidad, y Valentine prosiguió su más modesta tarea de apartar los restos. Pero la giganta se encontraba claramente agotada, su fuerza había menguado y el agujero se cerraba casi con la misma celeridad con que la mujer cortaba.

—No sé si… podré… continuar… —murmuró Lisamon.

—¡Pues dame la espada! La guerrillera se rió.

—¡Quieto! ¡Tú no puedes hacerlo!

Con frenética rabia, la giganta reanudó la lucha, sin dejar de maldecir la carne de dragón que brotaba alrededor. Ya era imposible saber dónde se encontraban, estaban ahondando en un dominio carente de guías. Los gruñidos de Lisamon se hicieron más agudos y breves.

—Quizá deberíamos intentar volver a la zona del estómago —sugirió Valentine—. Antes de que quedemos atrapados y…

—¡No! —bramó Lisamon—. ¡Creo que estamos llegando! Esta parte no es tan carnosa… es más dura, más muscular… puede ser la envoltura que hay… debajo del pellejo…

De repente el agua del mar se vertió hacia ellos.

—¡Hemos llegado! —gritó Lisamon.

La mujer se volvió, cogió a Valentine como si fuera un muñeco y le empujó hacia adelante, de cabeza hacia la abertura del costado del monstruo. Los brazos de Lisamon estaban cerrados con brutal fuerza alrededor de las caderas de Valentine. La giganta embistió violentamente y Valentine apenas tuvo tiempo de llenar de aire sus pulmones antes de salir proyectado entre las resbaladizas paredes hacia el frío abrazo verdoso del océano. Lisamon salió detrás de él, todavía aferrándole con fuerza, primero por el tobillo y luego por la muñeca. Ambos se lanzaron hacia arriba como una exhalación, hacia la superficie, subiendo igual que corchos.

Ascendieron durante un tiempo que les pareció de horas. Valentine notó dolor en la frente. Sus costillas no tardarían en reventar. Su pecho ardía. Subimos desde el mismo fondo del mar, pensó sombríamente, y nos ahogaremos antes de llegar a la superficie, o nuestra sangre hervirá como les ocurre a los buzos que se zambullen a gran profundidad en busca de las piedras oculares de Til-omon, o nos aplastará la presión, o…

Salió despedido a un aire claro y puro, casi todo su cuerpo se alzó sobre el agua, y cayó produciendo un chapoteo. Quedó flotando fláccidamente, una brizna de paja en las aguas, débil, tembloroso, esforzándose en recobrar el aliento. Lisamon flotaba a su lado. El cálido y hermoso sol destellaba maravillosamente sobre sus cabezas.

Estaba vivo, ileso, libre del dragón.

Y flotaba en alguna parte del pecho del Mar Interior, a cientos de kilómetros de ninguna parte.

5

En cuanto pasaron los primeros momentos de agotamiento, Valentine levantó la cabeza y miró alrededor. El dragón aún era visible, giba y cresta sobre la superficie, a unos cientos de metros de distancia. Pero se comportaba tranquilamente y parecía nadar con lentitud en dirección opuesta. Del Brangalyn no había rastro, sólo maderos esparcidos en una gran extensión de océano. Y tampoco se veía a otros supervivientes.

Nadaron hacia el madero más próximo, un fragmento del casco de buen tamaño, y se colgaron de él. Ninguno de los dos habló durante largo rato.

—¿Nadamos hacia el archipiélago? —dijo finalmente Valentine—. ¿O vamos directamente a la Isla del Sueño?

—Nadar es trabajo duro, mi señor. Podríamos navegar a lomo del dragón.

—¿Y cómo lo guiaríamos?

—Con un tirón de las alas —sugirió Lisamon.

—Tengo mis dudas al respecto. Guardaron silencio otra vez.

—En la panza del dragón teníamos al menos pesca fresca suministrada cada pocos minutos —dijo Valentine.

—Y la posada era grande —añadió Lisamon—. Pero muy mal ventilada. Creo que prefiero estar aquí.