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Se trataba de una lozana isla de origen montañoso rodeada por negras playas volcánicas y dotada de un espléndido rompeolas natural que se extendía por la costa sur. Rodamaunt Graun era la isla dominante del archipiélago, la mayor, con mucho, de la cadena, y tenía una población, así lo afirmó Grigitor, de cinco millones y medio de habitantes. Ciudades gemelas se extendían como alas a ambos lados del puerto, pero también las laderas del importante pico central de la isla estaban bien pobladas, con moradas de roten y madera de eskupiko que se alzaba en perfectas hileras hasta el punto céntrico. Después de la ultima hilera de casas, las laderas estaban cubiertas por una espesa jungla, y en el punto más alto surgía un fino penacho de humo blanco, porque Rodamaunt Graun era un volcán activo. La última erupción, explicó Grigitor, se había producido hacía menos de cincuenta años. Pero ese dato era de difícil credibilidad cuando se observaba las impecables viviendas y la tupida vegetación que crecía más arriba.

El Orgullo de Mardigile debía volver al hogar, pero Grigitor consiguió para los viajeros un trimarán aún más noble, la Reina de Rodamaunt, que les conduciría hasta la Isla del Sueño. El patrón era una tal Namurinta, una mujer de regio porte con su cabello largo y arreglado tan blanco como el de Sleet y un rostro juvenil, sin arrugas. Sus modales resultaron fastidiosos e inquisitivos: estudió atentamente el grupo de pasajeros, como si se esforzara en aclarar qué influencia había reunido aquella mezcolanza en una peregrinación fuera de la temporada.

—Si no les aceptan en la Isla —fue empero lo único que dijo—, volveré a traerles a Rodamaunt Graun, pero en ese caso habrá un coste adicional por su manutención.

—¿Es normal que la Isla rechace peregrinos? —preguntó Valentine.

—No cuando llegan en la época adecuada. Pero los barcos de peregrinos, como supongo que deben saber, no zarpan en otoño. Quizá no haya servicios preparados para recibirles.

—Hemos llegado hasta aquí únicamente con dificultades de poca importancia —dijo desenvueltamente Valentine. Vio que Carabella reía disimuladamente y que Sleet tosía de un modo teatral—. Confío en no encontrar obstáculos mayores a los que ya hemos conocido.

—Admiro su determinación —dijo Namurinta, e indicó a los tripulantes que se dispusieran para partir.

La mitad oriental del archipiélago parecía encontrarse hacia el norte, y las islas eran en general muy distintas a Mardigile y otras de su vecindad; en esencia eran cimas de una cordillera sumergida, no llanas plataformas apoyadas en coral. Tras estudiar los mapas de Namurinta, Valentine llegó a la conclusión de que esa parte del archipiélago había sido en otros tiempos la larga cola de una península que arrancaba de la punta suroeste de la Isla del Sueño, pero que en tiempos antiguos fue engullida por una subida de nivel del Mar Interior. Sólo los picos más altos permanecieron sobre el agua. Y entre la isla más oriental del archipiélago y la costa de la Isla había quedado un mar de cientos de kilómetros, un recorrido formidable para un trimarán, aunque estuviera tan bien preparado corno el de Namurinta.

Pero el viaje no tuvo incidentes. Atracaron en cuatro puertos —Hellirache, Sempifiore, Dimmid y Guadeloom— para proveerse de agua y vituallas, navegaron serenamente junto a Rodamaunt Ounze, la última isla del archipiélago, y entraron en el Canal de Ungehoyer, que separaba el archipiélago de la Isla del Sueño. El canal era una ruta marítima amplia pero poco profunda, ricamente dotada de vida y muy visitada por los pescadores de las islas, que sólo respetaban el último centenar de kilómetros, parte del sagrado perímetro de la Isla. En esas aguas había monstruos de inofensivas especies, grandes criaturas en forma de globo denominadas volivantes que se sujetaban a las rocas de las profundidades y medraban mediante la filtración de plancton a través de sus branquias. Esas criaturas excretaban un constante flujo de materia nutritiva que constituía el sustento de la enorme población de formas vitales que las rodeaba. Valentine vio muchos volivantes durante los primeros días: hinchados sacos globulares de un tinte carmesí oscuro, de quince a veinte metros de anchura en su parte superior, claramente visibles debajo de la calmada superficie. Tenían oscuras marcas semicirculares en la piel, que Valentine supuso eran ojos, hocicos y bocas, de tal forma que vio rostros que miraban hacia arriba con grave expresión, y pensó que los volivantes eran seres profundamente melancólicos, filósofos dotados de autoridad y paciencia que reflexionaban eternamente sobre el flujo y reflujo de las mareas.

—Me entristecen —comentó a Carabella—. Siempre en suspenso, atados por la cola a ocultas rocas, balanceándose con las corrientes marinas… ¡Qué pensativos están!

—¡Pensativos! ¡Son primitivas bolsas de gas, menos inteligentes que una esponja!

—Examínalos atentamente, Carabella. Quieren volar, quieren ascender… Observan el cielo, el mundo aéreo, y ansían conocerlo, pero lo único que les está permitido es seguir suspendidos bajo las olas, y hartarse de organismos invisibles. Delante mismo de sus ojos hay otro mundo, y entrar en ese mundo significaría la muerte. ¿No te conmueve ese detalle?

—Que tontería —dijo Carabella.

Durante el segundo día en el canal, la Reina de Rodamaunt se encontró con cinco barcas pesqueras que habían desarraigado un volivante y, tras subirlo a la superficie, lo habían sesgado; las barcas estaban reunidas alrededor del enorme pellejo, y los marineros lo cortaban en trozos más pequeños que amontonaban en las embarcaciones como si de pieles se tratara. Valentine se quedó pasmado. Cuando vuelva a ser la Corona, pensó, prohibiré que se mate a estas criaturas. E inmediatamente se asombró de su pensamiento, y se preguntó si era su intención promulgar leyes basándose únicamente en simpatías personales, sin analizar los hechos. Interrogó a Namurinta sobre la utilidad de los pellejos.

—Medicinal —replicó la capitana—. Alivio para los muy viejos, cuando su sangre fluye lentamente. Un volivante proporciona suficiente droga para todas las islas durante un año o más. Lo que acaba de ver es un raro acontecimiento.

Cuando vuelva a ser la Corona, decidió Valentine, reservaré mi opinión hasta que esté en plena posesión de la verdad, si es que tal cosa es posible.

No obstante, la supuesta solemne profundidad de los volivantes le siguió obsesionando, le causó extrañas emociones, y Valentine se sintió aliviado al abandonar la zona y entrar en las frías y azuladas aguas que rodeaban la Isla del Sueño.

7

La Isla estaba claramente a la vista hacia el este, y hora tras hora iba aumentando de tamaño de un modo perceptible.

Valentine sólo la había visto en sueños y fantasías sin otra base que su imaginación y los residuos de realidades recordadas que seguían incrustados en su mente. Y él no estaba preparado, en absoluto, para la realidad del lugar.

La Isla era inmensa. Ese detalle no debía ser sorprendente en un planeta de por sí gigantesco, y donde tantas cosas guardaban proporción con las dimensiones planetarias. Pero Valentine se había engañado al pensar que una isla tenía por fuerza dimensiones convenientes y accesibles. Esperaba ver un lugar dos, tres veces mayor que Rodamaunt Graun, y ello era absurdo: la Isla del Sueño, en realidad, cubría todo el horizonte y parecía tan grande como la costa de Zimroel cuando el Brangalyn completó los dos primeros días de navegación tras zarpar de Poliplok. Era una isla, pero por la misma razón también eran islas Zimroel, Alhanroel y Suvrael. Y el único motivo que impedía denominarla continente, como los otros lugares, era que su tamaño no pasaba de ser simplemente grandioso, mientras que los continentes propiamente dichos eran colosales.