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Las mejillas de Valentine enrojecieron. Salió silenciosamente de la habitación del oráculo.

Cinco días después, Talinot Esulde le comunicó que estaba autorizado para acceder a la Terraza de Iniciación.

—Pero… ¿por qué? —preguntó a Deliamber.

—¿Por qué? es una pregunta inútil en asuntos de progreso espiritual —replicó el vroon—. Es obvio que algo ha cambiado en usted.

—¡Pero si no he tenido ningún legítimo sueño de citación!

—Quizá se equivoque —dijo el mago.

Un acólito le condujo, a pie, por las sendas del bosque que llevaban a la otra terraza. La ruta era un laberinto que zigzagueaba de un modo asombroso, y varias veces tuvieron que girar en la dirección que precisamente parecía incorrecta. Valentine estaba completamente perdido cuando, varias horas más tarde, salieron a una zona despejada de inmenso tamaño. Pirámides de piedra color azul oscuro de tres metros de altura se elevaban a intervalos regulares sobre las losas rosas de la terraza.

La vida en la nueva terraza era prácticamente iguaclass="underline" humildes tareas, meditación, explicación diaria de los sueños, ascéticas, austeras habitaciones, monótonas comidas… Pero allí se iniciaba la instrucción sagrada, una hora todas las tardes dedicada a explicar los principios de la gracia de la Dama mediante elípticas parábolas y tortuosos diálogos.

Al principio, Valentine prestó incansable atención a las explicaciones. Era un tema vago y abstracto para él, y resultaba difícil concentrarse en temas tan sombríos cuando él estaba poseído por una franca pasión política: llegar al Monte del Castillo y resolver la disputa sobre el gobierno de Majipur. Pero al tercer día se asombró al comprobar que las explicaciones del acólito sobre el papel desempeñado por la Dama eran enteramente políticas. La Dama era una fuerza moderadora, comprendió Valentine, una argamasa de amor y fe que sostenía los cimientos del poder en el planeta. Actuara como actuara con su magia del envío de sueños —y era imposible creer en el mito popular de que ella estaba en contacto con las mentes de millones de personas todas las noches—, una cosa estaba clara: su sosegado espíritu calmaba y tranquilizaba el planeta. El aparato del Rey de los Sueños, por lo que sabía Valentine, enviaba sueños directos y específicos que flagelaban a los culpables y censuraban a los dudosos, y los envíos del Rey podían ser violentos. Pero igual que el calor del océano modera el clima de los continentes, la Dama suavizaba las ásperas fuerzas que dominaban Majipur, y la teología surgida en torno a la persona de la Dama como divina madre encarnada sólo era, así lo comprendía ahora Valentine, una metáfora de la división del poder ideada por los primeros gobernantes de Majipur.

Por eso Valentine prestó sumo interés a las explicaciones. Durante algún tiempo olvidó su ansiedad por llegar a terrazas más elevadas, para aprender más en la que estaba.

Valentine se hallaba completamente solo en esa terraza. Una novedad. Shanamir y Vinorkis no aparecían por ninguna parte —¿acaso habían pasado ya a la Terraza de los Espejos?— y los demás, lógicamente, habían quedado atrás. Lo que más echaba de menos Valentine era la rutilante energía de Carabella y la irónica sabiduría de Deliamber, pero también el resto de sus compañeros habían entrado a formar parte de su alma en el largo y difícil recorrido de Zimroel, y no tenerlos junto a él era desagradable. Sus tiempos de malabarista parecían haber pasado hacía muchos años, estar irremediablemente perdidos. De vez en cuando, en momentos de ocio, Valentine cogió frutas de los árboles y efectuó con ellas los ya familiares números, para diversión de novicios y acólitos. Uno de ellos, un hombre fornido de negra barba llamado Farssal, se obstinó en observar atentamente a Valentine en cuanto éste hacía malabares con las frutas.

—¿Dónde aprendiste ese arte? —preguntó Farssal.

—En Pidruid —dijo Valentine—. Formaba parte de una compañía de malabaristas.

—Debía ser una magnífica vida.

—Lo era —dijo Valentine, recordando la excitación de hallarse ante el atezado lord Valentine en el circo de Pidruid, y el momento en que salió al vasto escenario del Circo Perpetuo de Dulorn, y tantas inolvidables escenas de su pasado.

—¿Ese talento se aprende, o es natural? —dijo Farssal.

—Cualquier persona puede aprender, cualquiera que tenga buena vista y poder de concentración. Yo aprendí en pocas semanas, el año pasado, en Pidruid.

—¡No! ¡Si parece que lo hayas hecho toda la vida!

—No hasta el año pasado.

—¿Qué te indujo a ser malabarista? Valentine sonrió.

—Necesitaba ganarme el sustento, y en Pidruid había malabaristas ambulantes que habían llegado para las fiestas de la Corona. Y necesitaban un hombre más. Me enseñaron rápidamente, y yo podría enseñarte a ti.

—¿Crees que podrías hacerlo?

—Atento —dijo Valentine, y lanzó una fruta, un duro bishawar verde, al hombre de la barba negra—. Cámbiala de mano durante un rato, para perder tensión en los dedos. Hay que dominar algunas posiciones básicas, y ciertos hábitos de percepción, cosa que precisa práctica, y después…

—¿A qué te dedicabas antes de ser malabarista? —preguntó Farssal mientras devolvía la fruta.

—Iba de un lado a otro —dijo Valentine—. Atento. Pon las manos así…

Valentine adiestró a Farssal durante media hora, intentando enseñarle tal como Sleet y Carabella hicieron con él en la posada de Pidruid. Fue una grata diversión en aquella plácida y monótona vida. Farssal tenía buena vista y rápidas manos, y aprendía prontamente, aunque no tanto como Valentine en sus inicios. Al cabo de unos días dominaba las reglas elementales y era capaz de hacer malabares con algunas limitaciones, pero no con elegancia. Era un hombre abierto y locuaz, que mantenía constante el torrente de conversación mientras se pasaba los bishawares de una mano a otra. Había nacido en Ni-moya, afirmó. Durante muchos años fue comerciante en Piliplok, y en época reciente había sufrido una crisis espiritual que le sumió en la confusión y le impulsó a realizar la peregrinación a la Isla. Farssal habló de su matrimonio, de sus hijos, indignos de confianza, de las inmensas fortunas que había perdido y había ganado en la mesa de juego. Y también quiso saber todos los detalles posibles sobre Valentine, su familia, ambiciones, los motivos que le habían llevado a la Isla… Valentine respondió con la máxima verosimilitud de que era capaz, y se libró de las preguntas embarazosas con disertaciones rápidamente ingeniadas sobre el arte del malabarismo.

Al terminar la segunda semana —trabajo duro, estudio, meditación, períodos de ocio pasados practicando con Farssal, un ciclo estable y estático— Valentine sintió que volvía a dominarle el desasosiego, el ansia de seguir adelante.

No tenía la menor idea del número de terrazas existentes. ¿Nueve? ¿Noventa? Pero si pasaba tanto tiempo en una sola, tardaría años en ver a la Dama. Era preciso encontrar la forma de abreviar el proceso de ascenso.

El truco de fingir sueños de citación no dio resultado. Sacó a relucir su sueño de que flotaba en el estanque ante Silimein, su oráculo en la Terraza de Iniciación, pero la intérprete no quedó más impresionada que anteriormente Stauminaup. Durante los períodos de meditación y cuando dormía por la noche, Valentine intentó llegar a la mente de la Dama e implorar una cita. Tampoco esto dio resultados.

Preguntó a sus compañeros de mesa en el comedor cuánto tiempo llevaban en la Terraza de Iniciación.

—Dos años —dijo uno.

—Ocho meses —dijo otro.

A nadie parecía preocuparle el paso del tiempo.

—¿Y tú? —preguntó a Farssal.

Farssal explicó que había llegado pocos días antes que Valentine. Pero no estaba impaciente por seguir avanzando.