—No hay prisa, ¿verdad? Servimos a la Dama en cualquier lugar que estemos, ¿no te parece? Una terraza es tan buena como cualquier otra.
Valentine asintió. Apenas se atrevía a poner reparos.
Después, durante la tercera semana, pensó ver a Vinorkis al otro lado del campo de estachas donde estaba trabajando. Pero tuvo dudas —¿había observado un destello anaranjado en los bigotes del yort?— y tampoco pudo gritar a causa de la excesiva distancia. Al día siguiente, sin embargo, mientras practicaba tranquilamente con Farssal cerca del estanque, vio que Vinorkis, indudablemente Vinorkis, le observaba al otro lado de la plaza. Valentine se excusó y corrió hacia allí. Después de tantas semanas separado de sus compañeros, resultaba agradable incluso ver al yort.
—Así que eras tú el que estaba en los campos de estachas —dijo Valentine. Vinorkis asintió.
—Los últimos días le he visto varias veces, mi señor. Pero la terraza es tan grande… No pude acercarme. ¿Cuándo ha llegado?
—Una semana más tarde que tú. ¿Hay alguien más de los nuestros?
—No, que yo sepa —replicó el yort—. Shanamir estuvo aquí, pero siguió avanzando. Veo que no ha perdido su talento de malabarista, mi señor. ¿Quién es su compañero?
—Un hombre de Piliplok. Rápido con las manos.
—¿Y también con la lengua? Valentine frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—¿Ha explicado a ese hombre muchos detalles de su pasado, o de su futuro, mi señor?
—Naturalmente que no. —Valentine fijó la mirada en el yort—. ¡No, Vinorkis! ¡Es imposible que haya espías de la Corona en la Isla de la Dama!
—¿Por qué? ¿Tan difícil es infiltrarse en este lugar?
—Pero por qué sospechas…
—Ayer por la noche, después de verle a usted en los campos, vine aquí para tratar de encontrarle. Entre otras personas, hablé con su nuevo amigo, mi señor. Le pregunté si conocía a un tal Valentine, y él empezó a interrogarme a mí. Que si yo era amigo suyo, que si le había conocido en Pidruid, que por qué había venido a la Isla, y cosas por el estilo. Mi señor, me inquieta que un extraño haga tantas preguntas. En especial en este lugar, donde nos enseñan a permanecer alejados de los demás.
—Tal vez seas demasiado desconfiado, Vinorkis.
—Es posible. Pero de todas formas, tome precauciones, mi señor.
—Así lo haré —dijo Valentine—. Él no sabrá de mí más cosas que las que ya sabe. Simples detalles sobre malabarismo.
—Es posible que él ya sepa demasiado sobre usted —dijo el yort en tono de desaliento—. Pero le vigilaremos, incluso mientras él le vigila a usted.
La idea de estar sometido a vigilancia en la misma Isla causó consternación a Valentine. ¿No existía refugio alguno? Valentine ansió tener junto a él a Sleet, o a Deliamber. El espía de hoy podía convertirse fácilmente en asesino el día de mañana, cuando Valentine se aproximara demasiado a la Dama y representara un gran peligro para el usurpador.
Pero Valentine no parecía estar acercándose a la Dama. Pasó otra semana del mismo modo que la anterior. Después, cuando ya empezaba a creer que consumiría el resto de sus días en la Terraza de Iniciación, y cuando estaba llegando a un punto en que le importaba muy poco que ello fuera así, le llamaron mientras estaba en los campos de estachas y le ordenaron que se preparara para ir a la Terraza de los Espejos.
9
La tercera terraza era un lugar de ofuscadora belleza, dotado de un resplandor que recordaba a Dulorn. La terraza se hallaba cobijada en la base del Segundo Risco, un formidable muro vertical de creta blanca que se erigía como insalvable barrera para seguir avanzando hacia el interior. Y cuando el sol se situó al oeste, la faz del risco era tal maravilla de brillo reflejado que confundía la vista y arrancaba gemidos de espanto al alma.
Además, allí estaban los espejos: grandes losas de piedra finamente pulida dispuestas de canto en el suelo por todos los lugares de la terraza, de tal modo que los novicios, miraran donde miraran, siempre encontraban su propia imagen, reluciente sobre un fondo de luz interna. Al principio, Valentine se examinó críticamente, buscó los cambios que su viaje pudiera haberle producido, cierto amortiguamiento del cálido resplandor que fluía de él desde los días de Pidruid, o quizá señales de fatiga o tensión. Pero no vio nada de eso, sólo la familiar imagen del hombre rubio que sonreía. Se saludó, se guiñó un ojo, se hizo señas… Y después, al cabo de una semana, dejó de reparar en su reflejo. Si le hubieran ordenado no prestar atención a los espejos, seguramente habría vivido con la tensión del que se siente culpable, habría dirigido involuntarias miradas, habría tenido que apartar la vista bruscamente… Pero nadie le explicó la finalidad de los espejos, y con el tiempo fue olvidándose de ellos. Ésa era, comprendió más tarde Valentine, la llave para seguir avanzando en la Isla: evolución del espíritu desde dentro, creciente capacidad para discernir y descartar lo irrelevante.
Valentine se encontraba completamente solo en esa terraza. Sin Shanamir, sin Vinorkis, sin Farssal. Valentine estuvo muy atento a la presencia del hombre de la barba negra: si en realidad era un espía, encontraría algún medio para seguir a Valentine de terraza en terraza. Pero Farssal no apareció.
Valentine permaneció once días en la Terraza de los Espejos y después, en compañía de otros cinco novicios, ascendió con un trineo flotante hasta el borde del Segundo Risco y la Terraza de Consagración.
Desde allí había una magnífica vista de las tres primeras terrazas, muy por debajo, extendidas junto al distante mar. Valentine apenas divisó la Terraza de Evaluación —sólo una fina línea rosa en el verde oscuro del bosque—, pero la gran Terraza de Iniciación aparecía de un modo imponente en el centro del llano inferior, y la Terraza de los Espejos, la más próxima, resplandecía como un millón de hogueras bajo el sol del mediodía.
Para Valentine cada vez era menos importante la celeridad de su paso. El tiempo iba perdiendo significado. Valentine se había adaptado al ritmo del lugar. Trabajaba en los campos, asistía a largas sesiones de instrucción espiritual y pasaba buena parte de su tiempo en el interior del oscuro edificio con techo de piedra que era el santuario de la Dama, para pedir, de un modo que en realidad no era pedir, que se le otorgara iluminación. De vez en cuando recordaba su anterior propósito de llegar rápidamente al corazón de la Isla para ver a la mujer que habitaba allí. Pero ahora no había prisa. Valentine se había transformado en un auténtico peregrino.
Después de la Terraza de Consagración se extendía la Terraza de las Flores, luego la Terraza de Devoción y a continuación la Terraza de Capitulación. Todas se hallaban en el llano del Segundo Risco, igual que la Terraza de Ascenso, que era la etapa final antes de subir a la meseta donde vivía la Dama. Cada una de estas terrazas, supo con el tiempo Valentine, rodeaba completamente la isla, de modo que podía haber un millón de devotos, incluso más, en todas ellas, y un peregrino sólo veía un minúsculo fragmento del conjunto mientras continuaba su avance hacia el centro. ¡Cuánto esfuerzo consumido para construir el lugar! ¡Cuántas vidas dedicadas por entero al servicio de la Dama! Y los peregrinos se movían en una esfera de silencio: sin trabar amistades, sin intercambiar confidencias, sin abrazar a sus amantes… Farssal había constituido una misteriosa excepción a esa costumbre. Parecía que aquel lugar existía fuera del tiempo y aparte de los ordinarios rituales de la vida.
En esa zona media de la Isla se hacía menos hincapié en la enseñanza y más en el trabajo. Cuando él llegara al Tercer Risco, lo sabía perfectamente, encontraría a las personas que ejecutaban las tareas de la Dama en todo el mundo. Porque no era la misma Dama, así lo había sabido Valentine, la encargada de irradiar la mayor parte de envíos, sino que la misión dependía de los acólitos avanzados del Tercer Risco, cuyas mentes y espíritus actuaban como amplificadores de la benevolencia de la Dama. No todo el mundo llegaba al Tercer Risco. Por lo que Valentine pudo saber, los acólitos de más edad llevaban décadas en el Segundo Risco, realizando tareas administrativas, sin esperanzas ni deseos de ascender a las responsabilidades más onerosas de la zona interior.