—Así es. Pero habrían hecho mejor eligiendo una ruta menos directa para visitar al Pontífice.
Lisamon intervino de un modo imprevisto.
—¡No cause problemas! —rugió—. ¿Sabe quién es este hombre?
Disgustado, Valentine chasqueó los dedos para hacer callar a la giganta.
—No tengo la menor idea —dijo dulcemente el duque—. Pero aunque fuera el mismísimo lord Valentine, no le sería fácil pasar por aquí. En realidad, a lord Valentine le sería más difícil que a cualquier otra persona.
—¿Debo entender que tiene alguna queja contra lord Valentine? —preguntó Valentine.
El bandido prorrumpió en roncas carcajadas.
—La Corona es mi enemigo más odiado.
—En ese caso, su mano debe estar alzada contra la civilización entera, porque todo el mundo debe lealtad a la Corona y está obligado a enfrentarse a los enemigos de ésta en pro del orden. ¿Es posible que usted sea duque y no acepte la autoridad de la Corona?
—No de esta Corona —replicó Nascimonte. Recorrió serenamente el espacio que le separaba de Valentine, con la mano aún apoyada en la espada, y le examinó con sumo interés—. Viste ropa elegante. Huele a comodidades ciudadanas. Debe ser rico, debe vivir en un gran palacio en las alturas del Monte, y seguramente tiene criados que atienden todas sus necesidades. ¿Qué opinaría usted si un día le despojaran de todo eso, eh? ¿Qué opinaría si un capricho de otra persona le arrojara a la pobreza?
—He tenido esa experiencia —dijo tranquilamente Valentine.
—¿Sí, en serio? ¿Usted, que viaja en esa cabalgata de coches flotantes, rodeado de su séquito? Bien, ¿quién es usted?
—Lord Valentine, la Corona —respondió Valentine sin vacilación.
Los flameantes ojos de Nascimonte se inflamaron de rabia. Durante un instante pareció que iba a desenfundar la espada. Después, como si viera en la respuesta un chiste muy de acuerdo con su feroz humor, se tranquilizó.
—Sí —dijo—, usted es la Corona del mismo modo que yo soy duque. Bien, lord Valentine, su generosidad compensará mis pérdidas anteriores. La tasa por cruzar hoy la zona de ruinas es de mil reales.
—No tenemos esa suma —dijo Valentine, sin inmutarse.
—En ese caso tendrá que acampar aquí hasta que sus lacayos la consigan. —Hizo un gesto a sus hombres—. Prendedlos y atadlos. Dejad uno libre… ése, el vroon, para que haga de mensajero. —A continuación habló con Deliamber—. Vroon, comunica a los que esperan en los flotadores que retenemos aquí a esta gente hasta que se nos pague mil reales, que deberán entregarse antes de un mes. Y si vuelves con soldados en lugar de dinero… bien, ten presente que nosotros conocemos estas colinas y los agentes de la ley no. Nunca volveréis a ver con vida a ninguno de los vuestros.
—Aguarde —dijo Valentine, mientras los hombres de Nascimonte avanzaban—. Explíqueme qué queja tiene contra la Corona.
Nascimonte le miró ceñudamente.
—Él llegó a esta parte el año pasado, al volver de Zimroel donde había efectuado la gran procesión. Yo vivía entonces en las colinas al pie del Monte Ebersinul, en el lado del Lago Marfil. Allí cultivaba ricca, zuyol y milaile, y mis plantaciones eran las mejores de la provincia, porque mi familia las cultiva desde hace dieciséis generaciones. Me ordenaron alojar a la Corona y su séquito, puesto que yo era el más capacitado para satisfacer sus necesidades de hospitalidad. Él se presentó en el momento culminante de la cosecha de zuyol acompañado por centenares de gorristas y lacayos, una miríada de cortesanos, monturas suficientes para acabar con los pastos de medio continente. Entre un Día Estelar y el siguiente dejaron secas mis bodegas, celebraron fiestas en los campos y destrozaron los cultivos, prendieron fuego a la mansión en un juego de borrachos, rompieron la represa y anegaron los campos, me arruinaron totalmente por simple diversión, y luego se marcharon, sin saber siquiera lo que me habían hecho, sin preocuparse por saberlo. Los prestamistas se han quedado con todo, y yo vivo en las rocas del Desfiladero Vornek por cortesía de lord Valentine y sus amigos. ¿Dónde está la justicia?
»Le costará mil reales salir de estas viejas ruinas, forastero, y aunque yo no tengo malicia alguna, le cortaré el cuello con la misma frialdad con que los hombres de lord Valentine abrieron mi represa, y con la misma indiferencia, si el dinero no llega.
Nascimonte se volvió hacia sus hombres.
—¡Atadlos!
Valentine llenó sus pulmones de aire, cerró los ojos y, tal como le había enseñado la Dama, cayó un estado de desvelado sueño, en el estado de trance que daba vida a su aro. Proyectó su mente hacia la oscura y amargada alma del señor de los Límites Orientales, y la inundó de amor.
El empeño requirió toda la fuerza que tenía. Valentine se tambaleó y aseguró sus piernas, y se apoyó en Carabella, con la mano puesta en el hombro de la joven, para extraer de ella más energía y vitalidad y bombearla hacia Nascimonte. En ese momento comprendió el precio que pagaba Sleet cuando hacia malabares a ciegas, porque el esfuerzo estaba agotando toda su substancia vital. Sin embargo mantuvo el vertido de espíritu durante largos, larguísimos instantes.
Nascimonte había quedado inmóvil, con la cabeza vuelta hacia Valentine y con el cuerpo torcido, con los ojos fijos en los de Valentine. Éste mantuvo de un modo inexorable su dominio del alma del duque y la inundó de compasión hasta que el férreo resentimiento de Nascimonte se ablandó, se soltó y cayó de él igual que un caparazón. En ese instante Valentine hizo fluir hacia el otro hombre, repentinamente vulnerable, una visión de todo lo ocurrido desde su destronamiento en Til-omon hacia tanto tiempo, todo incluido en un simple, deslumbrante punto de iluminación.
Valentine interrumpió el contacto y, dando tumbos, se dejó caer en los brazos de Carabella, que le sostuvo resueltamente.
Nascimonte miraba a Valentine como alguien que acaba de ser tocado por el Divino.
Después cayó de rodillas e hizo el signo del estallido estelar.
—Mi señor —dijo roncamente, con una voz que salía de las profundidades de su garganta, un sonido apenas audible—. Mi señor… perdóname… perdóname…
4
El hecho de que hubiera bandidos sueltos en aquel desierto sorprendió y consternó a Valentine, por cuanto existía escasa tradición de tal anarquía en el planeta de buenas costumbres que era Majipur. También le consternó el hecho de que los bandidos fueran prósperos campesinos empobrecidos a causa de la insensibilidad de la actual Corona. En Majipur no era normal que la clase dominante explotara su posición de un modo tan despreocupado. Dominin Barjazid, si pensaba que podía comportarse así y conservar un trono largo tiempo, no era simplemente un villano sino también un necio.
—¿Piensa destronar al usurpador? —preguntó Nascimonte.
—En su momento —replicó Valentine—. Pero hay que hacer muchas cosas antes de que llegue ese día.
—Estoy a sus órdenes, si es que puedo ser útil.
—¿Hay más bandidos entre esta zona y la entrada del Laberinto?
Nascimonte asintió.
—Muchos. Recurrir al salvajismo es la costumbre de esta provincia.
—¿Y usted tiene influencia sobre ellos, o su título de duque es simple ironía?
—Me obedecen.
—Excelente —dijo Valentine—. En ese caso le pido que nos guíe en estas tierras para llegar al Laberinto, y que evite que sus amigos merodeadores retrasen nuestro viaje.
—Lo haré, mi señor.
—Pero ni una palabra a nadie de lo que acabo de mostrarle. Considéreme simplemente como un delegado de la Dama, que lleva una embajada al Pontífice.