—De verdad.
—Un nombre muy bonito —dijo de nuevo—. Págueme medio real, Valentine, y le enseñaré el Laberinto.
Medio real, Valentine lo sabía, era un precio excesivo, la paga de varios días de un artesano experto, y sin embargo no puso reparo: no parecía apropiado que un hombre de su posición regateara con un niño. Hissune, quizá, había hecho el mismo cálculo. En cualquier caso el precio vino a ser una inversión de mérito, porque el chico demostró ser un experto en las vueltas y recodos del Laberinto, y los condujo con sorprendente rapidez hacia las espirales más bajas y profundas del lugar. Descendieron, descendieron y dieron vueltas, doblaron inesperadas curvas y atajaron por estrechas callejuelas apenas transitables, bajaron por ocultas rampas que parecían atravesar improbables abismos de espacio.
El Laberinto fue haciéndose más oscuro e intrincado conforme descendían. Sólo el nivel más externo se hallaba bien iluminado. Los círculos internos eran sombríos y siniestros, con lóbregos corredores que salían de los principales en inverosímiles direcciones, y vislumbres de extrañas estatuas y adornos arquitectónicos vagamente visibles en los tenebrosos, depresivos rincones. El lugar turbó a Valentine. Exudaba moho e historia, poseía la frígida humedad de las cosas inimaginablemente antiguas, carecía de sol, aire y alegría, era una gigantesca caverna de melancólicas, desconsoladas tinieblas en las que se movían ceñudas figuras de severas miradas cumpliendo diligencias tan misteriosas como sus sombrías identidades.
Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo…
El chico mantuvo un constante flujo de charla. Era un niño con extraordinaria locuacidad, vivaz y gracioso, quizá un producto impropio del mórbido lugar. Se refirió a turistas de Ni-moya que se perdieron entre el Corredor de los Vientos y el Paraje de las Máscaras durante un mes; vivieron con las migajas proporcionadas por moradores de inferior categoría social, pero su desmesurado orgullo les impidió admitir que eran incapaces de encontrar la salida. Hissune habló del arquitecto de la Mansión de los Globos, que alineó los esferoides en ese complejo lugar con respecto a cierto sistema numerológico de monumental complicación; después descubrió que los obreros, tras perder el libro de claves de los planes, habían trasladado las esferas de acuerdo con un improvisado sistema que inventaron; el arquitecto se arruinó al reconstruir el conjunto del modo correcto corriendo él con todos los gastos, y finalmente averiguó que sus cálculos eran erróneos y que la configuración era imposible.
—Lo enterraron en el mismo sitio donde cayó —dijo Hissune.
Y el chico narró la historia del Pontífice Arioc, el hombre que con ocasión de quedar vacante el cargo de Dama, se proclamó hembra, se nombró ocupante de la Isla y abdicó de su trono. Descalzo y ataviado con holgados vestidos, dijo Hissune, Arioc abandonó públicamente las entrañas del Laberinto, seguido por un grupo de desesperados ministros que trataban de disuadirle de emprender ese rumbo.
—En este lugar —explicó Hissune—, Arioc convocó a la gente y anunció que era la nueva Dama, y pidió una carroza para ir a Stoien. Y los ministros no pudieron hacer nada. ¡Nada! Me gustaría haber visto sus caras.
Descendieron…
La caravana descendió durante todo el día. Atravesaron la Mansión de las Columnas, donde millares de enormes pilares de color gris brotaban como titánicas setas; ociosos estanques de agua negra y grasienta cubrían el suelo de piedra hasta una profundidad de poco más de un metro. Cruzaron el Corredor de los Vientos, un terrorífico lugar donde frías ráfagas de aire surgían inexplicablemente de rejillas de piedra de elegante talla. Vieron el Paraje de las Máscaras, un tortuoso corredor en el que gigantescas caras sin cuerpo, con ciegas, vacías rendijas como ojos, aparecían montadas en plintos de mármol. Contemplaron la Mansión de las Pirámides, un bosque de figuras poliédricas, rígidas y blancas, dispuestas tan juntas que era imposible avanzar entre ellas, un puntiagudo laberinto de monolitos, algunos perfectamente tetraédricos pero la mayoría extrañamente alargados, larguiruchos, ominosos. En el nivel inferior erraron por la célebre Mansión de los Globos, una estructura más compleja todavía de dos kilómetros y medio de longitud, donde objetos esféricos, algunos no mayores que un puño y otros tan grandes como dragones marinos de enorme tamaño, colgaban espectralmente e invisiblemente suspendidos, iluminados desde abajo. Hissune mostró interés en indicar dónde estaba la tumba del arquitecto: un sepulcro sin lápida, una losa de negra piedra bajo el globo de mayor tamaño.
Descendieron, descendieron…
Valentine no vio nada de esto en su anterior visita. Desde la Boca de las Aguas se descendía con rapidez, a través de pasadizos usados únicamente por la Corona y el Pontífice, hacia el cubil imperial situado en el corazón del Laberinto.
Algún día, pensó Valentine, si vuelvo a ser Corona, deberé suceder a Tyeveras como Pontífice. Y cuando ese día llegue haré saber al pueblo que no deseo vivir en el Laberinto, sino construir un palacio en otro sitio más alegre.
Valentine sonrió. Se preguntó cuántas Coronas antes que él, al ver la espantosa enormidad del Laberinto, habían hecho el mismo voto. Y sin embargo, todos ellos, tarde o temprano, se retiraron del mundo y fijaron residencia allí abajo. Era muy fácil, cuando se tenía juventud y plena vitalidad, tomar tales resoluciones, sacar el pontificado de Alhanroel y llevarlo a cierto punto conveniente del continente más joven, tal vez a Ni-moya, o a Dulorn, y vivir en medio de bellezas y placeres. Valentine tuvo dificultades para imaginar que se emparedaba de un modo voluntario en el fantástico y repelente Laberinto. Pero a pesar de todo, a pesar de todo, todos los monarcas lo hicieron: Dekkeret, Confalume, Prestimion, Stiamot, Kinniken y otros de épocas pasadas. Todos abandonaron el Monte del Castillo y se trasladaron al oscuro agujero cuando llegó el momento. Tal vez no fuera tan malo como parecía. Quizá cuando se es Corona durante mucho tiempo uno se alegra de retirarse de las alturas del Monte del Castillo. Meditaré más estos asuntos, se dijo Valentine, cuando sea el momento oportuno.
La caravana de coches flotantes dobló una cerrada curva y entró en un nuevo nivel.
—La Arena —anunció con énfasis Hissune.
Valentine contempló una inmensa cámara vacía, tan enorme en longitud y anchura que fue incapaz de ver los muros, sólo el parpadeo de distantes luces en los ensombrecidos rincones. No había apoyos visibles para el lecho. Era sorprendente pensar en el descomunal peso de los niveles superiores, los millones de personas, las interminables y tortuosas calles y callejuelas, los edificios, estatuas y vehículos, todo ello comprimiendo el techo de la Arena, y que esa vasta nada resistiera la colosal presión.
—Escuchen —dijo Hisssune.
Salió del coche, se llevó las manos a la boca y soltó un penetrante grito. Hubo ecos, claros sonidos de puñaladas que rebotaban en una u otra pared, los primeros amplificados, los demás degradados hasta quedar reducidos a los gorjeos y chirridos de los droles. El muchacho lanzó otro grito, y otro después de aquél, y de ese modo los sonidos se estrellaron y reverberaron alrededor de la caravana durante más de un minuto. Luego, tras una sonrisa de superioridad, Hissune regresó al coche.
—¿Qué utilidad tiene este lugar? —inquirió Valentine.
—Ninguna.
—¿Ninguna? ¿No sirve para nada?
—Sólo es un espacio vacío. El Pontífice Dizimaule quiso que hubiera aquí un gran espacio vacío. Aquí nunca sucede nada. Nadie obtiene permiso para construir en este lugar, y no quiero decir que haya alguien que lo solicite. La Arena reposa, sólo eso. Produce buenos ecos, ¿no les parece? Ése es el único uso que tiene. Salga, Valentine, haga un eco.