Valentine sonrió y sacudió la cabeza.
—En otra ocasión —dijo.
La travesía de la Arena pareció precisar el día entero. Avanzaron sin descanso, sin poder ver un muro o una columna. Era igual que atravesar una llanura despejada, excepto por el techo, vagamente visible a gran altura. Valentine tampoco logró discernir el instante en que empezaron a salir de la Arena. Al cabo de un rato se dio cuenta de que el suelo del lugar se había convertido en una rampa, y de que había efectuado una transición casi imperceptible a un nivel inferior que devolvió los vehículos a la acostumbrada y claustrofóbica estrechez de las espirales del Laberinto. Mientras seguían descendiendo, el nuevo corredor semicircular fue haciéndose más brillante, hasta que no tardó en estar casi tan bien iluminado como el nivel próximo a la entrada donde se hallaban las tiendas y los mercados. Más adelante, elevándose a extraordinaria altura ante los viajeros, había una pantalla de extraño diseño en la que se veían diversas inscripciones en relucientes y luminosos colores.
—Estamos llegando a la Casa de los Archivos —dijo Hissune—. No puedo acompañarles más lejos.
De hecho la calle terminaba en una plaza pentagonal situada frente a la gran pantalla que, vio entonces Valentine, era una especie de crónica de Majipur. En el lado izquierdo estaban los nombres de las Coronas, una lista tan larga que Valentine apenas pudo leer la parte superior. En el lado derecho se hallaba la correspondiente relación de pontífices. Junto a todos los nombres se leía la época de reinado.
Los ojos de Valentine recorrieron las listas. Cientos y cientos de nombres, algunos muy conocidos, los resonantes nombres de la historia del planeta, Stiamot, Thimin, Confalume, Dekkeret, Prestimion, y otros que eran simples disposiciones de letras, nombres que Valentine había visto cuando, siendo niño, pasaba tardes lluviosas leyendo las listas de los Poderes de Majipur, pero cuyo significado consistía en que formaban parte de la relación: Prakipin, Hunzimar, Meyk, Struin, Scaul y Spurifon. Estos últimos eran hombres que habían detentado el poder en el Monte del Castillo y luego en el Laberinto hacía mil, tres mil, cinco mil años, hombres que habían sido el centro de todas las conversaciones, el objeto de todos los homenajes, que habían danzado en el escenario imperial y ejecutado su espectáculo antes de esfumarse en la historia. Lord Spurifon, pensó Valentine. Lord Scaul. ¿Quiénes fueron esos hombres? ¿De qué color fue su cabello, qué diversiones prefirieron, qué leyes promulgaron, con cuánta calma y valentía se enfrentaron a la muerte? ¿Qué impacto causaron en las vidas de los millones de almas de Majipur, o no causaron ninguno? Algunos, vio Valentine, habían gobernado pocos años como Coronas, conducidos rápidamente al Laberinto a causa del fallecimiento de un Pontífice. Y otros habían ocupado la cumbre del Monte del Castillo durante una generación. Lord Meyk, Corona durante treinta años y Pontífice durante… Valentine escrutó la aturdidora relación: Pontífice durante veinte años más. Cincuenta años de poder supremo, ¿y quién sabía algo de lord Meyk y Meyk el Pontífice en los tiempos modernos?
Valentine observó la parte inferior de las listas, el punto donde se desvanecían en un vacío. Lord Tyeveras… lord Malibor… lord Voriax… lord Valentine…
Ahí terminaba la lista del lado izquierdo, naturalmente. Lord Valentine, reinado de tres años e inconcluso…
Lord Valentine, al menos, sería recordado. A él no le estaba reservado el olvido como a los Spurifon y Scaul, porque en Majipur la gente narraría la historia, en las generaciones futuras, del joven moreno que fue arrojado mediante traición al cuerpo de un hombre rubio, y que perdió su trono por culpa del hijo del Rey de los Sueños. Pero ¿qué dirían de él ¿Que fue un cándido necio, un personaje tan cómico como Arioc que se proclamó Dama de la Isla? ¿Que fue un hombre apocado incapaz de protegerse del mal? ¿Que sufrió una asombrosa caída, y que recuperó valientemente su trono? ¿Cómo narrarían la historia de lord Valentine dentro de mil años? Valentine imploró una cosa, mientras se hallaba ante la gran lista de la Casa de Archivos: que no se dijera de lord Valentine que había recuperado el trono con magnífico heroísmo para después gobernar con debilidad y sin tino durante cincuenta años. Mejor ceder el Castillo al Barjazid que ser famoso por eso.
Hissune estaba tirándole de la mano.
—¿Valentine?
Bajó la mirada, sorprendido.
—Le dejo aquí —dijo el chico—. La gente del Pontífice no tardará en presentarse.
—Gracias, Hissune, por todo lo que has hecho. ¿Pero cómo vas a volver por tus propios medios? Hissune le hizo un guiño.
—No será a pie, se lo prometo. —Levantó los ojos solemnemente y, tras una pausa, dijo—: ¿Valentine?
—¿Sí?
—¿No debería ser moreno y tener barba?
Valentine se rió.
—¿Piensas que soy la Corona?
—¡Oh, sé que lo es! Está escrito en su cara. Pero… pero su cara está cambiada.
—No es una mala cara —dijo despreocupadamente Valentine—. Un poco más benévola que la vieja, y quizá más atractiva. Creo que me quedaré con ella. Supongo que su primer poseedor ya no la necesita.
El muchacho tenía los ojos muy abiertos.
—¿Está disfrazado, entonces?
—Digamos que sí.
—Así lo creía. —Hissune puso su manita en la mano de Valentine—. Bueno, buena suerte, Valentine. Si alguna vez vuelve al Laberinto, pregunte por mí y seré su guía otra vez. Y la próxima vez lo haré gratis. Recuerde mi nombre: Hissune.
—Adiós, Hissune.
El chico hizo otro guiño, y se fue.
Valentine miró de nuevo la gran pantalla de la historia.
Lord Tyeveras… lord Malibor… lord Voriax… lord Valentine…
Y quizá algún día lord Hissune, pensó. ¿Por qué no? El muchacho parecía tan calificado, al menos, como muchos que habían gobernado, y probablemente habría tenido la suficiente sensatez para no beber vino drogado de Dominin Barjazid.
Debo recordarle, se dijo Valentine, debo recordarle.
6
De una puerta situada al otro lado de la plaza de la Casa de los Archivos surgieron tres personas, una yort y dos humanos, con las máscaras de los funcionarios del Laberinto. Avanzaron pausadamente hacia el lugar donde estaban Valentine, Deliamber, Sleet y otros.
La yort hizo una minuciosa inspección de Valentine y no reflejó temor o admiración.
—¿Tiene algo que hacer aquí? —preguntó.
—Solicitar una audiencia al Pontífice.
—Una audiencia del Pontífice —repitió la yort, asombrada, como si Valentine hubiera dicho «Solicito un par de alas» o «Solicito permiso para beber el océano hasta dejarlo seco»—.
¡Una audiencia del Pontífice! —Se echó a reír—. El Pontífice no concede audiencias.
—¿Son ustedes ministros importantes?
La risa fue más sonora.
—Esto es la Casa de los Archivos, no la Mansión de los Tronos. Aquí no hay ministros de estado.
Los tres funcionarios dieron media vuelta y se alejaron hacia la puerta.
—¡Esperen! —gritó Valentine.
Se deslizó en el estado de sueño y envió una perentoria visión hacia ellos. La visión no tenía un contenido específico, sólo una sensación, amplia y general, de que la estabilidad de las cosas se hallaba en peligro, que la burocracia misma estaba sumamente amenazada, y que sólo ellos podían contener las fuerzas del caos. Los funcionarios siguieron andando, y redobló la intensidad de su envío, hasta que empezó a sudar y temblar a causa del esfuerzo. Los tres se detuvieron. La yort se volvió.
—¿Qué pretende? —preguntó ella.
—Que nos permitan ver a los ministros del Pontífice. Hubo una susurrante conferencia.