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—Al Castillo.

—¿A qué Castillo?

—Al Castillo de lord Valentine.

—¿Y quién es usted?

—Pregúnteselo a ellos —dijo Valentine, y señaló a las personas que danzaban detrás de él—. ¡Que ellos les digan mi nombre!

—¡Lord Valentine! —gritó Shanamir, el primero en aclamarle.

—¡Él es lord Valentine! —gritaron Sleet, Carabella y Zalzan Kavol.

—¡Lord Valentine la Corona! —gritaron los metamorfos, los capitanes de dragoneros y los hermanos del bosque.

—¿Es cierto? —preguntaron los ministros del Pontífice.

—Soy lord Valentine —dijo apaciblemente Valentine.

Lanzó las mil diademas, muy altas. Ascendieron hasta perderse de vista en la oscuridad que mora entre los mundos. De esa oscuridad cayeron en silencio, flotando, rutilantes, chispeantes como copos de nieve de las montañas de norte. Y cuando los copos tocaron las figuras de Shinaam, Dilifon y Narrameer, los tres ministros se esfumaron, dejando sólo un fulgor plateado, y las puertas del Castillo estaban abiertas de par en par.

10

Valentine despertó.

Notó el tejido de la alfombra en su piel desnuda, y vio los puntiagudos arcos del sombrío techo de piedra. Durante unos instantes el mundo del sueño permaneció tan vívido en su mente que quiso regresar, reacio a quedarse en un lugar de húmedo ambiente y oscuros rincones. Después se incorporó y miró alrededor mientras se sacudía la neblina de su mente.

Vio que sus compañeros, Sleet, Carabella, Deliamber, Zalzan Kavol y Asenhart, se hallaban extrañamente apiñados en la pared opuesta, tensos, recelosos.

Miró en dirección contraria, esperando ver a los ministros del Pontífice otra vez en sus tronos. Y allí estaban, sí, pero alguien había traído otros dos magníficos sillones, y en ese momento cinco personas sentadas le contemplaban. Narrameer, ya vestida, ocupaba el sillón de la izquierda. Junto a ella se encontraba Dilifon. En el centro del grupo estaba un hombre de redondeado semblante con una gran nariz chata y ojos oscuros y solemnes, al que Valentine reconoció, después de pensar un instante, como Hornkast, sumo portavoz del pontificado. Junto a él aparecía Shinaam, y en el sillón de la derecha había una persona que Valentine no conocía, un hombre de enjutas facciones, finos labios, piel grisácea, muy extraño. Los cinco le contemplaban gravemente, de un modo distante, preocupado, como si fueran jueces de un tribunal secreto, reunidos para emitir un veredicto que debían haber pronunciado hacía mucho tiempo.

Valentine se levantó. No intentó recuperar sus ropas. Estar desnudo ante aquel tribunal le parecía curiosamente apropiado.

—¿Está despejada su mente? —preguntó Narrameer.

—Creo que sí.

—Ha dormido más de una hora después del fin de nuestro sueño. Hemos tenido que esperar. —La oráculo señaló al hombre de piel grisácea situado al otro extremo del grupo y dijo—: Le presento a Sepulthrove, médico del Pontífice.

—Así lo sospechaba —dijo Valentine.

—Y este hombre… —Señaló al que estaba en el centro—. Creo que ya lo conoce. Valentine asintió.

—Hornkast, sí. Ya nos conocíamos. —Y en ese momento comprendió el sentido de las palabras elegidas por Narrameer. Sonrió abiertamente y dijo—: Fuimos presentados hace tiempo, pero entonces yo ocupaba otro cuerpo. ¿Aceptan mi reivindicación?

—Aceptamos su reivindicación, lord Valentine —dijo Hornkast en voz rica y melodiosa—. Una gran rareza se ha perpetrado en este mundo, pero la repararemos. Bien, vístase. Es poco correcto que se presente ante el Pontífice de esta forma.

Hornkast encabezó la comitiva que se dirigió al imperial salón del trono. Narrameer y Dilifon iban detrás de él, con Valentine entre ambos. Sepulthrove y Shinaam iban en último lugar. Los acompañantes de Valentine no estaban autorizados para ver al Pontífice.

El pasadizo era un angosto túnel con alto techo abovedado construido con un material vítreo de reluciente color verde, en cuyas entrañas chispeaban y flotaban extraños reflejos, esquivos y deformes. El túnel avanzaba en círculos, describía una espiral con una ligera inclinación descendente. De cincuenta en cincuenta metros había una puerta de bronce que cerraba totalmente el túnel. En todas esas puertas, Hornkast apoyaba los dedos en ocultos paneles y el portón se deslizaba hacia un lado para que la comitiva pudiera pasar al siguiente fragmento del pasillo. Finalmente llegaron a una puerta más adornada que las otras, con el rico ornato del símbolo del Laberinto en engaste dorado, y el monograma imperial de Tyeveras superpuesto. Valentine supo que se hallaba en el mismo corazón del Laberinto, en el punto más profundo y central. Y cuando la última puerta se abrió con el toque de Hornkast, quedó a la vista una inmensa y brillante cámara de forma esférica, una sala que era un gran globo con vítreas paredes, en la que el Pontífice de Majipur ocupaba esplendorosamente el trono.

Valentine había visto al Pontífice Tyeveras en cinco ocasiones. La primera cuando era un niño y el Pontífice visitó el Monte del Castillo para asistir al matrimonio de lord Malibor. La segunda, diez años más tarde, en la coronación de lord Voriax. La tercera un año después con motivo del matrimonio de Voriax, la cuarta cuando Valentine visitó el Laberinto como emisario de su hermano, y la última hacía tres años —aunque ahora parecieran más de treinta— cuando Tyeveras asistió a la coronación de Valentine. El Pontífice ya era viejo en el primero de esos acontecimientos, un hombre enormemente alto, demacrado, de aspecto repulsivo, con enjutas, huesudas facciones, una barba color negro de medianoche y ojos hundidos y tristes. Y al hacerse más viejo todavía, esos rasgos fueron acentuándose hasta darle una apariencia cadavérica, hasta convertirse en un tallo seco e invernizo, rígido, lento de movimientos, y sin embargo alerta, consciente, vigoroso a su manera, todavía proyectando un aura de inmenso poder y majestad. Pero ahora…

Pero ahora…

El trono que ocupaba Tyeveras era el mismo que ocupó en la anterior visita de Valentine al Laberinto, un espléndido sillón dorado de alto respaldo ante tres amplios escalones de poca altura. Pero ahora el trono se hallaba envuelto por una esfera de cristal ligeramente teñida de azul. En esa esfera se extendía una vasta e intrincada red de conductos que formaban un complejo y casi insondable capullo de gusano. Las gomas transparentes donde burbujeaban fluidos de diversos colores, los instrumentos de medición con sus cuadrantes, las placas montadas en las mejillas y la frente del Pontífice, los cables, las conexiones y las grapas tenían un aspecto sobrenatural y aterrador, porque indicaban claramente que la vida del Pontífice no residía en el Pontífice sino en la maquinaría que le rodeaba.

—¿Cuánto tiempo lleva de esta forma? —murmuró Valentine.

—El dispositivo se colocó hace veinte años —dijo el médico Sepulthrove con manifiesto orgullo—. Pero sólo en los dos últimos hemos tenido que mantenerle ahí de un modo constante.

—¿Está consciente?

—¡Oh, sí, sí, definitivamente consciente! —replicó Sepulthrove—. Acérquese. Contémplele.

Muy nervioso, Valentine avanzó hasta llegar al pie del trono, y observó al fantasmal anciano que había en el interior de la burbuja de vidrio. Sí, vio que la luz aún brillaba en los ojos de Tyeveras, vio que los descarnados labios todavía se apretaban con apariencia de resolución. La piel del Pontífice era un pergamino sobre el cráneo, y la larga barba, aunque conservaba un color extrañamente negro, era rala, un vestigio. Valentine miró a Hornkast.

—¿Reconoce a las personas? ¿Habla?

—Por supuesto. Concédale unos segundos.

La mirada de Valentine se encontró con la de Tyeveras. Se produjo un terrible silencio. El anciano frunció el ceño, se agitó vagamente, y su lengua aleteó un instante entre sus labios.