No le estaba reservado un tortuoso ascenso nivel tras nivel, anillo tras anillo, por las complejidades del cubil pontificio, la Casa de los Archivos, la Arena, el Paraje de las Máscaras, el Corredor de los Vientos y el resto de lugares. En esta ocasión él y sus seguidores subieron, rápidamente y sin estorbos, por la ruta reservada a los Poderes.
En tan sólo unas horas llegaron al anillo exterior, al iluminado y populoso punto de transición situado en los confines de la ciudad subterránea. Pese a la velocidad del ascenso, la noticia de la identidad de Valentine había viajado de un modo aún más rápido. Fuera como fuera, se había propagado el rumor de que la Corona estaba allí, una Corona misteriosamente transformada pero Corona a pesar de todo, y cuando Valentine salió del pasadizo imperial, un gran gentío congregado le miró como si acabara de surgir una criatura de nueve cabezas y treinta patas.
Era un gentío silencioso. Algunas personas hicieron el signo del estallido estelar, varias gritaron su nombre. Pero la mayoría se contentó con mirar. El Laberinto era el dominio del Pontífice, al fin y al cabo, y Valentine sabía que la adulación que una Corona recibía en otros lugares no era probable allí. Admiración, sí. Respeto, sí. Curiosidad, sobre todo. Pero nada de los vítores y saludos que Valentine vio conceder al falso lord Valentine cuando éste recorría las calles de Pidruid en la gran procesión. Así está bien, pensó Valentine. Había perdido la práctica de ser objeto de adulación, y además era un detalle que nunca le había preocupado. Era suficiente, y más que suficiente, que ellos le aceptaran, en ese momento, como el personaje que él afirmaba ser.
—¿Será todo tan fácil? —preguntó a Deliamber—. ¿Simplemente recorrer Alhanroel afirmando que soy el auténtico lord Valentine, y el poder volverá a mis manos?
—Lo dudo bastante. Barjazid continúa teniendo el semblante de la Corona. Todavía posee los sellos de poder. Aquí, puesto que los ministros del Pontífice afirman que usted es la Corona, los ciudadanos le alabarán como Corona. Si hubiera dicho que usted es la Dama de la Isla, probablemente le aclamarían como Dama de la Isla. Creo que será diferente en otros lugares.
—No quiero derramamientos de sangre, Deliamber.
—Nadie los quiere. Pero la sangre correrá antes de que usted vuelva a ocupar el trono de Confalume. No hay forma de evitarlo, Valentine.
—Casi preferiría entregar el poder a Barjazid que hundir estas tierras en una convulsión de violencia —dijo tristemente Valentine—. Yo amo la paz, Deliamber.
—Y paz es lo que habrá —dijo el diminuto mago—. Pero la senda de la paz no siempre es pacífica. ¡Mire, allí! ¡Su ejército ya está agrupándose, Valentine!
Valentine vio, no a mucha distancia, un grupo de personas, algunas conocidas, otras desconocidas. Allí estaban todos los que habían entrado en el Laberinto con él, la banda que había ido formando en su viaje alrededor del mundo, los skandars, Lisamon, Vinorkis, Khun, Shanamir, Lorivade y los miembros de la guardia personal de la Dama, y muchos más. Pero también había varios cientos de personas que lucían los colores del Pontífice, ya formadas, el primer destacamento de… ¿de qué? No eran soldados, el Pontífice no tenía soldados. ¿Una milicia civil, en ese caso? El ejército de lord Valentine, en cualquier caso.
—Mi ejército —dijo Valentine. La palabra tenía un amargo sabor—. Un ejército es algo que parece surgido de los tiempos de lord Stiamot, Deliamber. ¿Cuántos miles de años han transcurrido desde que hubo la última guerra en Majipur?
—Las cosas han estado tranquilas durante mucho tiempo —dijo el vroon—. Sin embargo existen ejércitos pequeños. La guardia personal de la Dama, los servidores del Pontífice… ¿Y qué me dice de los caballeros de la Corona, eh? ¿Cómo los denomina, si no ejército? Llevan armas, reciben instrucción en los campos del Monte del Castillo… ¿Qué son, Valentine? ¿Hombres y mujeres de la nobleza que se divierten con jueguecitos?
—Eso pensaba yo, Deliamber, cuando era uno de ellos.
—Es hora de pensar de otra manera, mi señor. Los caballeros de la Corona forman el núcleo de una fuerza militar, y sólo un inocente opinaría de otra forma. Como usted descubrirá ineludiblemente, Valentine, cuando esté más cerca del Monte del Castillo.
—¿Acaso Dominin Barjazid va a lanzar contra mí a mis caballeros? —preguntó Valentine, horrorizado. El vroon le miró larga y fríamente.
—El hombre al que usted llama Dominin Barjazid es, en la actualidad, lord Valentine, la Corona, al que los caballeros del Monte del Castillo están unidos por juramento. ¿O lo ha olvidado? Con suerte y habilidad, tal vez pueda convencerlos de que su juramento fue hecho al alma y al espíritu de lord Valentine, y no a su rostro y a su barba. Pero algunos seguirán leales al hombre que piensan es usted, y alzarán la espada contra usted en su nombre.
La idea era nauseabunda. Desde la recuperación de su memoria, Valentine había pensado más de una vez en los compañeros de su vida anterior, los nobles hombres y mujeres entre los que había crecido, con los que había aprendido las artes principescas en tiempos más felices, cuyo amor y amistad fue esencial en su vida hasta el día en que el usurpador la destrozó. Aquel intrépido cazador que era Elidath de Morvole, el rubio y ágil Stasilaine, Tunigorn, tan rápido con el arco, y tantos otros… Ahora, sólo eran nombres para él, nebulosas figuras de un distante pasado, y no obstante esas sombras podían cobrar vida, color y vigor dentro de un momento. ¿Iban a ponerse en contra de él en una guerra? Sus amigos, sus amados compañeros de hacía mucho tiempo… Si tenía que luchar con ellos en provecho de Majipur, así lo haría, pero la perspectiva era consternadora. Valentine sacudió la cabeza.
—Tal vez podamos evitarlo. Vámosnos —dijo—. Ha llegado el momento de abandonar este lugar.
Cerca de la entrada conocida como Boca de las Aguas, Valentine celebró una jubilosa reunión con sus seguidores y conoció a los responsables de la fuerza que los ministros del Pontífice ponían a su disposición. Eran gente de capacitado aspecto, claramente estimulados por la oportunidad de salir de las tenebrosas profundidades del Laberinto. El líder era un hombre de corta estatura con el cabello muy rizado, corto y rojizo, y una barba corta y puntiaguda. Se llamaba Ermanar, y por su tamaño, movimientos y sinceridad podía haber pasado perfectamente por hermano de Sleet. A Valentine le resultó simpático desde el primer momento. Ermanar hizo el signo del estallido estelar de una forma rápida y mecánica, y sonrió cordialmente.
—Estaré a su lado, mi señor —dijo—, hasta que el Castillo vuelva a ser suyo.
—Esperemos que el viaje hacia el norte sea fácil —dijo Valentine.
—¿Ha elegido una ruta?
—Por barco fluvial, Glayge arriba, sería el camino más rápido, ¿no le parece?
—En cualquier otra época del año, sí. Pero han llegado las lluvias otoñales, y han sido anormalmente intensas. —Sacó un pequeño mapa de Alhanroel central que indicaba los distritos comprendidos entre el Laberinto y el Monte del Castillo en brillantes colores rojos sobre un fragmento de oscura textura—. Vea, mi señor. El Glayge desciende del Monte, forma el lago Roghoiz y emerge en este punto para continuar hasta la Boca de las Aguas. En estos momentos el río está muy cargado y es peligroso entre Pendiwane y el lago, es decir, cientos de kilómetros. Propongo ir por tierra hasta Pendiwane. Allí podríamos conseguir pasaje hasta las cercanías del nacimiento del Glayge.
—Parece sensato. ¿Conoce las carreteras?
—Bastante bien, mi señor. —Ermanar apoyó el dedo en el mapa—. Todo depende de si la llanura del Glayge está tan inundada como afirman los informes. Yo preferiría avanzar por el valle del Glayge, por aquí, bordeando el lado norte del lago Roghoiz, sin apartarnos mucho del río.