Valentine se obligó a despertar, y durante varias horas, macilento y consumido, paseó en el vehículo flotante.
Y una noche después llegó un tercer envío, peor que los otros dos.
—¿Nunca podré volver a dormir? —preguntó.
Deliamber le visitó acompañado de la jerarca Lorivade cuando él estaba hundido, pálido, exhausto.
—Me he enterado de sus problemas —dijo Lorivade—. ¿No le enseñó la Dama a defenderse con el aro? Valentine la miró con ojos inexpresivos.
—¿A qué se refiere?
—Un Poder no puede asaltar a otro, mi señor. —Lorivade tocó el arete de plata de la frente de Valentine—. Eso rechazará los ataques, si usted lo usa correctamente.
—¿Y cómo debo usarlo?
—Cuando se disponga a dormir —dijo ella— teja un muro de fuerza alrededor de usted. Proyecte su identidad, llene con su espíritu el aire que |le rodea. Ningún envío podrá dañarle en esas condiciones.
—¿Querrá adiestrarme?
—Lo intentaré, mi señor.
En su socavado y fatigado ánimo, Valentine apenas era capaz de proyectar una sombra de fuerza, y mucho menos la plena potencia de una Corona. Y aunque Lorivade le hizo practicar durante una hora el ejercicio de usar el aro, el cuarto envío llegó a Valentine durante esa noche. Pero fue más débil que los anteriores, y él logró escapar a los peores efectos, y finalmente se vio envuelto por un sueño tranquilo. Al amanecer se sintió casi totalmente recuperado, y practicó con el aro durante horas.
Otros envíos le llegaron en noches sucesivas: débiles, escudriñadores, buscando alguna brecha en la armadura de Valentine. Con creciente confianza, Valentine los rechazó. Notaba la tensión de la constante vigilancia, y la sensación le debilitó. Y hubo noches en que no percibió los zarcillos del Rey de los Sueños intentando entrar a hurtadillas en su alma dormida. Pero Valentine mantuvo su guardia y no sufrió daño.
Durante otros cinco días avanzaron hacia el norte junto a la parte inferior del Glayge, y durante el sexto volvieron los exploradores de Ermanar con noticias sobre los territorios cercanos.
—Las inundaciones no son tan graves como nos dijeron —explicó Ermanar.
—Excelente —dijo Valentine—. ¿Continuaremos hasta el lago y nos embarcaremos allí?
—Hay fuerzas hostiles entre este punto y el lago.
—¿Fuerzas de la Corona?
—Hay que suponer eso, mi señor. Los exploradores sólo han dicho que subieron al cerro de Lumanzar, desde donde se divisa el lago y la llanura circundante, y vieron tropas acampadas allí, y una considerable fuerza de mollitores.
—¡Guerra, por fin! —exclamó Lisamon Hultin. No parecía disgustada, ni mucho menos.
—No —dijo sombríamente Valentine—. Es demasiado pronto. Nos encontramos a miles de kilómetros del Monte del Castillo. No podemos iniciar la batalla tan al sur. Además, todavía confío en evitar la guerra… o al menos en retrasarla hasta el último momento.
—¿Qué piensa hacer, mi señor?
—Seguir hacia el norte por el valle del Glayge, igual que hasta ahora, pero desviarnos hacia el noroeste si ese ejército avanza hacia nosotros. Pretendo esquivarlo, si es posible, y navegar río arriba a continuación. Esas tropas continuarán estacionadas en el lago Roghoiz, esperando que aparezcamos.
Ermanar pestañeó.
—¿Esquivarlo?
—A menos que mi suposición sea incorrecta, Barjazid ha puesto ese ejército ahí para vigilar las cercanías del lago. No nos seguirá muy lejos tierra adentro.
—Pero tierra adentro…
—Sí, lo sé. —Valentine apoyó suavemente la mano en el hombro de Ermanar y, con toda la cordialidad y simpatía de que era capaz, dijo—: Perdóname, amigo mío, pero creo que tendremos que alejarnos del río hacia Velalisier.
—Esas ruinas me asustan, mi señor, y no soy el único que les tiene miedo.
—Cierto. Pero nos acompaña un poderoso mago, y personas muy valientes. ¿Qué pueden hacer unos cuantos fantasmas si enfrente tienen a gente como Lisamon Hultin, Khun de Kianimot, Sleet o Carabella? ¿O Zalzan Kavol? ¡Bastará con que el skandar ruja un poco para que echen a correr y no se detengan hasta llegar a Stoien!
—Mi señor, sus palabras son ley. Pero desde que yo era niño he oído siniestros relatos sobre Velalisier.
—¿Ha estado allí alguna vez?
—Naturalmente que no.
—¿Conoce a alguien que haya estado?
—No, mi señor.
—En ese caso, ¿puede afirmar que conoce, que conoce con certeza los peligros del lugar?
Ermanar jugueteó con los rizos de su barba.
—No, mi señor.
—Cerca de aquí hay un ejército de nuestro enemigo, y una horda de espantosos mollitores, ¿no es cierto? No tenemos la menor idea del daño que nos pueden causar los fantasmas, pero estamos completamente seguros de los problemas que causa la guerra. Opino que hay que eludir la pelea y correr el riesgo de los fantasmas.
—Yo preferiría lo contrario —dijo Ermanar, con una forzada sonrisa—. Pero estaré a su lado, mi señor, aunque me pida que recorra Velalisier a pie en una noche sin luna. Puede estar seguro.
—Lo estoy —dijo Valentine—. Y saldremos de Velalisier sin haber sufrido daño alguno de esos fantasmas, Ermanar. Puede estar seguro.
En ese momento se hallaban todavía en la misma carretera, con el Glayge a la derecha. El terreno empezó a subir poco a poco mientras avanzaban hacia el norte. Todavía no era el gran oleaje que señalaba las estribaciones del Monte del Castillo, sino únicamente un escalón en el camino, un escarceo externo del enorme solevantamiento de la piel del planeta. El río no tardó en hallarse treinta metros por debajo, en el valle, una fina y brillante hebra bordeada por arbustos silvestres. Y la carretera se retorcía en zigzags junto a un largo e inclinado bloque de tierra que, según dijo Ermanar, era el cerro de Lumanzar, desde cuya cumbre se podía ver a extraordinaria distancia.
Acompañado de Deliamber, Sleet y Ermanar, Valentine subió a lo alto del cerro para estimar la situación. Debajo, el territorio se extendía hacia el horizonte en terraplenadas curvas de nivel naturales que descendían hacia la inmensa llanura cuya característica principal era el lago Roghoiz.
El lago era enorme, casi un océano. Valentine recordaba que era extenso, tal como debía ser, porque el Glayge desaguaba toda la ladera suroeste del Monte del Castillo y vertía prácticamente todas sus aguas en ese lago. Pero el tamaño recordado por Valentine no se parecía en nada a la realidad. En ese momento comprendió por qué todas las poblaciones de los márgenes del lago estaban levantadas sobre pilotes: esos pueblos ya no ocupaban los márgenes del lago, se hallaban dentro de sus límites, y el agua debía estar lamiendo los pisos inferiores de las casas.
—Está muy agrandado —dijo Valentine a Ermanar.
—Sí, casi el doble de la superficie normal, me parece. De todas formas, las informaciones que nos dieron describían peor la situación.
—Como suele suceder —dijo Valentine—. ¿Y dónde está el ejército que vieron sus exploradores?
Ermanar escrutó el horizonte durante un largo momento con su tubo de larga vista. Tal vez, pensó ansiosamente Valentine, las tropas habían levantado el campamento para regresar al Monte, o quizá había sido un error de los exploradores y no existía ningún ejército, o bien…
—Allí, mi señor —dijo por fin Ermanar.
Valentine cogió el tubo y observó el otro lado del cerro. Al principio sólo vio árboles, prados y dispersos derrames del lago. Pero Ermanar orientó el tubo, y de pronto Valentine lo divisó. A simple vista los soldados parecían una congregación de hormigas cerca de la orilla del lago.
Pero no eran hormigas.
En el campamento próximo al lago había tal vez mil soldados, quizá mil quinientos. No era un ejército gigantesco, pero sí enorme en un mundo donde el concepto guerra estaba simplemente olvidado. Las fuerzas del enemigo eran numéricamente muy superiores a las de Valentine. Cerca del campamento pastaban ochenta o cien mollitores, enormes criaturas acorazadas cuyo origen sintético se remontaba a remotas épocas. En los juegos caballerescos del Monte del Castillo, los mollitores solían usarse como instrumentos de combate. Se movían con sorprendente rapidez con sus cortas y gruesas patas, y eran capaces de hacer grandes hazañas de destrucción. Sacaban su imponente cabeza de negras fauces del impenetrable caparazón para morder, destrozar y desgarrar. Valentine había visto mollitores destrozando un campo entero con sus fieras y curvadas garras mientras avanzaban pesadamente, chocando unos con otros, dándose topetadas con la cabeza con lerda rabia. Diez mollitores que bloquearan una carretera serían una barrera tan eficaz como un muro.