—Mi señor, no es tema de broma para mí.
—No pretendo burlarme, Ermanar.
—¿Se adentrará solo en las ruinas?
—¿Solo? No, nada de eso. Deliamber, ¿querrá acompañarme? ¿Sleet? ¿Carabella? ¿Zalzan Kavol? Y usted, Nascimonte… Usted ya sobrevivió una vez. Tiene menos que temer que cualquiera de nosotros. ¿Qué contesta?
El cabecilla de los bandoleros sonrió.
—Estoy a sus órdenes, lord Valentine.
—Excelente. ¿Y tú, Lisamon?
—¡Naturalmente, mi señor!
—En ese caso tenemos un grupo de siete exploradores.
Partiremos después de cenar.
—Ocho exploradores, mi señor —dijo en voz baja Ermanar. Valentine frunció el ceño.
—No hay ninguna necesidad de que…
—Mi señor, le prometí permanecer a su lado hasta que el Castillo vuelva a ser suyo. Si entra en la ciudad muerta, yo entraré con usted en la ciudad muerta. Si los peligros son irreales, no hay nada que temer. Y si son reales, mi lugar está con usted. Por favor, mi señor.
Ermanar parecía hablar con total sinceridad. Su cara estaba tensa, su expresión era nerviosa, pero ello se debía, pensó Valentine, más a la preocupación de quedar excluido de la expedición que al temor a lo que pudiera acechar en las ruinas.
—Muy bien —dijo Valentine—. Un grupo de ocho.
Casi hubo luna llena esa noche, y su frío brillo iluminó la ciudad y permitió verla con gran detalle, dejando al descubierto de un modo despiadado los efectos de miles de años de abandono, un detalle que el fulgor rojo del crepúsculo, más suave y fantástico, no había dejado ver. En la entrada, un letrero desgastado y casi ilegible afirmaba que Velalisier era una reserva histórica del reino por orden de lord Siminave la Corona y el Pontífice Calintane. Pero esos Poderes habían gobernado hacía cinco mil años, y la impresión era que no se habían efectuado excesivos trabajos de mantenimiento desde aquella época. Las piedras de las dos grandes plataformas que flanqueaban la carretera estaban agrietadas y eran desiguales. En sus grietas crecían hierbas de correoso tallo que con irresistible paciencia ejercían un efecto de palanca para destrozar los inmensos bloques. En algunos puntos ya había cañones abiertos entre bloque y bloque, con tamaño suficiente para que grandes arbustos enraizaran allí. Lógicamente, dentro de cien o doscientos años, un bosque de retorcida y leñosa vegetación tomaría posesión de las plataformas y los grandes bloques cúbicos quedarían completamente fuera de la vista.
—Habría que limpiar todo esto —dijo Valentine—. Ordenaré que restauren las ruinas para que queden tal como eran antes de que la maleza empezara a crecer. ¿Cómo es posible que se haya tolerado esta negligencia?
—Nadie se preocupa por este lugar —dijo Ermanar—. Nadie moverá un dedo por este lugar.
—¿Debido a los fantasmas? —preguntó Valentine.
—Debido a que es una ciudad metamorfa —dijo Nascimonte—. Eso hace que sea un lugar doblemente maldito.
—¿Doblemente?
—¿No conoce la leyenda, mi señor?
—Cuéntemela.
—Sea verdad o no, es la leyenda que me contaron cuando yo era un niño —dijo Nascimonte—. Cuando los metamorfos gobernaban en Majipur, Velalisier era su capital. Hace de eso… veinte, veinticinco mil años. Era la mayor ciudad del planeta.
Dos o tres millones de piurivares vivían aquí, y de todo Alhanroel llegaba gente de las tribus para rendir tributo. Celebraban fiestas en lo alto de estas plataformas, y cada mil años celebraban un festejo especial, una superfiesta. Para conmemorar estas superfiestas construían una pirámide, por lo que la ciudad alcanzó al menos siete mil años de antigüedad. Pero la maldad tomó posesión de la ciudad. No sé qué tipo de cosas constituyen maldad para los metamorfos, pero fueran cuales fueran, se practicaron aquí. Velalisier se convirtió en la capital de todas las abominaciones. Y los metamorfos de las provincias se disgustaron, se sintieron ultrajados. Un día llegaron aquí y destrozaron los templos, derribaron casi todos los muros de la ciudad, destruyeron los lugares donde se practicaba la maldad y arrojaron a los ciudadanos al exilio y la esclavitud. Sabemos que no hubo ninguna masacre, porque aquí se han hecho muchas excavaciones en busca de tesoros… Yo mismo lo he hecho, como ya sabe. Y si aquí hubiera un millón de esqueletos, los habríamos encontrado. El lugar quedó destrozado y abandonado, mucho antes de la llegada de los primeros humanos, y declarado maldito. Los ríos que bañaban la ciudad fueron desecados y desviados. Todo el llano se convirtió en desierto. Y desde hace quince mil años nadie ha vivido aquí excepto los espíritus de los que murieron durante la destrucción de la ciudad.
—Cuente el resto de la leyenda —dijo Ermanar. Nascimonte se encogió de hombros.
—Es todo lo que sé, amigo.
—Los fantasmas —dijo Ermanar—. Los que frecuentan este lugar. ¿Saben durante cuánto tiempo están predestinados a errar por las ruinas? Hasta que los metamorfos vuelvan a dominar Majipur. Hasta que el planeta vuelva a ser de ellos y todos nosotros seamos sus esclavos. Entonces reconstruirán Velalisier en su antigua ubicación, más grandiosa que nunca, y los espíritus de los muertos quedarán libres por fin de las piedras que los mantienen atrapados.
—En ese caso seguirán atados a las piedras durante mucho tiempo —dijo Sleet—. Nosotros somos veinte mil millones y ellos sólo son un puñado, y viven en las junglas… ¿Qué tipo de amenaza es ésa?
—Ya llevan aguardando ocho mil años —dijo Ermanar—, desde que lord Stiamot quebró su poderío. Aguardarán ocho mil años más, si es preciso. Pero sueñan con el renacimiento de Velalisier, y no renunciarán a esa esperanza. A veces los he oído en sueños, planeando el día que las torres de Velalisier volverán a levantarse, y eso me asusta. Por eso no me gusta estar aquí. Noto que observan toda la ciudad… noto que nos rodea su odio, algo extraño que hay en el aire, algo invisible pero real…
—De modo que esta ciudad es maldita y sagrada para ellos, las dos cosas al mismo tiempo —dijo Carabella—. ¡No es nada sorprendente que tengamos problemas para entender cómo funciona su mente!
Valentine se alejó por la senda. La ciudad le producía un reverente temor. Intentó imaginarla tal como había sido, una especie de prehistórica Ni-moya, un lugar majestuoso y opulento. ¿Y ahora? Lagartijas de diminutos e inquietos ojos se escabullían de roca en roca. La maleza crecía espesa en las grandes avenidas ceremoniales. ¡Veinte mil años! ¿Qué aspecto tendría Ni-moya dentro de veinte mil años? ¿Y Pidruid, y Piliplok, y las cincuenta ciudades de las laderas del Monte del Castillo? ¿Estaban edificando en Majipur una civilización que duraría siempre, como se afirmaba de la civilización de la vieja madre Tierra? ¿O llegará el día, se preguntó Valentine, en que curiosos turistas rondarán por las destrozadas ruinas del Castillo, el Laberinto y la Isla, e intentarán conjeturar la importancia que tuvieron para los antiguos? Hasta ahora nos ha ido bien, se dijo Valentine, pensando en los miles de años de paz y estabilidad. Pero empezaban a estallar los desacuerdos. El ordenado patrón de vida estaba alterado. Era imposible prever las consecuencias. Existía la posibilidad de que los metamorfos, los derrotados y desahuciados metamorfos cuya desgracia había sido poseer un mundo deseado por otras razas más fuertes, fueran los últimos en reírse.
Valentine se detuvo de repente. ¿Qué era aquel sonido? ¿Una pisada? ¿Y ese aleteo de una sombra en las rocas? Valentine escrutó nerviosamente las tinieblas que tenía delante. Un animal, pensó. Una criatura nocturna que se escurre por el suelo en busca de alimento. Los espectros no tienen sombra, ¿no es cierto? ¿No es cierto? Aquí no hay fantasmas, pensó Valentine. No hay fantasmas en ningún sitio. Pero de todas formas…