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—Las tropas de la Corona continúan, al parecer, en el mismo campamento —dijo Deliamber.

—Excelente. Ojalá sigan acampadas durante mucho tiempo, a la espera de que regresemos tras la excursión a Velalisier. ¿No ha localizado otros ejércitos al norte de nuestra posición?

—No en las cercanías —dijo Deliamber—. Percibo la presencia de numerosos caballeros reunidos en el Monte del Castillo. Pero siempre están allí. Detecto destacamentos de poca cuantía diseminados por las Cincuenta Ciudades. Tampoco es un detalle anormal. La Corona dispone de mucho tiempo. Seguirá tranquilamente en el Castillo, esperando que usted se aproxime. Y entonces se producirá la gran movilización. ¿Cómo reaccionará, Valentine, cuando un millón de soldados desciendan del Monte del Castillo hacia usted?

—¿Cree que no he pensado en eso?

—Sé que no ha pensado en otra cosa. Pero es una situación que requiere mucha meditación… Nuestros cientos contra sus millones.

—Un millón representa un tamaño entorpecedor para un ejército —dijo despreocupadamente Valentine—. Es mucho más sencillo hacer malabares con mazas que con troncos de duikos. ¿Le asusta lo que nos aguarda, Deliamber?

—En absoluto.

—A mí tampoco —dijo Valentine.

Pero naturalmente había cierta jactancia teatral en una conversación de ese tipo, y Valentine lo sabía. ¿Estaba asustado? No, francamente no. La muerte sobreviene a todas las personas, tarde o temprano, y temerla es absurdo. Valentine sabía que tenía poco miedo a la muerte, por cuanto se había enfrentado a ella en los bosques próximos a Avendroyne, en los turbulentos rápidos del Steiche, en la panza del dragón marino y en la pelea con Farssal en la Isla, y en ninguna de esas ocasiones había experimentado algo que pudiera identificar como miedo. Si el ejército que le aguardaba en el Monte del Castillo arrollaba a sus reducidas fuerzas y acababa con él, el hecho sería lamentable —igual que habría sido lamentable morir despedazado en las rocas del Steiche— pero esa perspectiva no le causaba temor. Lo que Valentine sentía, y era mucho más importante que temer por su vida, era cierto temor por Majipur. Si él fracasaba, debido a titubeos, actos imprudentes o mera insuficiencia de fuerzas, el Castillo continuaría en manos de los Barjazid y el curso de la historia cambiaría definitivamente, y al final millones de seres inocentes sufrirían las consecuencias. Evitarlo era una gran responsabilidad, y Valentine notaba esa carga. Si moría valerosamente en la escalada del Monte del Castillo, sus penas terminarían. Pero la agonía de Majipur sólo estaría comenzando.

5

Se habían introducido en plácidas zonas rurales, el perímetro del gran cinturón agrícola que flanqueaba el Monte del Castillo y suministraba productos agrarios a las Cincuenta Ciudades. Valentine escogió carreteras importantes en todas las ocasiones. El momento del secreto había pasado. Difícilmente se podía ocultar una caravana tan conspicua, y había llegado la hora de que el mundo supiera que estaba a punto de empezar la lucha por la posesión del Castillo de lord Valentine.

El mundo estaba empezando a enterarse, de todas formas. Los exploradores de Ermanar, al regreso de la ciudad de Pendiwane en el sector central del Glayge, le dieron la noticia de las primeras medidas preventivas del usurpador.

—No hay ningún ejército entre este punto y Pendiwane —informó Ermanar—. Pero en la ciudad han puesto carteles que le tachan de rebelde y subversivo, un enemigo de la sociedad. Al parecer aún no han anunciado las proclamas del Pontífice en favor de usted. Están instando a los ciudadanos de Pendiwane a que se unan en milicias para defender su legítima Corona y el orden establecido frente a la rebelión. Y abundan los envíos.

Valentine frunció el ceño.

—¿Envíos? ¿Qué clase de envíos?

—Del Rey. Tal parece que apenas es posible dormir por la noche, pero el Rey se introduce en los sueños para susurrar palabras de fidelidad y alertar sobre las terribles consecuencias que supondría el destronamiento de la Corona.

—Es lógico —murmuró Valentine—. El Rey debe estar actuando para él con toda la energía de que dispone. En Suvrael estaba haciendo envíos día y noche. Pero nosotros conseguiremos que eso se vuelva contra ellos, ¿eh? —Miró a Deliamber—. El Rey de los Sueños está explicando a la gente cuán terrible es destronar a una Corona. Perfecto. Quiero que la gente crea exactamente eso. Quiero que todos se den cuenta de que en Majipur ya ha ocurrido algo terrible, y que incumbe al pueblo arreglar la situación.

—Y que el Rey de los Sueños no es precisamente parte desinteresada en esta guerra —dijo Deliamber—. También deberíamos hacer saber a la gente ese detalle: que el Rey pretende aprovecharse de la traición de su hijo.

—Lo haremos —dijo vehementemente la jerarca Lorivade—. De la Isla llegan con renovadora fuerza los envíos de la Dama. Contrarrestarán los emponzoñados sueños del Rey. Ayer por la noche, mientras yo dormía, la Dama se me apareció y me mostró el tipo de mensaje que se transmitirá. Es la visión del momento en que se drogó a la Corona, el trueque de la Corona. La Dama revelará al pueblo su nuevo rostro, lord Valentine, y le rodeará con el brillo de la Corona, el estallido estelar de autoridad. Y retratará a la falsa Corona como un traidor, un hombre de perverso y siniestro espíritu.

—¿Cuándo se iniciarán estos envíos? —preguntó Valentine.

—Ella espera la aprobación de usted.

—En ese caso, abra su mente a la Dama hoy mismo —ordenó Valentine a la jerarca— y dígale que los envíos deben empezar.

—¡Qué extraño me parece todo esto! —dijo tranquilamente Khun de Kianimot—. ¡Una guerra de sueños! Si tenía alguna duda de estar en un mundo extraño, estas estrategias acaban de disiparla.

—Es mejor pelear con sueños que con espadas y pistolas de energía, amigo mío —dijo Valentine, sonriente—. Lo que pretendemos se consigue mejor mediante persuasión, no matando.

—Una guerra de sueños —repitió Khun, divertido—. En Kianimot hacemos las cosas de una forma muy distinta. Nadie puede afirmar que el sistema es más racional. Pero creo que habrá lucha además de sueños antes de que esto termine, lord Valentine.

Valentine miró tristemente al ser de piel azul.

—Temo que tengas razón —dijo.

Cinco días más y llegaron a las afueras de Pendiwane. La noticia de su avance se había extendido por toda la campiña. Los campesinos interrumpían el trabajo en los campos para contemplar la cabalgata de vehículos flotantes, en los sectores más poblados la gente se agolpaba en la carretera.

Valentine opinaba que todo aquello era muy beneficioso. Hasta el momento ninguna mano se levantaba contra él. Los observaban como curiosidades, no como amenazas. No se podía pedir más.

Pero cuando se hallaban a un día de viaje de Pendiwane, la avanzada regresó con la noticia de que había fuerzas dispuestas a entrar en acción cerca de la puerta occidental de la ciudad.

—¿Soldados? —preguntó Valentine.

—Una milicia civil —dijo Ermanar—. Organizada a toda prisa, por lo que parece. No visten uniforme, sólo cintas alrededor de los brazos, con el emblema del estallido estelar en ellas.

—Excelente. El estallido estelar está consagrado a mi persona. Me dirigiré a los ciudadanos y pediré su lealtad.

—¿Cómo piensa ir vestido, mi señor? —preguntó Vinorkis.