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—¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva la Corona! Y las puertas de Pendiwane se abrieron.

—Demasiado fácil —murmuró Valentine a Carabella—. ¿Podrán continuar así las cosas hasta llegar a lo alto del Monte del Castillo? ¿Amedrentando a unos cuantos alcaldes y recuperando el trono por aclamación?

—Ojalá fuera así —dijo ella—. Pero Barjazid aguarda allí con su escolta, y amedrentarle exigirá algo más que palabras y excelentes efectos dramáticos. Habrá batallas, Valentine.

—Que no haya más de una, en ese caso. Carabella le tocó suavemente el brazo.

—Por tu bien, espero que no haya más de una, y que esa una sea de poca importancia.

—No por mi bien —dijo Valentine—. Por el bien de todo el mundo. No deseo que perezca uno solo de mis hombres al reparar el mal que nos ha causado Dominin Barjazid.

—No imaginaba que los reyes fueran tan bondadosos, amor mío —dijo Carabella.

—Carabella…

—¡Qué triste te has puesto de pronto!

—Me da miedo lo que se avecina.

—Lo que se avecina —dijo ella— es una lucha necesaria, y un triunfo gozoso, y la restauración del orden. Y si quieres ser un rey digno, mi señor, saluda al pueblo, sonríe, borra de tu cara esa expresión tan trágica. ¿De acuerdo?

Valentine asintió.

—Tienes razón —dijo Valentine, y tras coger la mano de la joven, pasó los labios, rápida pero tiernamente, sobre los pequeños y marcados nudillos.

Después se volvió para contemplar a la multitud que gritaba su nombre, extendió los brazos y correspondió a los saludos.

Fue maravillosamente familiar recorrer una gran ciudad, las avenidas repletas de vitoreantes gentíos. Valentine recordó, aunque le pareció que era el recuerdo de un sueño, el principio de su abortada gran procesión, cuando en la primavera de su reinado llegó por vía fluvial a Alaisor, en la costa occidental de Alhanroel, y navegó hasta la Isla para arrodillarse ante su madre en el Templo Interior, y luego la gran travesía marítima hacia Zimroel, las multitudes que le aclamaron en Piliplok, Velathys y Narabal, en los exuberantes y frondosos trópicos. Desfiles, banquetes, excitación, esplendor, y luego la llegada a Til-omon, más gentíos, más gritos, «¡Valentine, lord Valentine!» De Til-omon también recordaba una sorpresa: Dominin Barjazid, hijo del Rey de los Sueños, acababa de llegar a Suvrael para saludarle y agasajarle en un banquete, siendo así que los Barjazid tenían la costumbre de no salir de su soleado reino, pues vivían alejados de la humanidad para atender las máquinas de los sueños y transmitir mensajes nocturnos que impartían consejos, órdenes y castigos. Valentine se acordaba igualmente del banquete en Til-omon, de la botella de vino que cogió de la mano de Barjazid… y de que lo siguiente que vio fue la ciudad de Pidruid desde un crestón de piedra caliza, mientras en su mente bullían confusos recuerdos de haber crecido en Zimroel oriental y haber errado por todo el continente hasta llegar a la costa occidental. Ahora, muchos meses después, la gente volvía a gritar su nombre en las calles de una importante ciudad, tras la prolongada y extraña interrupción.

Ya acomodado en las regias habitaciones del palacio de la alcaldía, Valentine llamó a Haligorn, que todavía conservaba una expresión de sorpresa y aturdimiento.

—Necesito que me proporcione una flotilla de barcos fluviales para ir Glayge arriba hasta el nacimiento del río. El coste lo abonará el erario imperial después de la restauración.

—Sí, mi señor.

—¿Qué tropas puede poner a mi disposición?

—¿Tropas?

—Tropas, milicias, guerreros, portadores de armas. ¿Comprende lo que quiero decir, alcalde Haligorn? El alcalde reflejaba consternación.

—En Pendiwane no somos famosos por nuestra destreza en el arte de la guerra, mi señor. Valentine sonrió.

—En ninguna parte de Majipur somos famosos por nuestra destreza en el arte de la guerra, gracias al Divino. Sin embargo, aunque somos pacíficos, peleamos cuando se nos amenaza. El usurpador nos amenaza a todos. ¿No ha notado la aplicación de extraños impuestos y anormales decretos en el último año?

—Desde luego, pero…

—¿Pero qué? —preguntó vivamente Valentine.

—Supusimos que era lógico que una Corona nueva experimentara su poder.

—¿Y habrían tolerado sin inmutarse la opresión de un hombre cuya misión es servirles?

—Mi señor…

—No tiene importancia. A usted le interesa tanto como a mí arreglar las cosas, ¿comprende? Entrégueme un ejército, alcalde Haligorn, y la valentía de la ciudad de Pendiwane será ensalzada en las baladas durante miles de años.

—Soy responsable de la vida de los míos, mi señor. No quiero que ninguno muera o…

—Yo soy el responsable de las vidas de los suyos, y de veinte mil millones de personas —dijo enérgicamente Valentine—. Y si se derraman cinco gotas de sangre en el avance hacia el Monte del Castillo, serán seis gotas excesivas para mí. Pero estoy demasiado indefenso sin un ejército. Con un ejército me convierto en una persona real, una fuerza imperial que pretende llegar a un arreglo de cuentas con el enemigo. ¿Lo comprende, Haligorn? Reúna a los suyos, explíqueles lo que hay que hacer, pida voluntarios.

—Sí, mi señor —dijo Haligorn, tembloroso.

—¡Y preocúpese de que los voluntarios tengan verdaderas ganas de serlo!

—Así se hará, mi señor —murmuró el alcalde.

La organización del ejército fue más rápida que lo que Valentine había esperado. Sólo hicieron falta unos días para elegir hombres, buscar equipo y provisiones. Haligorn se mostró francamente cooperativo, como si estuviera ansioso de ver que Valentine se trasladaba rápidamente a otra región cualquiera.

La milicia civil seleccionada a duras penas para defender Pendiwane contra el pretendiente invasor se convirtió en el núcleo del apresuradamente organizado ejército leal a la Corona: veinte mil hombres y mujeres. Una ciudad de trece millones de habitantes podía organizar una fuerza más numerosa, pero Valentine no tenía deseo alguno de incordiar más a Pendiwane. Además no había olvidado su propio axioma de que las mazas son más indicadas que los troncos de duikos para hacer juegos malabares. Veinte mil soldados proporcionaban a Valentine un decente aspecto militar, y su estrategia, la misma desde hacía tiempo, consistía en conseguir su objetivo mediante gradual acumulación de apoyo. Incluso el colosal Zimr, razonó Valentine, empieza como simples hilos de agua y arroyuelos en algún punto de las montañas septentrionales.

Partieron Glayge arriba en un día que fue lluvioso antes del alba y gloriosamente brillante y soleado después. Todos los barcos fluviales que operaban en un radio de cincuenta kilómetros habían sido confiscados por necesidades de transporte militar. La gran flotilla avanzó hacia el norte, con las banderas verde y oro de la Corona agitándose al viento.

Valentine se situó cerca de la proa de la nave capitana. Le acompañaban Carabella, Deliamber y el almirante Asenhart de la Isla. El ambiente, humedecido por la lluvia, tenía un olor dulce y agradable: el excelente aire puro de Alhanroel, que soplaba hacia él procedente del Monte del Castillo. Era delicioso regresar por fin al hogar.

Los barcos fluviales de Alhanroel oriental eran más modernos, no tan caprichosamente barrocos como los que Valentine vio en el Zimr. Eran embarcaciones de gran tamaño, sencillas, altas de calado y anchas de manga, con potentes motores previstos para conducirlas contra la fuerte corriente del Glayge.

—El río choca rápidamente contra nosotros —dijo Asenhart.