—Puede ser una locura —dijo finalmente—, pero te acepto como la persona que afirmas ser.
—¡Elidath!
—Me uniré a ti, y que el Divino te socorra si me has descarriado.
—Te prometo que no lo lamentarás. Elidath asintió.
—Enviaré mensajeros a Tunigorn…
—¿Dónde está él?
—Defiende el paso de Peritole porque esperábamos que lo atacarías. Stasilaine también está allí. Fue un momento amargo, quedar al mando aquí en la llanura, porque pensé que no iba a participar en el combate. Valentine ¿realmente eres tú? ¿Rubio, con esa dulzura, con esa inocencia en tu cara?
—El genuino Valentine, sí. El que escapó contigo a Morpin Alta cuando teníamos diez años. Nos apropiamos de la carroza de Voriax y cabalgarnos en ese enorme vehículo durante todo el día y parte de la noche, y después me castigaron igual que a ti…
—…mendrugos de durísimo pan de estacha durante tres días, muy cierto…
—…y Stasilaine nos trajo en secreto una fuente de carne, le sorprendieron y tuvo que comer mendrugos con nosotros durante el día siguiente…
—…Había olvidado esa parte. ¿Y recuerdas que Voriax nos hizo pulir todos los lugares de la carroza que habíamos ensuciado de fango?
—¡Elidath!
—¡Valentine!
Se echaron a reír y se golpearon amistosamente con los puños. Después Elidath se puso muy serio.
—¿Dónde has estado? —dijo—. ¿Qué te ha sucedido durante el último año? ¿Has sufrido, Valentine, has…?
—Es una historia muy larga —dijo gravemente Valentine—, y éste no es el lugar para contarla. Debemos poner fin a la batalla, Elidath. Ciudadanos inocentes están muriendo en provecho de Dominin Barjazid, y no podemos consentirlo. Reagrupa tus tropas, ordena que den media vuelta.
—No será fácil en esta casa de locos.
—Da la orden. Transmítela a los otros comandantes. La matanza debe concluir. Y luego ven con nosotros, Elidath, hacia Bombifale, Morpin Alta y el Castillo.
11
Valentine volvió a su coche, y Elidath desapareció en la confusa y desigual línea de defensores. Durante el parlamento, comunicó Ermanar a Valentine, las tropas atacantes habían hecho grandes progresos, manteniendo formada la cuña y ejerciendo fuerte presión en la llanura, con lo que el vasto pero desorganizado ejército de la falsa Corona había quedado casi en total desorden. La implacable cuña continuó avanzando, entre impotentes soldados que ni tenían voluntad ni deseo de contenerla. Negada ya la dirección y formidable presencia de Elidath en el campo de batalla, los defensores estaban desanimados y desorganizados.
Pero precisamente era ese alboroto, ese tumulto existente entre los defensores, lo que hacía casi imposible poner fin a la ruidosa batalla. Dado que cientos de miles de guerrilleros se desplazaban en irregular desfile en la llanura de Bombifale, y puesto que muchos miles más se precipitaban hacia allí procedentes del paso al difundirse la noticia del ataque de Valentine, no había forma alguna de ejercer el mando sobre toda la masa militar. Valentine vio que la bandera del estallido estelar de Elidath flotaba en medio de la locura, en el centro del campo de batalla, y sabía que su amigo estaba haciendo todo lo posible para ponerse en contacto con los oficiales y ordenarles que invirtieran su fidelidad. Pero el ejército era ingobernable, y morían soldados innecesariamente. Cada baja causaba una punzada de dolor a Valentine.
Él no podía hacer nada. Ordenó a Ermanar que siguiera presionando.
Durante la próxima hora se inició una extravagante transformación de la batalla. La cuña de Valentine se abrió paso sin oposición, y una segunda falange avanzó paralela a la primera, hacia el este, dirigida por Elidath, progresando con idéntica facilidad. El resto del gigantesco ejército que había ocupado la llanura quedó dividido y confuso, luchando contra él mismo, formando pequeños grupos que se aferraban estruendosamente a reducidos sectores de la pradera y abatían a cualquiera que se aproximara.
Estas ineficaces hordas no tardaron en quedar muy lejos, en la retaguardia de Valentine, y la doble columna de invasores se adentró en la mitad superior de la llanura, donde el terreno empezaba a curvarse como un cuenco en dirección a la cresta donde se alzaba Bombifale, la más antigua y bella de las Ciudades Interiores. Eran las primeras horas de la tarde, y mientras ascendían la pendiente, el cielo se hizo más claro y brillante y el ambiente más cálido, puesto que allí terminaba el cinturón nuboso que circundaba el Monte y empezaban las faldas inferiores de la zona de la cumbre, siempre bañada por el reluciente sol.
Bombifale se hizo visible, alzándose sobre las tropas como una visión de antiguo esplendor: grandes muros ondulados de arenisca, de un color anaranjado oscuro, con enormes losas en forma de diamante de espato marino de color azul recogido en las costas del Gran Océano en tiempos de lord Pinitor. Elevadas torres tan afiladas como agujas brotaban en el almenaje a intervalos meticulosamente regulares, cenceñas y elegantes, formando largas sombras en la llanura.
El espíritu de Valentine vibró con el gozo y el deleite que iban acumulándose. Cientos de kilómetros del Monte del Castillo quedaban atrás, anillo tras anillo de grandes, bulliciosas ciudades: las Ciudades de la Falda, las Ciudades Libres y las Ciudades Guardianas. El mismo Castillo se encontraba únicamente a un día de viaje, y el ejército que había intentado impedir el avance de los invasores yacía desmenuzado en patética confusión. Y aunque Valentine aún sentía por las noches las distantes y amenazadoras punzadas de los envíos del Rey de los Sueños, sólo eran hormigueos debilísimos en los bordes de su alma. Y su querido amigo Elidath estaba ascendiendo el Monte a su lado, mientras Stasilaine y Tunigorn cabalgaban para reunirse con él.
¡Qué alegría contemplar las agujas de Bombifale y saber qué había más allá! Las colinas, imponentes al otro lado de la ciudad, la espesa hierba de los prados, las piedras rojas de la carretera de montaña que iba de Bombifale a Morpin Alta, los deslumbrantes campos salpicados de flores que eslabonaban la Gran Carretera de Calintane desde Morpin Alta hasta el ala meridional del Castillo… Valentine conocía esos lugares mejor que el lozano pero todavía extraño cuerpo que tenía ahora. Casi estaba en el hogar.
¿Y qué pasaría después?
Tendría que habérselas con el usurpador, sí, y ordenar las cosas… pero la tarea era tan terrible que Valentine apenas sabía por dónde empezar. Había estado ausente del Monte del Castillo durante casi dos años, y privado del poder durante buena parte de ese tiempo. Habría que examinar las leyes promulgadas por Dominin Barjazid, y muy probablemente habría que abolirlas mediante decreto universal. Y también existía el problema, que Valentine apenas había considerado hasta entonces, de integrar a los compañeros de su largo viaje en los principales estamentos imperiales, porque era indudable que debía encontrar cargos de responsabilidad para Deliamber, Sleet, Zalzan Kavol y el resto. Pero había que pensar en Elidath, y en las otras personas que habían sido esenciales en la corte. Valentine no podía rechazarlos meramente porque él volvía al hogar después del exilio acompañado de nuevos favoritos. Un problema enredado, pero ya encontraría algún medio de resolverlo de forma que no alimentara resentimientos y no causara…
—Temo que nuevos problemas vienen en nuestra dirección, y no precisamente insignificantes —dijo bruscamente Deliamber.
—¿A qué se refiere?
—¿No ve cambios en el cielo?
—Sí —dijo Valentine—, va haciéndose más brillante y de un color azul más oscuro conforme huimos del cinturón de nubes.
—Mírelo más atentamente —dijo Deliamber.
Valentine miró pendiente arriba. No había duda de que había hablado despreocupada y prematuramente, porque el brillo del cielo que había visto hacía un rato estaba alterado, de un modo extraño: tenía un tenue matiz oscuro, como si estuviera formándose una tormenta. No había nubes a la vista, pero un extraño tinte, gris y siniestro, avanzaba detrás del azul. Y las banderas montadas en los coches flotadores, se habían agitado con una apacible brisa del oeste, habían variado de posición y ahora permanecían apuntando rígidamente hacia el sur, sometidas a vientos de repentina fuerza procedentes de la cima.