Выбрать главу

No quedaba más remedio que seguir subiendo entre las tinieblas que se acumulaban. Aunque el avance era rápido, a Valentine le parecía demasiado lento. Él imaginaba a las aterrorizadas multitudes congregadas en las plazas de las ciudades: vastas, caóticas hordas de seres asustados, llorosos, que se miraban unos a otros, contemplaban el cielo y gritaban, «¡Lord Valentine, sálvanos!» sin saber siquiera que el hombre moreno al que dirigían sus ruegos era instrumento de su destrucción. Valentine vio mentalmente que los habitantes del Monte del Castillo se lanzaban a las carreteras por millones para iniciar la aterrorizada emigración hacia niveles inferiores, impotentes, sentenciados, en un frenético esfuerzo vano para correr más que la muerte. Valentine también imaginó lenguas de penetrante e invernal viento que se deslizaban por las laderas, lamían las impecables plantas de la Barrera de Tolingar, congelaban los pájaros pétreos de Furible, ennegrecían los elegantes jardines de Stee y Minimool, convertían en capas de hielo los canales de Hoikmar… Ocho mil años en desarrollo llevaba el milagro del Monte del Castillo, y podía quedar destruido en un abrir y cerrar de ojos por la locura de un alma frígida y traicionera.

Valentine podía extender la mano y tocar Bombifale, así le parecía. Los muros y torres de la ciudad, perfectos y angustiosamente bellos incluso con aquella extraña, deficiente iluminación, hacían señas a Valentine. Pero él siguió adelante, siempre adelante, y aceleró al llegar a la empinada carretera pavimentada con viejos bloques de piedra roja. A la izquierda, muy cerca, estaba el coche de Elidath, el de Carabella marchaba a la derecha, y no muy lejos avanzaban Sleet, Zalzan Kavol, Ermanar y Lisamon Hultin, y las hordas de tropas que Valentine había ido acumulando a lo largo de su prolongado viaje. Todos se precipitaban detrás de su señor, sin entender la fatalidad que se abatía sobre el mundo pero conscientes de que era un momento de apocalipsis en que una monumental perversidad estaba a punto de triunfar, y que sólo valor, valor y velocidad, podía impedir su victoria.

Adelante. Valentine apretó los puños e intentó acelerar el vehículo mediante mera fuerza de voluntad. Deliamber, a su lado, le instó a guardar calma, a ser paciente. ¿Pero cómo? ¿Cómo, cuando el mismo aire del Monte del Castillo estaba desgarrándose molécula a molécula, cuando la más negra de las noches estaba tomando posesión?

—Mire —dijo Valentine—. ¿Ve esos árboles que flanquean la carretera, esos que tienen flores de color carmesí y oro? Son halantingos, plantados hace cuatrocientos años. En Morpin Alta celebran un festejo cuando esos árboles florecen, y miles de personas bailan en la carretera bajo las ramas. ¿Y ve eso, lo ve? Las hojas ya se están marchitando, están volviéndose negras en los bordes. Jamás habían conocido temperaturas tan bajas, y el frío no ha hecho más que empezar. ¿Qué será de los árboles dentro de ocho horas? ¿Qué será de la gente que disfrutaba bailando aquí? Si un simple escalofrío agosta las hojas, Deliamber, ¿qué hará una helada, o una nevada? ¡Nieve, en el Monte del Castillo! Nieve, y cosas peores que la nieve. Cuando no haya aire, cuando todo esté desnudo bajo las estrellas, Deliamber…

—Aún no estamos perdidos, mi señor. ¿Qué ciudad es ésa, la que está más arriba?

Valentine atisbo entre las abundantes sombras.

—Morpin Alta… la ciudad de la diversión, donde se celebran los juegos.

—Piense en los juegos que se celebrarán el mes que viene, mi señor, para celebrar su restauración. Valentine asintió.

—Sí —dijo sin ironía alguna—. Sí. Pensaré en los juegos del mes que viene, las risas, el vino, las flores de los árboles, el canto de los pájaros. ¿No hay forma de que esto vaya más aprisa, Deliamber?

—El coche flota —dijo el vroon—, pero no volará. Sea paciente. El Castillo está cerca.

—Horas, todavía —dijo hoscamente Valentine.

Se esforzó en recuperar su equilibrio anímico. Se acordó de Valentine el malabarista, ese inocente hombre joven enterrado en alguna parte de su interior, de pie en el estadio de Pidruid, reducido a nada más que vista y tacto, tacto y vista, para efectuar los ejercicios que acababa de aprender. Tranquilo, tranquilo, tranquilo, mantente en el centro de tu alma, recuerda que la vida es simplemente un juego, un viaje, una breve diversión, que una Corona se expone a que la engulla un dragón marino, a que la voltee un río, a que un grupo de mimos metamorfos se burlen de ella en un lluvioso bosque, y no pasa nada. Pero se trataba de un pobre consuelo. No era un problema de infortunios de un hombre, que a juicio del Divino eran muy triviales, aunque ese hombre hubiera sido rey. Millones y millones de vidas inocentes estaban en peligro, y una obra de espléndido arte, el Monte, tal vez única en el cosmos. Valentine contempló la inmensa extensión del cielo, cada vez más oscuro, donde, tal era su temor, pronto brillarían las estrellas en plena tarde. Estrellas, multitudes de mundos, y en todos esos mundos difícilmente habría algo comparable al Monte del Castillo y las Cincuenta Ciudades. ¿Y todo eso iba a perecer en una tarde?

—Morpin Alta —dijo Valentine—. Confiaba en que mi regreso a esta ciudad fuera más feliz.

—Calma —musito Deliamber—. Hoy pasamos sin detenernos. Otro día usted vendrá aquí gozosamente.

Sí. La reluciente, etérea telaraña que era Morpin Alta se alzaba a la vista a la derecha. Una ciudad hilada con filamentos de oro, o así había pensado muchas veces Valentine cuando siendo adolescente había contemplado los asombrosos edificios. En ese momento la miró y apartó rápidamente la mirada. Había quince kilómetros desde Morpin Alta hasta el perímetro del Castillo, un instante, un abrir y cerrar de ojos.

—¿Tiene algún nombre esta carretera? —preguntó Deliamber.

—La Gran Carretera de Calintane —replicó Valentine—. La he recorrido mil veces, Deliamber, para ir a la ciudad de la diversión. Los campos próximos están preparados para que siempre haya algo en flor todos los días del año, y siempre con agradables coloridos, los amarillos junto a los azules, los rojos lejos de los anaranjados, los blancos y los rosas en los bordes… Y mírelos ahora, fíjese en las flores que se ocultan de nosotros, que se doblan en sus tallos…

—Las plantarán otra vez, si es que el frío las destruye —dijo Deliamber—. Pero aún tenemos tiempo. Es posible que esas plantas no sean tan delicadas como usted cree.

—Siento su frío como si estuviera en mi piel.

Ya habían llegado a los sectores más altos del Monte del Castillo, a un punto tan elevado sobre los llanos de Alhanroel que parecía estar en otro mundo, o en una luna suspendida, sin movimiento, en el cielo de Majipur.

Todo concluía allí, en una fantástica pendiente de puntiagudos picos y escarpados peñascos. La cumbre apuntaba a las estrellas igual que cien lanzas, y en el centro de esas pétreas astas extrañamente delicadas se alzaba la curiosa, redondeada corcova del lugar más alto. Allí había fijado lord Stiamot su imperial residencia hacía ocho mil años, para celebrar el triunfo sobre los metamorfos, y allí mismo, a partir de entonces, Corona tras Corona habían conmemorado sus reinados añadiendo salas, edificios anexos, torres, almenajes y parapetos. El Castillo se extendía inconteniblemente en una superficie de miles de hectáreas, era una ciudad de por sí, un laberinto más enredado incluso que la guarida del Pontífice. Y el Castillo estaba enfrente.

Ya era de noche. El frío y despiadado esplendor de las estrellas brillaba en el cielo.

—El aire debe haber desaparecido —murmuró Valentine—. La muerte llegará pronto, ¿verdad?

—Se trata de una noche auténtica, no de la calamidad —respondió Deliamber—. Hemos viajado sin descanso durante el día entero, y usted ha perdido la noción del tiempo. Es tarde, Valentine.

—¿Y el aire?

—Está enfriándose. Está enrareciéndose. Pero no ha desaparecido.