Cuando terminó, se agarró a las aldabas de la puerta para recobrar fuerzas, y esperó que hubiera alguna señal en el interior.
De un modo inesperado, lo que llegó fue un envío: una potente ráfaga de energía mental, alarmante y abrumadora, que salía de las cámaras imperiales como el feroz bramido del tórrido viento de Suvrael. Valentine percibió la socarradora descarga del burlón rechazo de Dominin Barjazid. Barjazid no quería amor, no quería amistad. Estaba enviando desafío, odio, cólera, desprecio, beligerancia: una declaración de guerra perpetua.
El impacto fue intenso. ¿Cómo es posible, se preguntó Valentine, que Barjazid pueda enviar sueños? Alguna máquina de su padre, sin duda, cierta brujería del Rey de los Sueños. Valentine comprendió que debía haberlo previsto. Pero no tenía importancia, Valentine no cedió a la fulminante fuerza de la energía en forma de sueños que le lanzaba Dominin Barjazid.
Y después envió otro sueño, tan suave y amistoso como duro y hostil el de su enemigo. Envió un sueño de perdón, de indulgencia total. Mostró a Dominin un puerto, una flota de barcos de Suvrael que aguardaba para llevar a Barjazid a la tierra de su padre. E incluso un gran desfile, Valentine y Dominin juntos en una carroza que se dirigía al puerto, las ceremonias de la partida, los dos hombres en el muelle, risas mientras se despedían, dos buenos enemigos que habían peleado con toda la potencia posible y que ahora se separaban amigablemente.
De Dominin Barjazid llegó un sueño en respuesta, muerte y destrucción, odio, abominación, burla.
Valentine sacudió la cabeza lenta, pesadamente, para tratar de liberarla de las venenosas inmundicias que llegaban a él. Por tercera vez hizo acopio de fuerza y dispuso un envío para su rival. Todavía no deseaba descender al nivel de Barjazid, aún confiaba en vencerle mediante cordialidad y amabilidad, aunque otra persona hubiera dicho que era necio incluso intentarlo. Valentine cerró los ojos y centró su conciencia en el aro de plata.
—¿Mi señor?
Una voz de mujer taladró su concentración cuando estaba deslizándose en trance.
La interrupción fue estridente y dolorosa. Valentine giró en redondo, inflamado por desacostumbrada furia, tan conmocionado por la sorpresa que pasaron unos instantes antes de que reconociera a la mujer, Carabella. Ésta se apartó de él, con la boca abierta, momentáneamente temerosa.
—Mi señor… —dijo en voz muy baja—. No sabía que… Valentine se esforzó en dominarse.
—¿Qué ocurre?
—Hemos… hemos descubierto un medio de abrir una puerta.
Valentine cerró los ojos y notó que su rígido cuerpo se relajaba gracias al alivio. Sonrió, se acercó a Carabella y la abrazó brevemente, tembloroso mientras la tensión iba descargándose.
—¡Llévame allí! —dijo después.
Carabella le condujo por corredores ricos en antiguas tapicerías y gruesas alfombras muy desgastadas. La joven avanzó con una orientación muy segura que era sorprendente para una persona que nunca hasta entonces había paseado por aquellas dependencias. Llegaron a una parte de las cámaras imperiales que Valentine no recordaba, un acceso para la servidumbre situado al otro lado del salón del trono, un lugar sencillo y humilde. Sleet, subido en los hombros de Zalzan Kavol, tenía la mitad superior del tronco introducida en un dintel, y estaba realizando delicadas manipulaciones al otro lado de una sencilla puerta.
—Ya hemos abierto tres puertas de este modo —dijo Carabella—, y Sleet está infiltrándose en la cuarta. Dentro de un momento…
Sleet asomó la cabeza y miró alrededor, lleno de polvo, sucio, maravillosamente satisfecho de sí mismo.
—Está abierta, mi señor.
—¡Muy bien!
—Entraremos y atraparemos a ese hombre —gruñó Zalzan Kavol—. ¿Lo quiere en tres trozos o en cinco, mi señor?
—No —dijo Valentine—. Yo entraré. Solo.
—¿Usted, mi señor? —preguntó Zalzan Kavol con tono de incredulidad.
—¿Solo? —dijo Carabella.
—¡Mi señor! —gritó Sleet, enfurecido—. ¡Te prohíbo que…! —Y se interrumpió, anonadado por el sacrilegio de sus palabras.
—No tengáis miedo por mí —dijo tranquilamente Valentine—. Se trata de algo que debo hacer sin ayuda. Sleet, apártate. Zalzan Kavol, Carabella, no intervengáis. Os ordeno que no entréis hasta que se os llame.
Los tres intercambiaron miradas, confusos. Carabella se dispuso a decir algo, titubeó, cerró la boca. La cicatriz de Sleet latía y llameaba. Zalzan Kavol profirió extraños gruñidos y agitó sus cuatro brazos en señal de impotencia.
Valentine abrió la puerta y entró.
Se hallaba en una especie de vestíbulo, quizá el pasillo de una cocina, un lugar lógicamente poco familiar para una Corona. Lo cruzó recelosamente y salió a una sala decorada con ricos brocados que al cabo de unos instantes de desorientación reconoció como un guardarropa. Después de esa sala estaba el salón de justicia de lord Prestimion, una espaciosa cámara abovedada con espléndidas ventanas de vidrio esmerilado y magníficos candelabros colgantes manufacturados por los mejores artesanos de Ni-moya. Y a continuación se hallaba el salón del trono, donde la suprema grandiosidad del Trono de Confalume dominaba toda la sala. Valentine encontraría a Dominin Barjazid en algún lugar de aquel conjunto de salas.
Avanzó por el guardarropa. Estaba vacío, y parecía que nadie lo había utilizado desde hacía varios meses. La entrada del abovedado corredor de la Capilla de Dekkeret carecía de cortinas. Valentine escrutó el interior, no vio a nadie, y siguió andando por el pasadizo, corto y curvado, decorado con brillantes ornamentos de mosaico verde y oro, que se comunicaba con el salón de justicia.
Respiró y la abrió.
Al principio pensó que aquel vasto espacio también estaba desierto. Sólo un candelabro colgante estaba encendido, y era el del extremo opuesto, que proporcionaba tenue iluminación. Valentine miró a izquierda y derecha, examinó las hileras de bancos de madera pulida, pasó junto a las cortinas de los nichos donde duques y príncipes se ocultaban mientras se pronunciaba sentencia contra ellos, llegó al elevado asiento de la Corona…
Y vio una figura con atavíos imperiales que permanecía en las sombras ante la mesa del tribunal, junto al trono.
15
De todas las rarezas del tiempo de exilio, ésta fue la más rara: encontrarse a menos de treinta metros del hombre que tenía el semblante que en otra época había sido suyo. Valentine había visto otras dos veces a la falsa Corona, durante las fiestas de Pidruid, y en ambas ocasiones se había sentido humillado y agotado de energía al mirar ese rostro, sin saber por qué. Pero ello había ocurrido antes de recuperar la memoria. Ahora, en la penumbra, miró al hombre alto y fuerte, de ojos penetrantes y negra barba, el antiguo lord Valentine, de porte principesco, que no se mostraba acobardado, aturdido o aterrorizado, sino que observaba al propio Valentine con fría, serena mirada de amenaza. ¿Ése era mi aspecto?, se preguntó Valentine. ¿Tan cortante, tan frígido, tan desagradable? Valentine supuso que durante los meses en que Dominin Barjazid había estado en posesión de su cuerpo, la negrura del alma del usurpador se había filtrado hasta el rostro, cambiando las facciones de la Corona, confiriéndole esa expresión mórbida y llena de odio. Valentine había ido acostumbrándose a su nuevo rostro, amigable y alegre, y al ver al hombre que él había sido durante tantos años no experimentó deseo alguno de recuperar su cuerpo.
—Te hizo apuesto, ¿eh? —dijo Dominin Barjazid.