Gorzval cruzó la cubierta y pasó junto a Valentine.
—¿No tendremos aquí al dragón de lord Kinniken, eh? —preguntó Valentine.
El capitán skandar se rió indulgentemente.
—No, el de Kinniken es tres veces mayor que éstos, como mínimo. ¿Tres veces? ¡Más de tres! Éstos no llegan a cuarenta y cinco metros. Los he visto mucho más largos. Y usted también los verá, amigo mío, dentro de poco.
Valentine trató de imaginar dragones con tamaño tres veces mayor que los que veía. Su mente se rebeló. Era igual que imaginar el Monte del Castillo en conjunto: simplemente imposible.
El barco maniobró para iniciar la matanza. Fue una operación fluidamente coordinada. Se arriaron botes, con un skandar empuñando una lanza, de pie y atado a la proa de cada uno. Las barcas avanzaron silenciosamente en medio de los dragones que mamaban, y los lanceros arrojaron sus armas, distribuyendo la muerte entre las madres para que ninguna se excitara al perder todas sus crías. Los jóvenes dragones arponeados fueron atados por la cola a los botes y éstos volvieron junto al barco, desde donde se bajaron redes para alzar la pesca. Los cazadores no se dedicaron a la caza mayor hasta después de haber capturado varias decenas de jóvenes dragones. Los botes se retiraron y el arponero, un gigante skandar con una cicatriz azul oscuro que cruzaba el pecho en una parte donde el pelaje estaba arrancado desde hacía tiempo, ocupó su puesto en la cúpula. Sin precipitación alguna, el skandar eligió un arma y la ajustó a la catapulta mientras Gorzval situaba el barco adecuadamente cerca de la víctima seleccionada. El arponero apuntó. Los dragones adultos prosiguieron su misión de pastoreo, desatentos. Valentine se dio cuenta de que había contenido la respiración y estaba apretando con fuerza la mano de Carabella. El arpón, un reluciente y sombrío venablo, quedó en libertad.
Se hundió hasta el mango en el hinchado lomo de un dragón de treinta metros, y el mar cobró vida al instante.
El animal herido fustigó la superficie con la cola y desplegó las alas, que golpearon el agua con titánica furia, como si el dragón quisiera remontar el vuelo, y arrastrar al Brangalyn. Con la primera explosión de dolor, los dragones hembras abrieron igualmente las alas para reunir a las crías bajo un escudo protector, y se alejaron con potentes sacudidas de la cola. Mientras tanto, los animales de mayor tamaño de la manada, los monstruos consumados, se limitaron a sumergirse y se deslizaron en las profundidades con apenas un murmullo de energía. Quedó únicamente una docena de dragones adolescentes, sabedores de que algo inquietante estaba ocurriendo pero inseguros respecto a cómo reaccionar; nadaron describiendo amplios círculos en torno al camarada herido, con las alas inciertamente semiabiertas y golpeando con suavidad el agua. El arponero, que continuaba cogiendo armas con absoluta tranquilidad, clavó otro arpón en su presa, y otro más cerca del primero.
—¡Botes! —gritó Gorzval—. ¡Redes!
Se inició una extraña maniobra. Arriaron de nuevo los botes, y los cazadores se pusieron a remar. Avanzaron hacia el círculo de excitados dragones, y lanzaron al agua cierto tipo de granadas que explotaron produciendo apagados sonidos y esparciendo una espesa capa de tintura amarilla brillante. Las explosiones y, tal parecía, la tintura crearon un frenesí de terror en los restantes dragones. Sacudiendo alocadamente alas y colas, nadaron con rapidez hasta perderse de vista. Sólo quedó la víctima, perfectamente viva pero bien agarrada. También nadaba, hacia el norte aunque arrastraba tras ella toda la mole del Brangalyn y el esfuerzo iba debilitándola visiblemente poco a poco. Los tripulantes de los botes usaron más granadas de tintura para obligar al dragón a situarse más cerca del barco. Al mismo tiempo, los encargados de las redes lanzaron un colosal enredo que se abrió y extendió sobre el agua gracias a cierto mecanismo interior y que volvió a cerrarse cuando el dragón se enredó en las mallas.
—¡Cabrestantes! —bramó Gorzval, y la red se elevó del agua.
El dragón quedó suspendido en el aire. Su enorme peso hizo que el gran barco se inclinara de un modo alarmante. En lo alto, el arponero de la cúpula se dispuso a dar el golpe de gracia. Asió la catapulta con los cuatro brazos y disparó. Lanzó un furioso gruñido en ese mismo instante y un segundo después se oyó la respuesta, sorda y agónica, del dragón. El arpón penetró en el cráneo del dragón detrás de sus ojos, verdes y similares a platillos. Las poderosas alas barrieron el aire en un último y terrible espasmo.
El resto fue mera carnicería. Los cabrestantes actuaron, el dragón fue izado hasta el desolladero y se inició la despellejadura del cadáver. Valentine observó un rato, hasta que el sangriento espectáculo perdió interés: el despedazamiento de la grasa, la extracción de los órganos internos apreciados, la separación de las alas, etcétera. Valentine bajó a la bodega en cuanto se aburrió. Cuando regresó varias horas después, el esqueleto del dragón se alzaba sobre la cubierta como un ejemplar de museo, un gran arco blanco rematado por una rara cresta espinosa, y los cazadores estaban desmontando incluso eso.
—Estás muy serio —le dijo Carabella.
—No aprecio este arte —respondió él.
Valentine opinaba que Gorzval podía haber llenado por completo la bodega del barco, que era muy espaciosa, solamente con las ganancias de aquella manada de dragones. Pero había elegido un puñado de jóvenes y un solo adulto, no el de mayor tamaño, ni mucho menos, y había hecho huir al resto. Zalzan Kavol explicó que había cuotas, decretadas por coronas de siglos anteriores, para evitar el exceso de pesca: había que diezmar a las manadas, pero no exterminarlas, y un barco que regresaba demasiado pronto de su viaje tendría que rendir cuentas y someterse a fuertes multas. Además, era esencial subir a bordo a los dragones con suma rapidez, antes de que llegaran depredadores, y procesar prontamente la carne. Una tripulación que cazara con excesiva avidez no podría ocuparse de la pesca de un modo eficaz y provechoso.
La primera matanza de la temporada pareció ablandar a los tripulantes. De vez en cuando saludaban a los pasajeros, incluso sonreían alguna vez, y cumplían sus tareas con sosiego y casi con alegría. Su murrio silencio se desvaneció, se rieron, bromearon, cantaron en cubierta:
Valentine y Carabella escucharon a los que cantaban —se trataba de la cuadrilla que embarrilaba la grasa— y fueron a popa para oírlos mejor. Carabella, que no tardó en aprender aquella melodía sencilla y vigorosa, se puso a tocarla con su arpa de bolsillo, añadiendo breves y caprichosas cadencias entre los versos.