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«¡Te oigo, mi señor!», bramó el dragón, y surcando el mar se acercó al bajel Veinte kilómetros de largo, cinco de ancho y tres de alto, así era él.

—Mira —dijo Carabella—. Allí está Zalzan Kavol.

Valentine volvió la cabeza. Sí, allí estaba el skandar, escuchando junto a la barandilla, en el extremo opuesto, con todos los brazos cruzados y una expresión ceñuda formándose en su semblante. Al parecer no le gustaba la canción. ¿Qué le ocurría?

Lord Malibor se situó en cubierta, luchó con denuedo y valentía. Terribles golpes se intercambiaron y mucha sangre brotó aquel día.
Pérfido y astuto es un dragón rey, raramente cae denotado. Pese a toda su fuerza, Malibor acabó por la bestia devorado.
¡Que los intrépidos dragoneros a esta triste historia presten atención! Aunque tengáis gran suerte y destreza, podéis ser comida de dragón.

Valentine se rió y aplaudió. Su gesto provocó la inmediata mirada feroz de Zalzan Kavol, que avanzó hacia él, malhumorado e indignado.

—¡Mi señor! —gritó el skandar—. ¿Va a tolerar esa irreverente…?

—No tan alto eso de mi señor —dijo enérgicamente Valentine—. ¿Irreverente, dices? ¿De qué estás hablando?

—¡No respetan una terrible tragedia! ¡No respetan a una Corona caída! ¡No respetan a…!

—¡Zalzan Kavol! —exclamó Valentine—. ¿Eres amante de la responsabilidad?

—Sé lo que está bien y lo que está mal, mi señor. Mofarse de la muerte de lord Malibor es…

—Tranquilízate, amigo mío —dijo amablemente Valentine, y puso la mano en uno de los gigantes brazos del skandar—. En el lugar donde está, lord Malibor se halla muy alejado de cuestiones de respeto o falta de respeto. Y yo he pensado que la canción era deliciosa. Si yo no me ofendo, ¿por qué lo haces tú, Zalzan Kavol?

Pero el skandar continuó gruñendo coléricamente.

—Si me permite decirlo, mi señor, tal vez usted no ha recobrado aún la percepción total de la rectitud de las cosas. Si yo estuviera en su lugar, hablaría con esos marineros ahora mismo y les ordenaría que no volvieran a cantar esas cosas en mi presencia.

—¿En mi presencia? —dijo Valentine, sonriendo generosamente—. ¿Crees que mi presencia vale algo más que un salivazo de dragón para ellos? ¿Quién soy, sino un pasajero apenas tolerado? Si yo dijera tal cosa, me tirarían por la borda al instante, y sería el siguiente en servir de comida a un dragón. ¿Eh? ¡Medítalo, Zalzan Kavol! Y cálmate, amigo. Sólo es una inocente canción de marineros.

—A pesar de todo… —murmuró el skandar, y se alejó rígidamente.

Carabella contuvo la risa.

—Se lo toma muy en serio.

Valentine se puso a tararear, y luego a cantar:

¡Que los intrépidos dragoneros a esta… a esta ¿lúgubre historia?… a esta historia presten atención!

—Sí, así es —dijo—. Amor mío, ¿quieres hacerme un favor? Cuando esos hombres acaben su trabajo, habla con uno… el de la barba roja, por ejemplo, el que tiene voz de bajo, y que te enseñe la canción. Y luego me la enseñas a mí. Y yo la cantaré a Zalzan Kavol para hacerle sonreír, ¿eh? ¿Cómo era? Veamos…

«¡Te oigo, mi señor!», bramó el dragón, y surcando el mar se acercó al bajel. Veinte kilómetros de largo, cinco de ancho y tres de alto, así era él…

Una semana o poco menos transcurrió antes de que volvieran a ver dragones, y por entonces no sólo Carabella y Valentine habían aprendido la cantinela, sino también Lisamon Hultin, que se complacía vociferando en cubierta con su estridente voz de barítono. Pero Zalzan Kavol continuó torciendo el gesto y bufando en cuanto la oía.

El segundo banco de dragones fue mucho mayor que el primero, y Gorzval consiguió la captura de más de veinte crías, un ejemplar de tamaño medio y un titán de al menos cuarenta metros de longitud. Con ellos todos los tripulantes estuvieron ocupados durante los próximos días. La cubierta quedó pintada de púrpura con sangre de dragón, y hubo montones de huesos y alas por todo el barco hasta que la tripulación los redujo a un tamaño almacenable. En la mesa del capitán hubo exquisitos bocados, surgidos de las partes internas más misteriosas de los dragones, y Gorzval, cada vez más efusivo, sacó toneles de excelente vino, un detalle insospechado para una persona que había estado al borde de la bancarrota.

—Vino dorado de Piliplok —dijo el capitán mientras servía con generosa mano—. He guardado este vino para una ocasión especial, y no hay duda de que ésta lo es. Nos han traído excelente suerte.

—Sus colegas no se alegrarán al saberlo —dijo Valentine— Habríamos navegado con ellos si hubieran conocido nuestro canto.

—Ellos pierden, nosotros ganamos. ¡Brindo por su peregrinación, amigos míos! —gritó el capitán skandar.

Estaban navegando en aguas cada vez más balsámicas. El viento cálido de Suvrael se aplacaba al llegar al borde de los trópicos, y soplaba una brisa del suroeste, más suave y húmeda, procedente de la distante península Stoienzar en el continente de Alhanroel. El agua tenía una tonalidad verde oscuro, había numerosas aves marinas, las algas crecían tan espesas en algunos lugares que la navegación era difícil, y peces de brillantes colores nadaban velozmente en la misma superficie. Estos peces eran las presas de los dragones, que eran carnívoros y avanzaban con la boca abierta entre enjambres de criaturas marinas inferiores. El Archipiélago Rodamaunt no se hallaba lejos. Gorzval propuso que la pesca acabara allí mismo: el Brangalyn disponía de espacio para varios dragones de gran tamaño, otros dos de tamaño medio y quizá cuarenta crías. Después el capitán dejaría en tierra a sus pasajeros y se dirigiría a Piliplok para vender la pesca.

—¡Dragones a la vista! —gritó el vigía.

Era la mayor manada del viaje, cientos de dragones cuyas puntiagudas gibas se alzaban sobre el agua por todas partes. El Brangalyn maniobró entre dragones durante dos días, matando a discreción. En el horizonte se veían más barcos, si bien muy alejados, pues estrictas normas impedían inmiscuirse en la zona de caza de otras embarcaciones.

Gorzval estaba enardecido con el éxito del viaje. Él mismo formaba parte con frecuencia de las tripulaciones de los botes, cosa que era poco usual, supo Valentine, y una vez incluso subió a la cúpula para empuñar el arpón. El barco navegaba con el casco más sumergido debido a la carga de carne de dragón.

Al tercer día los dragones seguían cerca del Brangalyn, impávidos ante la gran matanza y poco deseosos de dispersarse.

—Otro muy grande —prometió Gorzval— y nos dirigiremos a las islas.

El capitán eligió un ejemplar de veinticinco metros como última víctima.

Valentine estaba aburrido, y más que aburrido, con la carnicería, y cuando el arponero lanzó el tercer venablo hacia la presa, dio media vuelta y se dirigió al otro extremo de la cubierta. Allí encontró a Sleet, y ambos permanecieron junto a la barandilla, mirando al este.

—¿Crees que desde aquí se ve el archipiélago? —preguntó Valentine—. Añoro estar otra vez en la tierra firme, y que acabe el hedor de sangre de dragón en mi olfato.