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– "Que bel pasticcio!".

Respaldados por las naves, el mar estanque, los tinglados obsoletos a medio derribar, los nervios férricos de torreones de antigua eficacia atravesaron el paseo y la plaza de Medinaceli para buscar el callejón donde se ubicaba el estudio de los Dotras. Todas las puertas estaban abiertas y la luna llena estaba puesta sobre los miserables tejados. La mujer lo tocaba todo con la punta de sus ojos de piedra y con las yemas de sus dedos de seda, mientras mantenía una sonrisa ligera. Nada más penetrar en el estudio comprendieron que sin ellos el cuadro era incompleto. Iban vestidos todos de bohemios indígenas y agradecieron el contraste visual de aquellos turistas recién desembarcados de un paquebote sin duda con pocas horas de escala. Carvalho no contaba en sus apreciaciones. Lo aprehendieron como un guía de cualquier agencia "tour operator" y se dedicaron a desguazar a la dama de lujo y al caballero fugaz.

– Son dos mil pesetas por persona.

Advirtió la señora Dotras y a Carvalho le pareció que sus grandes y caídas tetas se había convertido en una bandeja petitoria de catedral en la misa de doce.

– ¿A cambio de qué?

– En ningún otro lugar de la ciudad verá lo que aquí verá.

Pagó el francés y Carvalho depositó su botella de Knockando en las manos del pintor vestido para la ocasión como un concertista indio de instrumentos musicales rigurosamente indios. Abundaba la gente joven repartida en grupos, montones, hablando en voz baja o ensimismados de cinco en cinco, la manera más dramática de ensimismarse.

– Aquí hemos conservado el ambiente de los últimos años sesenta y primeros años setenta. Cuando aún todo era posible.

Le informó Dotras con la voz por encima de un fondo musical en el que los Bee Gees, los Beatles, los Pink Floyd, Hair fueron sucediéndose durante el tiempo que compartieron rodeados por cuadros gigantescos de Dotras y carteles contestatarios con casi veinte años de antigüedad: mujeres orinando en mingitorios para hombres y órdenes de busca y captura de Richard Nixon. Hasta los más jóvenes parecían recién salidos de una noche de opaca juerga años setenta y Dotras les ratificó que de eso se trataba.

– Islas así ya no quedan en la ciudad. Cada generación tiene su derecho a la nostalgia y la nuestra… -Abarcó a Carvalho con el plural-:… es la última generación que conservará el culto a la nostalgia. La nostalgia hay que elegirla.

– Este hombre es un precursor.

Ha creado un museo viviente del comportamiento.

Era la primera vez que el francés manifestaba capacidad de entusiasmo. Les ofrecieron ensalada de arroz y pollo al curry razonando el menú como indispensable en cualquier cena progre masiva de la época objeto de culto y les presentaron a una becaria norteamericana que estaba realizando un estudio sobre "Costumbres del transfranquismo" para la Universidad de Carolina del Norte. Los nietos de Dotras repintaban cuadros del abuelo con pintura spray y los cinco hijos de la walkiria, componentes del conjunto Los Musclaires afinaban sus instrumentos a punto de iniciar su concierto en homenaje a las concentraciones de Canet, el Woodstock español, catalán para ser más exacto, aclaró Dotras a la norteamericana que tomaba apuntes en una libreta y monsieur Lebrun que tomaba apuntes mentales. Carvalho quiso obrar como otras veces, cuando un ambiente le resultaba indiferente hasta el cansancio, dejar la cara y marcharse con la cabeza a otra parte, pero cuando buscaba un pliegue del local para su cabeza, sus ojos tropezaron con una muchacha a la que había conocido en circunstancias más propicias. Era Beba, la hija de Brando y de la monitora, semiacostada en unos cojines y platicando con un viejo, diferente al que estaba aliviando la mañana en que la conoció Carvalho. O quizá no era tan viejo, sino de la edad de Carvalho.

– ¿Quién es ésa?

Preguntó a Dotras. Se molestó el pintor por verse distraído de sus servicios al banco de datos de la Universidad de Carolina del Norte y apenas si pellizcó con la mirada al dúo que formaba Beba con su acompañante.

– No la conozco. ¿Ha pagado, mamá?

Su mujer le dijo que sí con la cabeza, después de pesar a la muchacha en unas balanzas mentales que sólo ella veía.

– ¿Y el que está con ella?

También, aseveró testaruda la señora Dotras. Devolvió su atención al pintor a la científica social norteamericana y Carvalho no insistió, pero tranquilizó su mala conciencia examinando para su solaz a Beba, monologante mientras el hombre la escuchaba o cansado o aturdido o drogado. Beba tenía una expresión dulce, como si fuera la maestra o la madre del hombre que la escuchaba.

– ¿Conoce a esa chica?

Claire le había cogido un brazo mientras examinaba a Beba a distancia.

– Es muy guapa. ¿La conoce?

– No. O quizá sí, pero hoy no me toca.

– Es muy angélica. Muy joven.

Me emociona su aspecto. ¿No le parece muy angélica?

– Es probable. Hay tantas clases de ángeles.

Se sumergió Claire en una reflexión silenciosa sobre los ángeles y de ella sólo participó a Carvalho una sonrisa, como una gasa rosada velando los pensamientos que le escondía.

– ¿Y mi griego?

Preguntó de pronto Claire, como si recuperara el sentido de la orientación. Carvalho hizo de intermediario con la señora Dotras que le señaló a un joven de ojos grandes vestido con una túnica color azul. Claire examinó al griego con ojos que primero fueron valorativos y luego despreciativos.

– No es mi griego.

– Un griego lleva a otro griego.

Se sentaron Carvalho y Claire en unos cojines, cerca del joven de la túnica, mientras Lebrun iba de grupo en grupo escuchando y observando con la precisión de un enviado especial de las Naciones Unidas, antes o después de cualquier referéndum escabroso.

– Alexopoulos es el más prometedor pintor griego joven que conozco.

Advirtió Dotras antes de propiciarles el contacto.

– No nos ha dicho a cuántos pintores griegos jóvenes conoce.

Claire rió y Carvalho se sintió muy premiado. Nada más sentarse sobre los cojines, Carvalho iba a iniciar la introducción al tema, cuando sintió la mano de la muchacha en su brazo y al mirarla comprobó que ella le estaba pidiendo que la dejara hacer. Le robó sus propios ojos para dárselos al griego que les contemplaba desde una advertida distancia, sabedor de que iban a pedirle algo. Ella empezó a susurrarle una larga explicación que Carvalho no podía oír y poco a poco la resistencia del hombre fue aminorando, hasta que se dejó caer sobre un codo y situó su rostro muy cerca del de Claire para reducir aún más el ámbito de su inaudible conversación. Claire de pronto se apartó del muchacho y quedó sentada en cuclillas, inclinada hacia adelante, con un bucle de pelo meloso acariciándole un pómulo y la cabeza paralizada por el proceso de una reflexión que Carvalho adivinaba intransferible.

Volvió su rostro hacia Carvalho y era como si la luna llena del exterior se hubiera metido en el estudio y tratara de hipnotizarle.

– No me he equivocado. Alekos está en Barcelona.

– ¿Dónde?

– Sólo sale de noche.

– ¿Por qué?

O eran dos lágrimas o la emoción interior hacía refulgir aún más sus ojos.

– Vive por una zona que se llama Pueblo Nuevo y a medianoche se acerca a una casa de comidas, en una plaza, no sabe el nombre. Al final de la rambla del Pueblo Nuevo. Vive en alguna de las fábricas abandonadas por aquella zona. ¿La conoce usted?

– La conozco. Se llama Pueblo Nuevo, pero ya tiene poco de nuevo. Es un barrio que creció a finales del siglo pasado y comienzos de éste, industrial y popular.

Ha envejecido rápidamente, como todo lo pobre, y está a la espalda de la futura Villa Olímpica, lleno de fábricas y almacenes abandonados.

– ¿Por dónde empezamos?

– ¿Ahora?

– Ahora. Mañana puede ser demasiado tarde.

– A otro cliente Carvalho no le habría consentido el derecho a marcar el ritmo, pero aquella mujer no era una clienta normal y de cerca olía a amanecer en el campo después de una noche de lluvia lenta.

– ¿Por dónde empezamos, ahora?

– Vayamos a esa casa de comidas. Dice que es una plaza con árboles muy grandes y que sólo se comen cosas frías, quesos, patés, embutidos. En verano hay una terraza al aire libre, pero ahora ya no. Allí quizá puedan orientarnos.

Al descruzar las piernas Carvalho se dió cuenta de que se había quedado inválido. Sentía sus piernas llenas de moscas voraces de su propia sangre. Odiaba los cojines y las sillas bajas, odiaba a los Dotras y su comedia nostálgica y empezaba a odiar a Els Musclaires que estaban cantando "no serem moguts" (1 [2]) en un homenaje, dijeron, al espíritu de Joan Baez y Bob Dylan y a su madre que les había traído al mundo el mismo día de los famosos procesos de Burgos contra militantes de ETA. La ex parturienta servía combinados de naranjada con vodka y deletreaba el nombre de aquel cocktail de moda hacía casi veinte años: destornillador. La norteamericana apuntaba con una buena fe que ya sólo exhiben los imperialistas arrepentidos.

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[2] (1) Versión catalana de: "Well shall overcome".