– Alekos.
Dijo Claire.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
Y entonces Carvalho comprendió que la muchacha y Lebrun no buscaban lo mismo. Pero no era su misión ahora comprender, sino facilitar el encuentro manteniendo la luz de la linterna sobre los hallazgos. Claire avanzó y tapó con su cuerpo el de Alekos semiincorporado desde el suelo. La luz de la linterna paladeaba la silueta de la mujer, hasta que se inclinó para oír sólo ella lo que decían los labios de Alekos. Mitia, Lebrun, Carvalho se habían convertido en convidados de piedra y durante minutos prosiguió aquella sofocada confesión, secundada por una mano de Claire que acariciaba, como descubriéndola, la cara del hombre caído. Nadie se atrevía a meterse en aquel territorio sentimental prohibido, e incluso en un momento dado, ella se volvió airada contra la cruda luz de la linterna y Carvalho la apagó mascullando una disculpa que sólo él oyó, y tal vez Lebrun que asistía a su lado a la escena, dominado por un repentino y total abatimiento. Y así estuvieron minutos y minutos, sin hablar, sin moverse, respetando la campana del tiempo y silencio que protegía la conversación entre Claire y el hombre de su vida. Por fin Claire recuperó la estatura y permaneció unos segundos ensimismada, luego volvió a acariciar el rostro de Alekos y dio media vuelta para reencontrar a Lebrun y Carvalho.
Apartó a Lebrun y lo sumergió en un ángulo oscuro donde dialogaron en voz baja. Dialogaron casi tanto como callaron y a veces incluso llegaron al borde de una discusión, pero entonces era ella la que abrazaba a Lebrun, le pedía algo que podía ser comprensión y de nuevo reencontraban el camino de la confidencia. Por fin terminaron de parlamentar y regresaron junto a Carvalho. Fue Claire quien tomó la iniciativa.
– Nosotros nos quedamos.
– Puedo esperarles fuera, el tiempo que haga falta.
– No, usted se va y nosotros nos quedamos.
Era una orden y algo crispada.
Lebrun tomó por un brazo a Carvalho y le invitó a que le acompañara fuera de la habitación.
Cuando llegaron al cruce de pasillos, el francés dijo:
– Discúlpela, está muy conmocionada y realmente todo lo que usted podía hacer ya lo ha hecho y muy bien, muy rápido, asombrosamente rápido.
– Ha sido relativamente sencillo. Para encontrar vagabundos hay que recurrir a vagabundos.
– No queremos molestarle, pero usted ya ha terminado. Ahora es cosa nuestra.
– Comprendo.
– Le acompañaré hasta la salida.
– Puedo encontrarla solo.
Pero adivinó que el otro necesitaba comprobar su marcha y se dejó acompañar con el pretexto de que después le dejaría la linterna para cuando decidieran abandonar el lugar. Lebrun le siguió hasta que salió de aquel ámbito, una vez desatrancada la puerta principal de un madero cruzado que impedía el acceso desde fuera.
– Tenga la linterna. Van a necesitarla cuando salgan de aquí.
Me la devuelven cuando vengan a arreglar las cuentas.
– Incluiré el precio de la linterna en la minuta. Le mandaré un cheque. Probablemente no volvamos a vernos.
Carvalho estaba desconcertado y algo le dolía en el pecho. No era quedarse a oscuras sobre el final de la historia, sino saber que ya no volvería a ver a Claire.
– Tal vez sería necesario…
– No tendrá queja del cheque.
Adiós, señor Carvalho.
Y le tendía una mano que le expulsaba. La aceptó Carvalho y cuando recuperó la soledad se hizo reproches a sí mismo por la muestra de dependencia que había dado en el último momento, como si hubiera sido un niño indígena encariñado con los dos turistas franceses y bruscamente apeado de la estatura de guía de los hombres blancos, de guía de la mujer blanca. Hay rincones de adolescencia sensible que permanecen escondidos en el espíritu y emergen cuando menos te los esperas, se dijo Carvalho, necesitado de un buen trago de reserva de Knockando y del tacto propicio de sus sábanas, precisamente de sus sábanas, tan sabias de los vencimientos y necesidades de su cuerpo.
Apretó el paso para recuperar la zona domesticada de Pueblo Nuevo y cuando encontró un taxi dudó en pedirle que le acompañara a donde tenía el coche aparcado o que le llevara directamente a su casa, a Vallvidrera. Tenía urgencia de sábanas, sueño y whisky y optó por la segunda solución y cuando llegó a su casa llenó la bañera de agua caliente y se sumergió en un baño limpiador de todas las oscuridades, telarañas y premoniciones de muerte de aquella noche. Muerte. La palabra se descompuso en todas sus letras y la M le bailó por la cabeza sumergida en el agua jabonosa, hasta que la sacó y le pareció acceder a la limpieza absoluta, por dentro y por fuera. En lugar de la poderosa M estaba la poderosa cabeza sonriente de Claire, aquellos labios carnales e irónicos, aquel tono de piel de fruta, la melena melosa y una vez más se dijo que la excepción confirmaba la regla de su vida, sus trabajos y sus días, su Biscuter y su Charo y el pobre Bromuro, tan muerto.
Controlaba los puntos cardinales de su casa y se le desvaían los límites del mundo de ruinas que había recorrido aquella noche.
Pero no podía olvidar del todo aquella selección espontánea que Claire y Lebrun habían evidenciado cuando se encontraron con los dos hombres.
– Alekos.
Dijo ella.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué estarían haciendo ahora entre tinieblas? ¿Qué historia se contarían?
¿Qué historia construirían entre aquellas paredes de ruina para hacer posible el futuro? Necesitó tres whiskys para sentirse relajado y envuelto por la propuesta del sueño. Sus sábanas le ayudaron.
Estaban recién cambiadas y al día siguiente estarían hechas a la medida de su sueño profundo pero agitado.
Cuando se despertó lo hizo con el propósito de llamar a Charo y demostrarle que le era necesaria, como cualquier marido redescubre a la esposa cuando fracasa en aventuras reales o imaginarias. Era la prolongación de un sueño que reproducía la búsqueda de la noche anterior, en el que Charo aparecía como cuarto miembro de la expedición, aunque tanto Claire como él la ignoraban, Claire con una ceguera total hacia su presencia, en cambio él desde la mala conciencia de quien no quiere admitir al peor de los intrusos. Pero Charo trataba de imponer su presencia, incluso de ser útil, de dar opiniones sobre la mejor manera de encontrar a Alekos, como si conociera la historia y se sumara con el mejor de los propósitos constructivos.
De vez en cuando Lebrun le daba conversación y Charo, aunque alegre por la deferencia, no tenía ojos para él, sino para que Carvalho asumiera su presencia. Obstinadamente, se pasó todo el sueño no aceptando que Charo iba con ellos. Contestando sus observaciones como si las hiciera Claire, Lebrun, él mismo. Pero cuando regresaba de la aventura, por un paisaje de escombros estilizados, era Charo la que iba junto a él y hablaba, hablaba, hablaba haciendo un balance no memorizable de todo lo sucedido. Era el tono de un balance, pero ¿qué decía realmente Charo en el sueño? Algo de dinero, porque de pronto empezó a preocuparse por el cheque. O tal vez sobre la visibilidad, porque Charo y el cheque fueron sustituidos por la linterna. Le molestaba desprenderse de sus objetos hasta el punto de almacenarlos cuando eran inservibles. ¿Igual hacía con las personas? Aquella linterna había vivido excelentes momentos en el fondo de los bolsillos de sus chaquetas. Cientos y cientos de veces había muerto con las pilas agotadas y cientos y otras cientos la había hecho revivir cambiándole las pilas, probándola como fuente de luz, emitiéndole ella la señal de su resurrección con la satisfacción de todo objeto que funciona. Se la imaginó abandonada en aquel paisaje en ruinas, a la espera de la piqueta o de la excavadora que abría las carnes de la vieja Barcelona para dar a luz una nueva ciudad que sepultaba buena parte de su mejor y su peor memoria. Probablemente Claire y Lebrun la habrían arrojado sobre un montón de escombros en un panorama en el que no escasean. Y ni siquiera habrían elegido unos restos dignos para el penúltimo reposo de su linterna.
¿Qué era aquella barra de nada para ellos? En cambio, en las palmas de las manos de Carvalho la linterna había dejado su textura, el volumen de su doble vida. Desde su abandono, el objeto habría contemplado la marcha de aquella extraña comitiva, esperando que Carvalho regresara para salvarla, para devolverle su sentido. La linterna no se merecía aquel final y se indignó consigo mismo por haberla dejado tan implacablemente, desde el egoísmo del amante que quiere dejar cerca de Claire algo que le pertenece, que ella va a tocar necesariamente, que prolongaba su presencia en el aquelarre.
Entre llamar a Charo y hacer cualquier cosa, optó por hacer cualquier cosa. Remoloneó por la casa, por el jardín tratando de aliviar desastres de ausencias y olvidos, sin coche y sin ganas de bajar a Barcelona y afrontar o la realidad del final del caso del griego perdido o la urgencia de la ninfómana señorita Brando, su padre, su hermano, la madre que la parió. Llamó por teléfono. Biscuter le informó que sobre la mesa del despacho le esperaba un sobre con el remite del Avenida Palace y unas letras de mosca al servicio de un escueto subremitente: Georges Lebrun.