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– Ábrelo.

Un cheque de doscientas cincuenta mil pesetas. Por dos días de trabajo. Tuvo que admitir que aun quedaba generosidad en el mundo o quizá, simplemente, la eficacia de la mala conciencia de Lebrun.

¿Sólo de Lebrun? Doscientas cincuenta mil pesetas por dos días de trabajo, sin otro saldo negativo que la piel de las manos algo maltratadas, agujetas en los sobacos y un dolor liviano en el corazón cada vez que recordaba a Claire. Invitaría a Charo a almorzar y al cine. A lo que ella quisiera. Él eligiría restaurante y ella la película. Pasada la tormenta inicial Charo no sería muy exigente, ni pediría demasiadas explicaciones por días y días de olvido, ni siquiera paliados por una llamada telefónica. Ella intuiría tal vez el cruce de una sombra probablemente femenina, por los ojos de Carvalho, una sombra más en su ya de por sí sombrío, residual afecto, pero gozaría de la comida, del cine, de la recuperada compañía, fingiendo excesivos temores y alegrías por encima de una tristeza y un temor concreto, para abrazarse a Carvalho en cuanto tuviera ocasión y pedirle una protección imaginaria. O no tan imaginaria. Pero el mal oscuro proseguía su trabajo y Carvalho volvió a esconderse en la soledad de su casa, allá en las alturas, con el cerebro lleno de imágenes rotas de una ciudad, de aquella ciudad, de su ciudad y de tan extraños visitantes. Y el griego. Los griegos.

– Alekos.

Dijo ella.

– Mitia.

Dijo Lebrun.

Los dos al final de un laberinto o de lo que parecía el final de un laberinto descubierto con la colaboración de su pobre linterna.

No. De momento no llamaría a Charo, pero necesitaba hablar con alguien y telefoneó a su vecino, el gestor Fuster, por si aún estaba en casa. No estaba. Pero sí en su despacho de abogado, tan sorprendido como Charo por el repentino recuerdo de Carvalho.

– ¿Estás enfermo?

– El cuerpo me pide guisar, comer lo que he guisado con alguien que sepa apreciarlo.

– Para eso estoy yo.

– Cenar. Dame todo el día para hacer algo difícil, planearlo, buscar lo que me falta, probarme a mí mismo.

– He de elegir entre la Orquesta Ciudad de Barcelona dirigida por nuestro común vecino Blanqueras o lo que tú guises.

– No quiero ser instrumento de la barbarie. Te esperaré. ¿Qué tal como entrante una base de pirámide de berenjena frita y sobre ella una espesa salsa de tomate y anchoas y un huevo escalfado y salsa holandesa y una cucharada de caviar? La pregunta se la hizo a sí mismo cuando vio que en la nevera aún le quedaba una lata de caviar de cincuenta gramos, los suficientes para repartir dos copiosas y generosas cucharadas sobre los huevos falsamente marmorizados.

Tenía mantequilla para una salsa holandesa para dos y unas gambas congeladas con las que tramar un caldo espeso de marisco con el que diluir y aromatizar la salsa holandesa. ¿Y de segundo? Revolvió los ahorros congelados de su nevera y lanzó un eureka cuando descubrió que aún le quedaban restos de telilla de hígado con los que poder envolver cualquier farsa. Ni siquiera necesitaba salir de casa, era casi autosuficiente y fue inmensamente feliz cuando lo descubrió. En las dos horas que le faltaban hasta el mediodía, hizo el caldo corto de marisco con las cabezas de las gambas, zanahorias, restos de un apio macilento, ajos, un puerro que ya casi parecía una cebolleta momificada. Trituró toda la cocción, la pasó por el chino, le subió el tono con un vaso de vino blanco, la redujo a fuego lento hasta conseguir casi una crema.

Paralelamente iba haciendo el relleno, una pechuga de pollo, un pie de cerdo previamente cocido y deshuesado, la carne de unas costillas de cerdo que había guardado para hacerse unos fideos a la cazuela, cebolla, tomate, una cabeza de ajos, un ramillete de hierbas aromáticas que tenía por el jardín, la salvia la mejor conservada, la mejorana patéticamente abandonada por cualquier riego, el laurel con las hojas secas propicias al pie de su propia exuberancia verde. Las hojas amarillas, muertas del laurel le devolvieron el recuerdo de la linterna. Bien regado con coñac el guiso y luego flambeado, esperó a que se enfriara para retirar las carnes, picarlas, añadirle miga de pan con huevo y trufa y reservó el fondo para la salsa final. Enfriado el picadillo, extendió la telilla sobre el mármol de la cocina y obtuvo cuatro retales rectangulares, en cuyo centro colocó un montón de farsa. Consiguió cuatro paquetitos de delicias futuras, los enharinó y los frió lentamente en un aceite no demasiado caliente para que no se rompiera la telilla.

Poco a poco los hatillos iban adquiriendo color y forma de falsos pies de cerdo deshuesados. Mezcló grasas y fondos resultantes con los que había reservado de guisar las carnes ya metamorfoseadas en su final feliz de farsa y sobre ese fondo sofrió verduras, añadió caldo de carne, más vino blanco y coñac para pasar por el chino tanto trabajo y obtener una salsa espesa destinada a ser la charca oscura donde los cuatro envoltorios se instalaron con la precisión de un cuarteto agradecido. Ya estaba el segundo plato al completo. Fritas una vez enharinadas las berenjenas base de la pirámide, obtenida la salsa de tomate, el caviar en su lata, pendiente el huevo escalfado y la salsa holandesa marisquizada al momento de la llegada del gestor melómano y eran las siete, casi las siete en punto de la tarde. ¿Por qué no un postre? Sobre todo teniendo en cuenta las críticas de Fuster por su desdén hacia los postres, fruto de una mala educación sentimental gastronómica, llena de platos hondos y únicos o de añoranzas de proteínas inasequibles. Recordó la simplicidad de los postres populares de origen italiano, frente a la obviedad de la repostería equivalente española, en la que con harina, almendra y huevo se resuelve el expediente de cinco mil variedades de dulcería.

Recurrió pues a un libro, algo tenso porque se trataba de un libro de cocina, uno de los pocos saberes inocentes que respetaba y con ellos a su vehículo transmisor, el libro "Talismano della felicitá", la biblia de la divulgación culinaria italiana, de la especialista Ada Boni, un regalo que había recibido de un matrimonio hispano-italiano con el que había trabado conversación sobre cocina e imperialismo en un vuelo Roma-Barcelona. Incluso se lo habían dedicado: del matrimonio Corti-Pellejero a Pepe Carvalho después de una conversación difícil. Hubo coincidencia entre la primera página que abrió y lo que le permitía realizar su reserva de alimentos otoñales.

Suflé de castañas. Las había comprado por ritual y por nostalgia, en recuerdo de aquellos tiempos en que su madre asaba las castañas en una sartén vieja agujereada, todavía en el fuego de carbón mediocre de posguerra o de bolas de polvo de carbón, a la luz de carburo, aún a ciegas eléctricas en aquel barrio de la ciudad vieja ahora amenazado por las buenas y malas intenciones de la posmodernidad. Y junto a las castañas asadas en una sartén reconvertida, los "panellets" de boniato, única materia prima de dulcería al alcance de todos los españoles. Mis recuerdos no me sobrevivirán, se dijo Carvalho y silbó un tango para luego cantar una letra improvisada:

La memoria se fue con otro y me ha dejado juguete roto lleno de llantos lleno de mocos en un rincón.

No fue más allá del estribillo mientras preparaba la base del futuro suflé. Cocidas las castañas, despellejadas concienzudamente, sometidas al pasapurés, pasaron a una pequeña cacerola de donde recibieron el bálsamo de la mantequilla, una cucharada de chocolate en polvo, dos cucharadas de azúcar, todo bien mezclado con una espátula de madera, que seguía removiendo la mezcla a un fuego lento, perfumada con unas gotas de vainilla líquida. Ya estaba obtenido el lecho para el añadido de las claras batidas y el futuro crecimiento mágico del suflé. La mezcla obtenida la dejó en una terrina de barro refractario, barro leonés o zamorano, el que mejor retiene los calores obtenidos.

Hasta que llegara Fuster y casi estuviera ultimada la cena, el suflé permanecería en el sueño de los justos. Eran las nueve de la noche. ¿Por qué no había intentado localizarle en casa? ¿Charo?

¿Claire? ¿A qué hora acabaría el concierto? A una hora discreta, porque la cultura equilibrada no puede imponer normas de vida desequilibradas. En efecto, dormitaba, cuando a las diez y media de la noche llamó Fuster a su puerta.

Iba vestido de gestor y abogado que va a un concierto, incluso pudo atribuirle una bufanda de seda o ¿cuando es de seda deja de ser bufanda? Fuster escuchó la propuesta del menú con falsa imperturbabilidad y arqueó una ceja cuando Carvalho le prometió un suflé de castañas como postre.

– En esta casa se empieza a comer bien.

Puso Carvalho al fuego una cacerola con agua y vinagre y al empezar la ebullición cascó dos huevos y arrojó su contenido en las bullientes y avinagradas aguas.

Agitó la cacerola para que la melena blanca de la clara montase la yema y a los tres minutos se valió de una espumadera para pasar los huevos a una fuente honda llena de agua fría donde terminó de producirse la transustanciación marmórea. Mientras tanto utilizó las mismas aguas bullientes donde los huevos habían pasado del crudo al semicocido, como vapor para una cacerolita en cuyo fondo trababa mantequilla, yemas de huevo, sal, pimienta y media cucharadita de zumo de limón para conseguir una espesa holandesa. La retiró del fuego, le añadió cucharadas de caldo concentrado de marisco hasta obtener el sabor y la textura que decidió conveniente y empezó a construir en cada plato la pirámide. Debajo la berenjena, sobre la berenjena la salsa de tomate y las anchoas, a continuación el huevo escalfado con las faldas de clara cocida recortadas, sobre el huevo un generoso baño de salsa que impregnó la pirámide y sobre la salsa una cucharada de caviar iraní, gelatinoso, aterciopelado, definidor y definitivo. Comió Fuster barrocamente aquella barrocada.