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Caminaba bien, pero caminaría mejor cuando fuera consciente de lo contento que estaba el aire ciñéndose a su cuerpo de diosa aún breve. Carvalho trató de borrar diosa del almacén cerebral de palabras urgentes, le parecía que era un recurso de viejo o de cursi, un reconocimiento de distancia insalvable, necesariamente insalvable.

Beba tenía la melena castaña llena de caracoles y una piel tan hermosa que parecía un estuche de sí misma.

Ya en el local cruzó saludos y se fue a la barra donde la esperaba un hombre joven que la besó como si interpretaran la secuencia final de una película esperanzadora. Carvalho no sabía dónde meterse. Había otros de su edad, pero iban disfrazados de tener veinte años menos y en cambio él llevaba aquella noche su biología más sincera y barba de dos días. Se acodó en la barra junto a Beba y asumió la mirada intranquila del camarero que le correspondía. Quiso pedir algo agresivo para borrar la impresión de policía que había suscitado y pidió un whisky de malta doble, gran reserva, sin hielo. La sospecha del camarero iba en aumento, pero Carvalho convivió con ella y cuando se bebió el whisky de dos o tres sorbos empezó a contemplar el local y sus gentes con el desdén que se merecen las personas y las cosas que no nos aceptan. Por ejemplo, esa imbécil con una cresta de pelo color verde, que ante el gesto de Carvalho de reencender su mustio Rey del Mundo, agita la mano rechazando a priori el humo previsible, aquí, en este local donde la atmósfera huele a porro y a la brillantina que convierte los cabellos de los muchachos en escarabajos encaramados sobre sus sesos. Y así pasó el tiempo, sin nada que llevarse a los ojos hasta que Beba pegó una bofetada a su acompañante a las dos de la madrugada. Carvalho izó el cuerpo, por si debía intervenir, y en su interior burbujearon los diez o doce maltas gran reserva, sin hielo, que había tomado. La bofetada no fue respondida. El hombre escupió en el suelo, junto a los zapatos de ella, y la dejó abandonada en la pista de baile, donde Beba siguió la danza sin importarle el desparejamiento. Cuando terminó la pieza, Beba anduvo por el local, sorteando parejas, escudriñando penumbras, mientras Carvalho pedía la cuenta y dejaba mil pesetas de propina al camarero, al fin aliviado, porque jamás policía alguno ha dejado mil pesetas de propina.

– ¿Está bien ese guayabo, no?

Por más que el camarero agradecido trataba de encontrar un guayabo en la sala no lo conseguía.

Cuando Carvalho le señaló a Beba en plena búsqueda, todo quedó claro.

– ¿La titi esa? Muy buena.

Pero está como una regadera. Se cree… no sé lo que se cree.

No, no lo sabía porque enmudeció y prosiguió su servicio según la programación secreta de los mejores camareros. Beba había abrazado a una muchacha y mantenía una apasionada conversación que de pronto interrumpió para volver a la barra. Carvalho se movió como un jugador de fútbol a la espera de la pelota que va a caer más o menos en su zona. Beba cayó dos metros más allá y pidió una cerveza sin alcohol. Carvalho había seguido la trayectoria de la pelota y llegó a punto de comentarle.

– Bebidas duras, por lo que veo.

Beba le miró y no pareció gustarle lo que vio. Imposible que le hubiera reconocido a partir de aquel abrir y cerrar la puerta de su habitación. Simplemente, Carvalho no era su tipo de adulto.

Pero cuando Carvalho ya buscaba otra frase afortunada, fue ella quien se le encaró.

– ¿Qué bebe usted?

– Whisky. Cuando no sé qué hacer ni tengo ganas de hacer nada, pido whisky.

– ¿Y cuando sabe qué hacer y quiere hacerlo?

– Vino.

Beba hizo un mohín de asco ligero. Más parecía un comentario dirigido hacia sí misma que hacia Carvalho.

– He visto que sabe defenderse.

Vaya bofetada le ha dado a su compañero.

– No me gusta la gente egoísta.

– ¿Él es muy egoísta?

– Sólo es egoísta. En su carnet de identidad debería figurar, profesión: egoísta. Le he dicho que me llevara a ver las obras del pirulí, esa antena que están construyendo en el Tibidabo, tan guapa. Y me ha dicho que no quería.

– ¿Eso ha dicho?

– Eso ha dicho.

– Qué desalmado.

Esta frase le había gustado.

Cabeceaba y tenía lágrimas en los ojos.

– Un desalmado. Eso es. No tiene alma.

– Si tanto la apena no ver el pirulí, yo puedo llevarla. Está muy cerca de mi casa. Yo vivo en Vallvidrera.

Beba le puso la mano en el pecho y cerró los ojos.

– Usted no me debe nada. En cambio ese cerdo me debe muchos favores.

Tenía un sentido moral primitivo pero eficaz. El trueque. Era demasiado fácil adivinar qué le había dado ella a aquel egoísta, tan fácil que Carvalho pensó que tal vez se equivocaba.

– Ahí donde le ve, tan machote y con tanta planta, ese chico creía que era mariquita. ¿Le aburro?

No, no le aburría y ella estaba borracha de cerveza sin alcohol, probablemente estaba borracha todo el día sin necesidad de alcohol.

La historia empezaba en una exhibición de culturismo a cargo del egoísta y en un intento de ligue que en el momento definitivo se vino abajo porque al egoísta culturista no se le empinó. Llevaba sin dignidad el complejo de tenerla pequeña y en los desfiles de exhibición de musculatura se ponía un postizo entre las piernas para que el músculo preferido del hombre y de algunas mujeres no quedara en ridículo en comparación con el bíceps, el tríceps… Ella le pidió que se lo enseñara.

– Enséñamela, Juan Carlos, le insistí… Y él venga llorar, ese hombrón llorando como un niño. Me la enseñó y sonreí…

Volvió a sonreír. Tenía sonrisa de ángel femenino, rigurosamente femenino. Y tras sonreír, pareció como si en aquel local duro para nuevas generaciones duras, en lugar de la música astilladora de esternones sonara un violín húngaro para melodramas de atardecer.

– No. No la tienes pequeña, Juan Carlos. La tienes normal.

Lo que cuenta no es el tamaño, sino el deseo tuyo y la capacidad de amar a tu pareja.

Lo decía con voz de diecisiete años. Si lo hubiera dicho con voz de treinta, cuarenta o cincuenta, Carvalho ya estaría buscando un pliegue de local donde reírse o vomitar, pero aquella voz de cristal, opaco por las altas horas de la madrugada, podía narrar cualquier cosa trasmitiendo sinceridad.

Ella había leído una vez una novela, sobre la guerra civil, sí, sí, sobre la guerra civil española, esa que pasó hace un montón de años, cuando al abuelo le incautaron la editorial los rusos, que sí, que sí, que habían sido los rusos en persona, que estaban entonces en todas partes. La novela contaba la historia de una enfermera y un prisionero de guerra, o quizá no era un prisionero, pero sí un herido de guerra, porque donde en una novela de guerra aparece una enfermera en seguida hay que buscar un herido de guerra. Y estaba tan triste el prisionero, tan mal herido, que la enfermera hace el amor con él, en un acto de generosidad.

– O de comunión de los santos.

Concluyó Carvalho para desconcierto de la chica.

– ¿Comunión de qué?

– La comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne… el Juicio Final.

– ¿Eres de alguna secta?

– Trataron de meterme en la católica, pero me salí en cuanto vi que me prohibían casi todo lo que me gustaba.

– Yo las sectas no las soporto.

¿Hemos tenido una conversación muy profunda, verdad? Hoy todo está lleno de buitres. Mi hermano. Mi hermano es un buitre de acero inoxidable.

¡Cómo adjetivaba aquel ángel!

– ¿Sus padres también lo son?

– Mi padre aún no tengo claro qué clase de animal es. Lo que está claro es que es un imbécil.

– Y su madre… si la tiene…

– Mi madre es una atleta.

Sin duda el amor filial la hacía exagerar, pero Carvalho encajó el juicio sobre la monitora con una complicidad casi entusiasmada.

– Practica el atletismo, ¿no?

– El atletismo espiritual.

Revolvió en el bolsito que llevaba y sacó un libro. "Peter Pan". James M. Barrie. Traducción Leopoldo María Panero. Lo hojeó sabedora de lo que buscaba.

Mientras movía las páginas obsesionada, hablaba de la mejor definición de madre que había encontrado, Ave Ilusión decía, una madrecita es como el Ave Ilusión.