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– Te veo muy bien, coronel.

– No vuelvas con tus bromas.

Hace tiempo que dejé aquel ejército.

Cursó instrucciones por un dictáfono que parecía llevar corbata.

Todo en aquel despacho llevaba corbata.

– El desafío de la Olimpiada puede ser terrible. Mil novecientos noventa y dos será un año decisivo. Todos los ojos del mundo estarán pendientes de España.

– No nos había vuelto a suceder desde la guerra civil. Me parece que fue entonces cuando merecimos por última vez la portada del "New York Times".

– La nostalgia es un error, Pepe.

– ¿Y la ironía?

– Un ruido.

Desde una impresora situada a espaldas del coronel Parra el hombre invisible, o quizá una mujer invisible, empezó a emitir una lengua de papel, para detenerse de pronto, en medio de un silencio telúrico. El ex coronel Parra tendió el brazo sin volver la cabeza y arrancó el pedazo de papel con la precisión de un experto.

Leyó lo que en él había impreso, luego estudió a Carvalho mientras retenía la información.

– ¿Para qué lo quieres? De esta oficina no puede salir información así como así. Aquí nos jugamos cientos de millones de pesetas cada día.

– Es sobre un cliente. El asunto no tiene nada que ver con tu negocio multinacional olímpico. Se trata de un griego, de un pobre griego que huye de una mujer. Ni siquiera es un griego olímpico.

– ¿Me lo juras?

Asintió con los ojos y tuvo a su disposición la ficha de Lebrun: "Georges Lebrun, treinta y nueve años, nacido en París. Funcionario de la ORTF con categoría de director general adjunto. Asunto: Olimpia 2000. Vídeos educativos sobre el espíritu olímpico a partir de la filmación de las Olimpiadas de Barcelona. Compromisos precontractuales con cuarenta países.

Informe económico confidencial AYF 36. Valoración Positiva C. Prolongación mit 62."

– Aquí no pone que ensucia libros con mocos y zumos de fruta.

Tu ordenador es una mierda. ¿Qué más?

– Nada más.

– ¿Tienes una impresión personal de monsieur Lebrun?

– ¿Para qué? De nada me sirven las impresiones personales. Realizo cincuenta contactos al día.

¿Quién retiene cincuenta impresiones personales? Es un funcionario, me parece que muy capaz y habla un lenguaje de datos que procesamos en los ordenadores. Tal vez cene con él un día de éstos si el ordenador sintetiza una información positiva y mis jefes políticos dan el visto bueno a esa información.

– ¿Quiénes son tus jefes políticos?

– Nani Gros, la Tere Surroca y Pascual Verdaguer en última instancia. Es decir, "Chu en Lai, la Idanova " y "el Melancólico", para recordar sus nombres de guerra.

– ¿De qué guerra? Te invito a cenar un día de éstos. Si quieres, en mi casa.

– Sólo como ensaladas italianas y pescados azules a la parrilla.

– ¿Por qué azules?

– Han descubierto que van bien para el colesterol. Aún no tengo colesterol, pero más vale prevenir que curar. ¿Todo va bien?

– Va bien. Te llamaré.

– Ya lo hará mi secretaria.

Viajo mucho. Me voy a Seúl dentro de unos días a comprobar los efectos de la Olimpiada.

– Algún día vendrán a vernos a nosotros para comprobar los efectos de las Olimpiadas.

– Mañana será otro día.

Carvalho salió del despacho con un paso que quería ser deportivo, para ponerse a la altura de los allí reunidos, aunque apareció tanta abundancia de corbatas como escasez de músculos. Había quedado citado con Artimbau en el Pa y Trago dispuesto a un desayuno sólido y solidario con alguien sin miedo a morir antes de los ochenta años, pero encontró al pintor tan delgado y contenido dentro de su vestuario que no necesitaron intercambiar ni una palabra para comprender que también se había pasado al bando de la represión gastronómica, al bando de los muertos vivientes, de los teólogos de la alimentación. El pintor pidió una miserable ración de queso fresco y un café sin azúcar, tratando de no fijar los ojos en la capipota con sanfaina que habían servido a Carvalho. Resumió la situación sin entrar en detalles sobre sus clientes, pero sí le mencionó el encuentro con Pedro Parra.

– A ése no le conocí. Yo era de la célula de plástico.

– Suena horrible.

– Pero es cierto lo que dices.

En esta ciudad no se mueve un dedo si no es en función de las Olimpiadas. Los hay que vienen a comprar el escenario, los hay que vienen a verlo y todos los demás tratamos de venderlo. No hay artista en esta ciudad que no esté a la espera de lo que pueda caerle de la Olimpiada. La parte del botín se la llevan los arquitectos, pero también se necesitarán esculturas y pinturas murales.

– Mi griego no creo que forme parte de los elegidos. Ha venido huyendo de algo o anticipándose a algo.

– Si posa, lo más normal es que lo haga en las escuelas de Bellas Artes, tanto en la oficial como en las menos oficiales o en Eina, la que está camino de tu casa. Pero por lo que me cuentas, lo más probable es que lo encuentres haciendo retratos de turistas en los alrededores de la catedral o de la Sagrada Familia. Hace un mes o mes y medio te hubiera resultado más fácil encontrarlo. Ahora la gente no callejea tanto, están todas las calles en obras. Buscarlo por la nacionalidad es como jugar a la ruleta rusa. Tendrías que asomarte a todos los rincones donde sobrevive un pintor y preguntar: ¿aquí sobrevive un griego? La gente habla de que nunca se ha ganado tanto dinero con la pintura, pero tampoco nunca ha habido tantos pintores sin nada que llevarse a la paleta. A mí me costó veinte años de tener una cierta seguridad económica. Hoy un pintor que a los veinticinco años no ha triunfado se considera un fracasado.

– ¿Y qué hace después de considerarse un fracasado?

– Probablemente seguir considerándose un fracasado. Pepe, yo no me entiendo con esos pintores jóvenes y empiezo a preocuparme.

Toda mi vida he luchado por defender que todo tipo de pintura esté permitida, en unos tiempos en que había una feroz dictadura de la pintura abstracta y si le caías mal a dos o tres críticos no te comías un rosco. Pero es que ahora cualquier chalado pinta con la picha un "Homenaje al SIDA" y al día siguiente tiene el cuadro colgado en un museo.

– Cuando se empiezan a comparar los tiempos pasados con los presentes es señal de que el comparador se hace viejo. Es inevitable pero hay que hacerlo en silencio y nunca confesarlo. Yo siempre he sido un detective atípico, pero si yo te contara cómo tienen montado el negocio las grandes empresas de investigación, me darías mil pesetas y el consejo de que me dedicara al canto coral.

– Los pocos artesanos que quedamos debemos ayudarnos. ¿Está buena esa capipota?

– ¿Por qué no pides una ración para ti?

Cerró los ojos y sólo los abrió para encargar un plato de bacalao con judías y un porrón de vino tinto.

– Hoy no almorzaré.

Llenar su estómago de los frutos de la tierra y el mar y cambiar de talante dio la razón a los que sostienen que no hay efecto sin causa.

– Vete a ver a mi amigo, el pintor Dotras. Es el más colgado de mi promoción y va disfrazado de joven. Si tu griego existe, Dotras lo conoce y si es maricón mucho más. No es que Dotras sea maricón, pero a su mujer le encantan y le gusta seducir homosexuales por la vía materna. Cuando se pasa de los cincuenta años ya no queda otra vía.

– ¿Y Dotras contempla?

– Dotras descansa. Si la conocieras lo comprenderías.

El pintor recomendado por Artimbau vivía en un callejón semioculto en los traseros de la plaza de Medinaceli, a medio camino entre la Barcelona redescubridora del mar en el Moll de la Fusta y la Barcelona del pinchazo, del tirón y la droga de la calle Escudillers y los alrededores de la plaza Real. Casas y casonas arruinadas para pobres y ricos del siglo Xvii y Xviii, con las que no se había atrevido siquiera la piqueta especuladora y así sobrevivían hasta patios con vegetaciones salvajes, asomadas a las tapias como una protesta de la naturaleza contra la ciudad lóbrega.

Comercios de galletas baratas y embutidos vendidos de cien gramos en cien gramos, a viejos e inmigrantes fugitivos de libros de Geografía o de las fichas policiales de la sección más barata de la Interpol. Tal vez por su carácter de suelo urbano no vendible, en aquellos caserones se conservaban espacios grandes y nobles para artistas en ejercicio y artistas bajo palabra de honor. Dotras había sido uno de los pintores más prometedores de los años sesenta y seguía siéndolo, a costa de una clientela incondicional en la que abundaban gays ricos que su mujer cuidaba y regaba como si fueran macetas de rositas de pitiminí.

Parte de su producción la había dedicado por lo tanto al retrato de madres de gays y de atletas vencidos por esfuerzos jamás explicados en el cuadro. Pero lo suyo era la pateografía, técnica automatista consistente en llenar de pastas de colores una tabla, luego colocarla sobre cartulinas inmensas como un suelo y patearla según un ritmo intrasferible de bailarín flamenco entre la improvisación y la epilepsia. Nunca había querido vender ninguna pateografía y las almacenaba en un caserón cerrado con las llaves más grandes de la ciudad, para que algún día las heredaran los ocho hijos que había tenido con tres mujeres diferentes, cinco de ellos integrantes del conjunto de rock Los Musclaires y los tres restantes bien colocados en la Caixa de Cataluña. Uno incluso como apoderado. No es que Carvalho le conociera por algo más que por las referencias dadas por Artimbau, pero era requisito indispensable nada más traspasar el dintel del estudio vivienda del pintor Dotras que él te tendiera el currículum que le había escrito uno de los cinco mil mejores poetas de Andalucía, a cambio de la única pateografía que había regalado en su vida.