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Mojó en el agua las tiras de paño, las desplegó en fila a lo largo de la orilla y se puso a cavar con la paleta bajo las raíces. Acto seguido, con un ruido de ventosa, la primera planta quedó libre del fango. La joven la arrastró hasta la ribera y la partió en trozos con una hachuela. Envolvió con los paños las raíces y las dispuso en el fondo del capazo, a continuación, envolvió en otra de las telas las florecillas amarillo verdosas, con su distintivo aroma especiado, y las guardó en el saco de cuero que reservaba para las hierbas. Desechó las hojas y el resto de los tallos, y volvió a adentrarse en el río para empezar otra vez el proceso. No tardó en tener las manos teñidas de verde y los brazos cubiertos de barro.

Cuando hubo cosechado toda la angélica, Alaïs miró a su alrededor, para ver si encontraba alguna otra cosa útil. Un poco más lejos, río arriba, había consuelda, con sus extrañas y características hojas que parecen crecer directamente del tallo, y sus flores arracimadas semejantes a campanillas rosa y violeta. La consuelda, o hierba de las cortaduras, es buena para reducir las magulladuras y sanar la piel y los huesos. Decidida a aplazar sólo un poco más su desayuno, Alaïs cogió sus herramientas y se puso manos a la obra, y únicamente se detuvo cuando el capazo estuvo lleno y hubo usado hasta la última tira de paño.

Cargó la cesta río arriba, se sentó bajo los árboles y estiró hacia adelante las piernas. Sentía rígidos la espalda, los hombros y los dedos, pero estaba satisfecha con lo que había conseguido. Inclinándose, sacó del hueco del árbol la jarra de vino de Jacques. El tapón se soltó con un ruido seco. Alaïs se estremeció ligeramente al sentir el cosquilleo de la bebida fría en la lengua y la garganta. Después desenvolvió el pan recién hecho y partió un buen trozo con la mano. Sabía a una extraña combinación de trigo, sal, agua de río y hierbajos, pero estaba hambrienta. Fue una comida tan buena como la mejor que hubiese tomado en su vida.

Para entonces, el cielo era de un azul pálido, el color de los nomeolvides. Alaïs sabía que se estaba demorando demasiado. Pero viendo la dorada luz del sol que bailaba en la superficie del agua y sintiendo el aliento del viento sobre su piel, le costó hacerse a la idea de volver a las agitadas y ruidosas calles de Carcasona y a los atestados ambientes de la casa. Diciéndose que un rato más no haría daño a nadie, Alaïs se recostó en la hierba y cerró los ojos.

El graznido de un pájaro la despertó.

Se incorporó sobresaltada. Levantó la vista hacia el moteado dosel de hojas, pero no pudo recordar dónde estaba. De pronto, todo volvió a su memoria.

Trastabillando, se puso en pie aterrorizada. El sol estaba alto en un cielo sin nubes. Había estado fuera demasiado tiempo. Estaba segura de que para entonces ya habrían notado su ausencia.

Dispuesta a guardar sus cosas tan de prisa como pudiera, Alaïs lavó someramente en el río los utensilios embarrados y roció con un poco de agua las tiras de paño, para que conservaran la humedad. Estaba a punto de marcharse, cuando por el rabillo del ojo advirtió que había algo enredado en los juncos. Parecía un leño o un tocón. Protegiéndose los ojos del resplandor del sol, Alaïs se preguntó cómo no lo había visto antes.

El objeto se movía en la corriente con excesiva fluidez, demasiado lánguidamente para ser de madera maciza. La joven se acercó un poco más.

Entonces pudo ver que se trataba de un trozo de material pesado y oscuro, hinchado por el agua. Tras una momentánea vacilación, la curiosidad pudo con ella y Alaïs volvió a adentrarse en el río, esta vez hasta más allá de las zonas bajas ribereñas, hacia el cauce central, un poco más profundo, donde el agua era más oscura y la corriente más fuerte. Cuanto más avanzaba, más fría estaba el agua. Alaïs se debatía por mantener el equilibrio. Hundía los dedos de los pies en el blando limo del fondo, mientras el agua le salpicaba los blancos y delgados muslos y la falda.

Poco después de traspasar la línea central, se detuvo, con el corazón desbocado y las palmas de las manos repentinamente sudorosas de miedo, porque ya podía ver con claridad.

– Paire Sant! -Padre santo. Las palabras brotaron involuntariamente de sus labios.

El cuerpo de un hombre flotaba boca abajo en el agua, con la capa abultada a su alrededor. Alaïs tragó saliva. Llevaba una casaca de terciopelo castaño, de cuello alto, guarnecida con cintas de seda y ribeteada con hilo de oro. La joven distinguió el resplandor de una cadena o brazalete de oro bajo el agua. Como el hombre tenía la cabeza descubierta, Alaïs pudo ver su pelo, negro y rizado, con algunos mechones grises. Parecía llevar algo al cuello, una cuerdecilla trenzada de color carmesí, una cinta.

Alaïs se acercó un paso más. Lo primero que pensó fue que el hombre había debido de tropezar en la oscuridad y resbalar hasta el río, donde se había ahogado. Estaba a punto de tender los brazos para sacarlo del agua, cuando algo en el modo en que flotaba la cabeza congeló su movimiento. Hizo una profunda inspiración, paralizada por la visión del cuerpo abotargado. En otra ocasión había visto el cadáver de un ahogado. Hinchado y desfigurado, aquel barquero tenía la piel cubierta de ronchones azules y violáceos, como un extenso cardenal. Lo de ahora era diferente, no encajaba.

Parecía como si a aquel hombre ya lo hubiera abandonado la vida antes de entrar en el agua. Sus manos exánimes se tendían hacia adelante, como intentando nadar. El brazo izquierdo flotó hacia ella, llevado por la corriente. Algo brillante, algo coloreado justo debajo de la superficie, captó su atención. Allí donde hubiese debido estar el dedo pulgar, había una herida de bordes irregulares, como una mancha de nacimiento, roja sobre la piel blanca y abotargada. Le miró el cuello.

Alaïs sintió que se le aflojaban las rodillas.

Todo comenzó a moverse con inusual lentitud, tambaleándose y ondulando como la superficie de un mar agitado. La desigual línea carmesí que había tomado por un collar o una cinta era un tajo profundo y salvaje, que iba desde detrás de la oreja izquierda hasta debajo de la barbilla, casi separando la cabeza del cuerpo. Jirones de piel desgarrada, que el agua teñía de verde, flotaban en torno a la incisión. Diminutos pececillos plateados y negras sanguijuelas hinchadas se estaban dando un festín a lo largo de toda la herida.

Por un instante, Alaïs pensó que el corazón le había dejado de latir. Después, la conmoción y el miedo se adueñaron de ella en igual medida. Se dio la vuelta y echó a correr por el agua, trastabillando y resbalando en el barro, obedeciendo al instinto que le aconsejaba poner tanta distancia como le fuera posible entre ella y el cadáver. Estaba empapada de la cintura a los pies. El vestido, hinchado y cargado de agua, se le enredaba en las piernas y la arrastraba hacia abajo.

El río le pareció el doble de ancho, pero siguió adelante hasta alcanzar la seguridad de la orilla, donde cedió a la fuerza de las náuseas y expulsó violentamente el contenido de su estómago. Vino, pan sin digerir y agua de río.

Medio a gatas y medio arrastrándose, consiguió dejar atrás la ribera, antes de desplomarse en el suelo, a la sombra de los árboles. La cabeza le daba vueltas y tenía la boca seca y agria, pero debía huir. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas parecían huecas y no aguantaban su peso. Conteniendo el llanto, se enjugó la boca con el dorso de la mano, temblorosa, y una vez más trató de incorporarse, apoyada en un tronco.

Esta vez se mantuvo en pie. Mientras tiraba de la capa para descolgarla de la rama donde la había dejado, consiguió calzarse las babuchas en los pies enfangados. Después, abandonando todo lo demás, echó a correr por el bosque como si el demonio fuera pisándole los talones.